El llamado a la campaña de alfabetización en 1961 hizo que todo joven cubano se sintiera comprometido con un proyecto para su vida, ya sea como maestro o como alumno. El dinamismo de una sociedad en cambio, atacada desde el exterior y con una contrarrevolución interna a pertrechada en las lomas colmaba las pasiones de […]
El llamado a la campaña de alfabetización en 1961 hizo que todo joven cubano se sintiera comprometido con un proyecto para su vida, ya sea como maestro o como alumno.
El dinamismo de una sociedad en cambio, atacada desde el exterior y con una contrarrevolución interna a pertrechada en las lomas colmaba las pasiones de todo aquel que sintiera en sus venas la necesidad de lo diferente.
La muerte del maestro voluntario Conrado Benitez y la voz de multiplicar en miles el ejemplo del joven, vilmente asesinado por los alzados, fue el detonante para superar los miedos y enrolarse en un deber colectivo.
El adolescente Hiram Sánchez Bared, de 12 años, hijo de comerciantes y con muchas dudas sobre las desigualdades sociales, desafió las prohibiciones paternas y se inscribió como alfabetizador.
De niño presenció la entrega de medicinas y alimentos a un Rebelde bajado de la Sierra, y su leyenda entre los muchachos de la escuela católica «Nuestra Señora de la Caridad» comenzó a dispararse entre los buenos de las lomas y los malos: «Los Casquitos» de la policía.
Un amigo coordinador de la campaña de alfabetización intercedió y convenció a los padres con la promesa de una ubicación en casa de campesinos con mejores condiciones y fue situado en el Central Francisco, del barrio La Esperanza en la provincia Camagüey.
La familia de Efraím Epifanio Fonseca se hizo responsable de alojarlo y su casa con cobertura para cinco miembros estaba construida de madera, techo de yagua sujeta a los horcones, piso de tierra y escasos muebles.
En el día, Hiram participaba en las labores del campo y en el horario nocturno, entre las siete y las diez de la noche donde el sueño se prendía de los párpados, se impartían las clases a la luz del farol chino.
En una tarde, Castañón, un joven vecino de unos 20 años se acercó al alfabetizador y no lograba entablar una conversación coherente porque su timidez destacaba una gran incultura.
El tema se desvió hacia la bicicleta porque el maestro confesó no saber conducir y Castañón dijo sonriendo:
–Maestro, saber las letras es más difícil que montar bicicleta.
Se selló la promesa, Hiram se llevó una bicicleta a casa y Castañón dejó de ser analfabeto.
* La autora es periodista de Radio Progreso y Radio Habana Cuba
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