Foto: Ishmael Khaldi en la Universidad de Rutgers en 2010 (Foto Wikipedia)
Traducido del inglés para Rebelión por J. M.
Un diplomático israelí presentó una queja la semana pasada ante la policía después de que cuatro guardias de seguridad lo arrojaran al suelo en Jerusalén y uno de ellos le aplastar el cuello con la rodilla durante cinco minutos mientras gritaba: «No puedo respirar«.
Hay ecos obvios del tratamiento recibido por George Floyd, el afroamericano asesinado el mes pasado por la policía en Minneapolis. Su muerte provocó protestas masivas contra la brutalidad policial y revitalizó el movimiento Black Lives Matter. El incidente de Jerusalén, por el contrario, atrajo poca atención, incluso en Israel.
Un ataque de agentes de seguridad israelíes a un diplomático parece una aberración -un caso peculiar de confusión de identidad- muy diferente del patrón establecido de violencia policial contra las comunidades negras pobres en los Estados Unidos. Pero esa impresión es errónea.
El hombre agredido en Jerusalén no era un diplomático israelí ordinario. Era beduino, un miembro de la minoría palestina más abundante de Israel. A pesar de constituir la quinta parte de la población, esta minoría disfruta de un status muy inferior de ciudadanía israelí.
El éxito excepcional de Ishmael Khaldi de convertirse en diplomático, así como su experiencia como palestino de sufridor de abusos a manos de los servicios de seguridad ejemplifican las paradojas de la versión híbrida del apartheid de Israel.
Khaldi y el resto de los 1.800.000 ciudadanos palestinos descienden de los pocos palestinos que sobrevivieron a la ola de expulsiones de 1948 cuando se declaró el Estado judío sobre las ruinas de su tierra natal.
Israel sigue considerando a estos palestinos, sus ciudadanos no judíos, como un elemento subversivo que debe ser controlado y sometido con medidas que recuerdan las de la antigua Sudáfrica. Pero al mismo tiempo, Israel intenta desesperadamente mostrarse como una democracia de estilo occidental.
Así que, por extraño que parezca, la minoría palestina se ve tratada como ciudadanía de segunda clase y como un involuntario maniquí de escaparate con el que Israel pretende mostrar justicia e igualdad. Y el resultado muestra dos caras contradicgtorias.
Por un lado, Israel segrega a ciudadanos judíos y palestinos y confina a estos últimos en un puñado de guetos cerrados en una pequeña fracción del territorio del país. Para evitar la mezcla y el mestizaje separa estrictamente las escuelas para niños judíos y palestinos. La política ha sido tan exitosa que los matrimonios mixtos son casi inexistentes. En una encuesta poco frecuente la Oficina Central de Estadísticas descubrió que solo 19 matrimonios de este tipo tuvieron lugar en 2011.
La economía también está segregada en gran medida.
La mayoría de los ciudadanos palestinos está excluida del sector de seguridad de Israel y cualquier empleo relacionado con la ocupación. Los servicios públicos israelíes, desde los puertos hasta las industrias de agua, telecomunicaciones y electricidad, funcionan prácticamente sin ciudadanos palestinos.
Las oportunidades de trabajo para ellos, en cambio, se concentran en las industrias de servicios mal remuneradas y en el trabajo informal. Dos tercios de los niños palestinos en Israel viven por debajo del umbral de pobreza, en comparación con un quinto de los niños judíos.
Esta cara fea se oculta cuidadosamente a los extraños.
Por otro lado, Israel presume en voz alta del derecho de los ciudadanos palestinos a votar, una concesión fácil dado que en 1948 Israel construyó una abrumadora mayoría judía al obligar a la mayoría de los palestinos al exilio. Esgrime «historias de éxito árabes» excepcionales, pasando por alto las verdades más profundas que contienen.
Durante la pandemia del Covid-19, Israel ha alardeado con entusiasmo de que una quinta parte de sus médicos son ciudadanos palestinos, igualando su proporción de la población. Pero en realidad el sector de la salud es el único ámbito importante de la vida en Israel en el que la segregación no es la norma. Los estudiantes palestinos más brillantes gravitan hacia la medicina porque al menos allí se pueden superar los obstáculos hacia el éxito.
Pero si lo comparamos con la educación superior los ciudadanos palestinos ocupan mucho menos del uno por ciento de los puestos académicos de alto nivel. El primer juez musulmán, Khaled Kaboub, fue nombrado en la Corte Suprema hace solo dos años, 70 años después de la fundación de Israel. Gamal Hakroosh se convirtió en el primer musulmán comisario adjunto de policía de Israel en 2016 y su papel, por supuesto, estaba restringido a manejar la policía en las comunidades palestinas.
Khaldi, el diplomático atacado en Jerusalén, se ajusta a este molde. Criado en el pueblo de Khawaled, en Galilea, a su familia le denegaron los permisos de agua, electricidad y construcción. Su casa fue una tienda de campaña donde estudió a la luz de una lámpara de gas. Muchas decenas de miles de ciudadanos palestinos viven en condiciones similares.
Sin lugar a dudas, el talentoso Khaldi superó muchos obstáculos para conseguir su ansiada plaza en la universidad. Luego sirvió en la policía fronteriza paramilitar, conocida por abusar de los palestinos en los territorios ocupados.
Al principio destacó como un defensor de confianza de Israel por una combinación inusual de rasgos: su inteligencia y determinación, un rechazo feroz a ser objeto de racismo y discriminación, un código ético flexible que condonó la opresión de otros palestinos y deferencia ciega al Estado judío cuya propia definición le excluía.
El Ministerio de Relaciones Exteriores de Israel lo puso en una vía rápida, y pronto lo envió a San Francisco y a Londres. Allí su trabajo consistía en luchar contra la campaña internacional de boicot a Israel, inspirada en la que combatió el apartheid en Sudáfrica, citando su propia historia como prueba de que en Israel cualquiera puede tener éxito.
Pero en realidad Khaldi es una excepción explotada cínicamente para desmentir la regla. Tal vez se le ocurrió ese punto cuando se asfixiaba en la estación central de autobuses de Jerusalén tras cuestionar el comportamiento de un guardia.
Al final todo el mundo en Israel entiende que los ciudadanos palestinos, incluso los pocos profesores o legisladores, tienen un perfil racial y son tratados como enemigos. Las historias de maltrato físico o verbal son cotidianas. La agresión a Khaldi se destaca solo porque ha demostrado ser un servidor sumiso de un sistema diseñado para marginar a la comunidad a la que pertenece.
Sin embrago este mes, el propio primer ministro israelí Benjamin Netanyahu decidió quitar la máscara diplomática representada por Khaldi y designó un nuevo embajador en el Reino Unido.
Tzipi Hotovely, una supremacista judía e islamófoba, apoya la anexión israelí de toda Cisjordania y la toma de la mezquita Al Aqsa en Jerusalén. Forma parte de una nueva ola de representantes poco diplomáticos enviados a capitales extranjeras. Se preocupa mucho menos de la imagen de Israel que de hacer que toda la «Tierra de Israel», incluidos los territorios palestinos ocupados, sea exclusivamente judía.
Su nombramiento indica cierto tipo de progreso. Diplomáticos como ella finalmente pueden contribuir a que las personas ajenas a Israel entiendan por qué Khaldi, el amable diplomático, fue atacado cuando volvió a su país.
Una versión de este artículo apareció por primera vez en el National, Abu Dhabi.
Fuente: https://mondoweiss.net/2020/06/chokehold-on-diplomat-exposes-israels-special-type-of-apartheid/
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