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El año que viviremos peligrosamente

Fuentes: Rebelión

Desde luego, nada resulta tan azaroso como aventurar un pronóstico político. Sobre todo en circunstancias como las actuales, repletas de incertidumbres. No es arriesgado adelantar, sin embargo, que 2019 será el año que viviremos peligrosamente. Basta con echar una ojeada al mundo para encontrar motivos de desazón. Las crecientes tensiones comerciales entre Estados Unidos y […]

Desde luego, nada resulta tan azaroso como aventurar un pronóstico político. Sobre todo en circunstancias como las actuales, repletas de incertidumbres. No es arriesgado adelantar, sin embargo, que 2019 será el año que viviremos peligrosamente. Basta con echar una ojeada al mundo para encontrar motivos de desazón. Las crecientes tensiones comerciales entre Estados Unidos y China, ribeteadas de una nueva proliferación de armas nucleares; las guerras, siempre terribles y tantas veces olvidadas, de África y de Oriente; los indicios de una recesión económica en ciernes… todo ello en el marco del crecimiento de las desigualdades sociales y del calentamiento del planeta. Sin olvidar, en un entorno inmediato, el impredecible impacto del brexit, un ascenso de los nacionalismos que tensa las costuras de la Unión Europea… o la tragedia de tantos seres humanos que perecen en el Mediterráneo, tratando de alcanzar sus fronteras. Por supuesto, aquí y allá, surgen luchas, esperanzas, resistencias. Pero el panorama general se antoja sombrío. Cuando menos, desafiante.

En España, las grandes tendencias engendradas por el desorden global se manifiestan también de manera vigorosa. El vendaval de contestación que desató la crisis, siguiendo una suerte de desplazamiento pendular, ha dado paso a una fuerte pulsación conservadora. Con el paso del tiempo, el procés ha ido cristalizando como un profundo movimiento de repliegue nacional de las clases medias. A su vez, las elecciones andaluzas anuncian el retorno de un nacionalismo español rancio y centralista, descaradamente reaccionario. Las encuestas más recientes apuntan la posibilidad de una mayoría parlamentaria de la derecha y la extrema derecha, con una fulgurante irrupción de Vox en el Congreso -rebasando incluso los cuarenta escaños. Ciertamente, se trata de simples estimaciones; el voto ciudadano ha de verse sujeto aún a muchas variables. Pero, con mayor o menor exactitud, ese sondeo de opinión capta el eco de corrientes subterráneas que, tarde o temprano, saldrán a la superficie. A las puertas del juicio contra los líderes independentistas -un acontecimiento de enorme trascendencia política que no sólo tensará la situación en Catalunya, sino en el conjunto del Estado, hasta el punto de que podría incluso precipitar un adelanto electoral-, las perspectivas no parecen demasiado halagüeñas.

En semejante contexto, resulta desconcertante el debate que anuncia la dirección de los «comunes» acerca del modelo de Estado. El próximo 19 de enero, el Consell Nacional de Catalunya en Comú debería aprobar un documento de orientación política algunos de cuyos términos, filtrados a la prensa, resultan harto problemáticos. Y es que, en política, las palabras no significan aquello que señalan los diccionarios o apunta la etimología, sino que cubren el «campo semántico» que van delimitando los conflictos sociales. A veces, desvirtuando el sentido original de los vocablos; otrora, confiriéndoles unas virtualidades que rebasan las pretensiones de quienes los utilizan. Como si, al desplegar una bandera, un viento huracanado la empujase, arrastrando con ella al portaestandarte.

El recuerdo de las aciagas jornadas de septiembre de 2017 en el Parlament debería ponernos en guardia. Rara vez la invocación de una república, asociada en nuestra cultura progresista a la idea de impetuosos avances democráticos y sociales, sirvió para envolver un proyecto tan regresivo. El diseño institucional que perfilaba la Ley de Transitoriedad distaba mucho de asemejarse a la arquitectura de un Estado de Derecho, con su preceptiva separación de poderes. De hecho, podríamos identificar más valores republicanos en la denostada Constitución del 78, monarquía parlamentaria incluida, que en el proyecto populista de aquella República Catalana -una ensoñación cuyos artífices aspiraban eventualmente a materializar como un paraíso fiscal mediterráneo. Y no como resultado de una pérfida intención, sino como el lógico destino de una región europea, hipotéticamente escindida de un Estado de la Unión, en el marco de la globalización.

