Traducido para Rebelión por Felisa Sastre
No he votado a Kerry, así que no siento que haya perdido las elecciones. No sé lo que va a ocurrir ahora y si lo que pase a partir de ahora vaya a ser mejor o peor que en el caso de que Kerry hubiera ganado.
Pero la victoria de Bush duele.
No duele por lo que Bush representa.
No existe mucha diferencia entre lo que Bush y Kerry representan: los dos son vástagos de familias acaudaladas, graduados en Yale y cofrades de Skull and Bones. Ambos han sido seleccionados para la presidencia por la máquina electoral del dúo-polio. Cada uno representa una versión distinta de lo que los ricos creen que servirá mejor a sus intereses.
Pero duele por lo que significa el apoyo a Bush. Es como si una gran parte de Estados Unidos estuviera afectada por una epidemia de Alzheimer. Como si la gente estuviera perdiendo progresivamente sus facultades, su juicio, su memoria y hubiera caído en la falta de conciencia de la realidad a pesar de lo cual haya que creer que no les ocurre nada malo.
No es necesario repetir los errores de Bush ya que son bien sabidos por quienes quieren conocerlos. El verdadero problema no es exclusivamente Bush. Es algo que estaba claro antes de las elecciones y ahora resulta más evidente. El problema es el de un país crispado, un país dominado por mentirosos patológicos, creyentes sanguinarios, narcisistas moralizadores y manadas de vagabundos individualistas. Un país dominado por su ignorancia y su mezquindad. No todo el país, pero sí una parte suficiente para impedir soluciones a corto plazo.
Aquellos que han ofrecido su corazón y sus esfuerzos para que Kerry fuera elegido- no necesariamente porque le admiraran sino por considerar que podría ser un mal menor-, se deben sentir peor que yo. Deben estar buscando una explicación que les devuelva el aliento. Pero llevará tiempo para digerir, para reflexionar, para comprender. Ahora no hay prisa.
No obstante, existe el impulso de apresurarse, de pontificar sobre qué es lo apropiado, qué es lo que se debería hacer. Pero, quizás, haya algo bueno en no superar tan rápidamente este estado de conmoción. Debemos trabajar a partir de él.
En primer lugar, ahí está la reacción del Estado y de sus representantes. Como quiera que Kerry es un hombre dispuesto con entusiasmo a «estar listo para el servicio», podemos tomar sus palabras como si fueran las del portavoz del Estado: «Bush ha ganado, es el momento para la reconciliación y la unidad».
¡Claro que lo es! El Estado tiene asuntos importantes que culminar- por ejemplo las masivas matanzas en Faluya-, y las divisiones políticas perjudican los asuntos de Estado.
Desde la perspectiva del Estado, las elecciones sirven para pacificar, para que la gente sienta que se la escucha, y para que una vez celebradas se sientan en la obligación de apoyar todo lo que haga el Estado La elecciones en Irak, Afganistán o Estados Unidos parecen muy diferentes pero en todas se pretende que tengan los mismos efectos. Se supone que no van a tener repercusión en la política, al menos no en los asuntos importantes. En Irak el Estado busca determinar de antemano quien ganará las elecciones. Puede que el asunto no funcione pero nadie duda de que ese es el objetivo. En Afganistán, el Estado (siempre el mismo Estado) organizó unas elecciones satisfactorias que confirmaron el resultado acordado de antemano.
En Estados Unidos, el Estado ya había decidido cual iba a ser su política en Oriente Próximo. Un asunto sobre el que nunca se ha pedido la opinión de los votantes. Pero, tras las elecciones, y gracias a ellas, la voluntad del Estado se supone que es la nuestra. Ya hemos descargado nuestras bilis y ahora hay que volver a ser ciudadanos obedientes, que apoyan completamente al Estado, haga lo que haga, por infame que sea.
En la página de Common Dreams en Internet, se nos anima: «no os aflijáis, organizaos». No se trata de una llamada a la resignación sino a la lucha continua. Y suena muy distinta a la de Kerry, aunque, quizás de forma involuntaria, de hecho la repite. ¿No dolerse? En esta recomendación hay el reconocimiento de que muchos están desmoralizados, hundidos, malheridos. Dolerse, afligirse es lo que nos sucede cuando las heridas están abiertas. ¿Por qué, entonces, esa llamada para no dolernos, para no sentirnos consternados, para que nos reconciliemos, ahora, inmediatamente, para unirnos ya? Entre esta reconciliación, curación por medio de la organización, o mejor a través de la organización que sustituye a la reconciliación, y la reconciliación a través de la sumisión a la voluntad del Estado, ¿podría haber algo más que una mera similitud?
Dolerse es estar abierto, tener una herida en carne viva, es decir, sentirse temporalmente desprovistos de las autodefensas naturales. Afligirse es sentirse, al mismo tiempo interior y exteriormente, dispuesto a asumir la propia fragilidad, la íntima sinceridad, la propia falta de defensas. Todos admitimos que la pena no es un sentimiento hermoso, que es un estado que puede llevarnos fuera de nosotros mismos de forma impredecible.
¿Qué quiere decir, entonces, cuando se nos pide que nos organicemos en lugar de condolernos? ¿Significa que debemos rechazar la herida, la pérdida, para no aceptar que hemos perdido y que estamos perplejos? ¿Qué la trascendental tensión debería ser la misma que antes como si no hubiera pasado nada? ¿Se trata, entonces, de una amenaza preventiva, que pretende que no reflexionemos, que no nos examinemos a nosotros mismos, y por ello se pretenda exhortarnos a no parar, a no perder el ímpetu, a no dejar la lucha?
Las preguntas que me planteo no tienen que ver con la lucha sino con la continuidad. ¿Debemos continuar? o ¿Necesitamos empezar? Quizás, deberíamos permitir que lo que ha ocurrido nos afecte, que proporcione un entierro digno a nuestros esfuerzos. Pero no seamos demasiado ligeros en nuestras metáforas. Al menos algunos de los resultados de nuestras opciones necesitarán de un entierro no metafórico. Y cuando decimos que no deberíamos afligirnos pueden existir otras formas de entender lo que se quiere decir.
Antes de las elecciones estábamos organizados. Lo estuvimos para luchar por muchas causas, contra muchas barbaridades. Pero cuando se iniciaron las campañas presidenciales todas nuestras energías se desperdiciaron en apoyar la elección de Kerry a pesar de que no era el adalid de muchos de nuestros compromisos. ¿Se nos ha traicionado? o ¿hemos traicionado? ¿Qué quiere decir que deberíamos continuar como antes?
Pero las elecciones se han celebrado. ¿O no? Estamos en el día siguiente a las elecciones y se nos pide que hagamos lo que hacíamos el día anterior a ellas, organizarnos pero no condolernos, como si nada nos hubiera ocurrido. ¿No es una repetición de lo que dice el Estado? Como dijo Kerry en su discurso de aceptación de los resultados: «En unas elecciones en Estados Unidos no hay perdedores…». De ahí que se pueda añadir que no hay nada por lo que afligirse. Y nada que cambiar, nada que cambiar en nosotros mismos.
¿Tendríamos que preocuparnos ante la idea de que la organización se convierta en un fetiche, en una barrera contra la reflexión, contra el análisis?
Si criticamos el pensamiento que no está ligado a la acción, ¿no deberíamos también cuestionar las acciones no meditadas? ¿Acaso no es la definición de las acciones reflejas, las actuaciones no meditadas, que se repiten una y otra vez inconscientemente como si nada hubiera pasado?
A no ser que, desde luego, no haya ocurrido nada.
¿Qué significa que ambas, las voces del Estado y las impostoras voces de la «comunidad progresista», insistan en que las elecciones- en cierto sentido- no han tenido lugar? ¿Qué no ha cambiado nada, nada que justifique el duelo, nada que nos exija algo más que no sea simplemente continuar?
¿Cómo puede ser que, según decía Kerry «estas son las elecciones más importantes de mi vida» y después «no hay perdedores» porque «todos nosotros nos hemos despertado siendo estadounidenses»? ¿Cómo es posible, por otra parte, que si las elecciones eran tan excepcionales e importantes, hayamos renunciado a nuestras ideas y traicionado nuestros principios para volcar nuestros esfuerzos en conseguir que fuera elegido un candidato favorable a la guerra en lugar de luchar por nuestras causas?
Y, una vez pasado el momento, es como si nunca hubiera ocurrido, como si no hubiéramos sufrido una pérdida de la que tenemos que desprendernos. ¿Se trata de simples palabras balsámicas como ungüentos para ponernos en pie cuanto antes? ¿O deberíamos sospechar que puede ser cierto que, en efecto, las elecciones no se han celebrado? Quizás no deberíamos afligirnos porque sufrir sería contraproducente y auto indulgente. Pero, ¿acaso la pena no es siempre auto-indulgente? ¿Nos afligimos cuando, voluntariamente, elegimos sufrir o cuando no podemos evitarlo?
Y si podemos contener el dolor, ¿no nos indica que deberíamos cuando menos sentir pena ante la constatación de la necesidad que tenemos de lamentarnos, al mismo tiempo que somos conscientes de que sería inapropiado ya que no hemos perdido en estas elecciones que no han tenido lugar? No hemos perdido porque no podíamos ganar, porque pusimos el listón demasiado bajo.
Así que hay duelo permanente en Estados Unidos. No por la «pérdida» de la presidencia, sino por pérdidas que abruman tan innecesariamente, la pérdida de vidas, la pérdida de libertad y de medios de subsistencia, la pérdida de dignidad y la pérdida de esperanza. Y también en otros lugares como Faluya, por ejemplo, donde la gente se organizará y se afligirá. Allí, nadie se «despertará como estadounidenses» y allí habrá vencedores y perdedores, especialmente perdedores, y muchas, muchas gentes a las que enterrar y por las que sentir duelo.
Gabriel Ash nació en Rumania y se educó en Israel. Es activista y escritor. Escribe sus columnas porque cree que la pluma es, en ocasiones, más poderosa que la espada, y en otras no. Le gustaría recibir vuestros comentarios: [email protected]