Pero la dirección de los comunes se ha mostrado siempre renuente a hablar de aquellas jornadas y parece no haber aprendido nada de ellas. ¿Qué sentido puede tener, en un contexto de polarización que lleva camino de exacerbarse en los próximos meses, hablar de elaborar una constitución catalana? ¿O un proceso constituyente, connivente pero «no subordinado» a una dinámica similar a escala de toda España? Aparte del soliloquio del juez Vidal, el único esbozo de constitución catalana conocido fue el de la «Ley fundacional» del 7 de septiembre. Cabe esperar que no sea ése nuestro referente. Pero, ¿es posible que vea la luz otro proyecto, distinto, democrático, en la actual situación? ¿Asistimos acaso a una irrupción en la escena política de la clase trabajadora y de amplios sectores populares que cuestione de algún modo el orden existente? En absoluto.

En estos momentos, un «proceso constituyente» difícilmente podría ser más que un montaje de la ANC y de Òmnium, articulando con mayor o menor éxito el campo independentista. En suma, un proyecto pensado para la mitad del país, excluyendo al resto -y, singularmente, al grueso de la base social tradicional de las izquierdas. Con una lógica aplastante, la ANC ha replicado a los comunes: «si quieren una constitución catalana, que apoyen la independencia». Efectivamente. En la vida real, el relato acerca de ese mirífico proceso aleja a Catalunya en Comú de los cimientos sobre los que debería afianzarse… y la sitúa irremediablemente bajo la fuerza gravitatoria del independentismo.

El confuso planteamiento de una perspectiva republicana confederal, no hace sino abundar en esa tendencia. Teóricamente, una confederación resulta del acuerdo entre Estados soberanos. (Podríamos decir que la UE es, en cierto modo, una confederación. Y, justamente, la necesidad de su desarrollo democrático; la superación de las lacras del dumping social, los paraísos fiscales y de la presión de las grandes corporaciones; la aplicación de políticas medioambientales… En una palabra: la consolidación de la Unión como un espacio de progreso, exigiría una decidida transformación federal: un Parlamento mucho más efectivo, un presupuesto comunitario ambicioso, un plan conjunto de transición ecológica, la unificación de criterios tributarios…). Pero, en la extasiada contemplación de la redondez de su ombligo, algunos razonan en sentido opuesto al pulso de la historia.

La sociedad española no está a punto de emprender ningún proceso constituyente, superador de la Constitución de 1978. Más bien corre el riesgo de una involución conservadora de la mano de una derecha radicalizada. Ni siquiera tiene sentido abrir ahora un debate sobre monarquía o república. El repliegue de las clases medias que, en Catalunya, se ha configurado entorno a la idea de la independencia, encuentra su correlato español en la defensa de la unidad de una nación idealizada, y ambos se retroalimentan. ¿Hasta cuándo seguiremos ignorando la lección de Andalucía? Una parte de la izquierda española -en las filas de Podemos y de IU- parece ilusionarse con la hipótesis de que el conflicto catalán propicie una ruptura del orden constitucional -bautizado como «el régimen del 78″-, abriendo un período de cambios sociales. Sin embargo, el «desbordamiento» que se percibe es de signo reaccionario. ¿Cómo podría ser de otro modo en un momento de marcada debilidad del movimiento obrero y de potente eclosión de los nacionalismos?

Una vez más: no hay atajos. La izquierda debe enfrentarse a los problemas en la vida, no tratar de resolverlos en su imaginación. Hoy por hoy, se trata de generar los escenarios en que puedan llegar a debatirse las soluciones a las crisis institucionales y territoriales que en estos momentos es imposible siquiera abordar. Y estamos lejos. Cualquier planteamiento que alimente la ilusión de reactivar el «procés», «ampliando su base», sería de una absoluta irresponsabilidad por parte de la izquierda.

No será fácil en la atmósfera de tensión que se avecina. (Y no habrá atisbo de solución al conflicto catalán mientras los dirigentes permanezcan en prisión). Pero las izquierdas deben tratar de frenar cualquier huida hacia adelante por parte del independentismo, al tiempo que unen sus fuerzas frente a las pretensiones de «reconquista» de las derechas coaligadas. Llegará el momento de discutir soluciones de fondo. Sin duda, éstas pasarán por reformas constitucionales de tipo federal; necesitarán un reconocimiento nítido de la realidad plurinacional de España y deberán encontrarle acomodo… Abundan las propuestas al respecto. Ese no es el problema. Lo que faltan son las condiciones para debatirlas y dotarlas de un consenso social suficiente. En Catalunya como en el resto de España. A eso debería consagrar sus esfuerzos la izquierda, si no quiere verse arrastrada por la vorágine de un año que viviremos peligrosamente.

Blog del autor: https://lluisrabell.com/2019/01/04/el-ano-que-viviremos-peligrosamente/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.