Esta historia fue originalmente escrita en árabe por una niña palestina de 14 años llamada Lujayn. Rebeca Ruth Gold la tradujo al inglés, de donde ha sido traducida al español. En un principio la escribió para su madre y luego decidió compartirla con el mundo. Cuenta el desplazamiento forzado de su familia de la casa en que se refugiaban en Jan Yunis. Era la cuarta vez que Lujayn se desplazaba desde que comenzó el ataque israelí sobre Gaza.
Lujayn describe una táctica cada vez más habitual del ejército israelí: la demolición de un edificio con personas dentro. Además, el relato de Lujayn sirve para avisar al mundo de los peligros de la invasión israelí de Rafah. Si tuviera que desplazarse de nuevo, no le quedaría ningún otro lugar adonde ir.
Lujayn es una estudiante brillante. Tenía pensado ir a la universidad para estudiar matemáticas. Pero ya no quedan universidades en Gaza y Lujayn ha perdido su hogar. Lo único que le queda es sobrevivir y contar su historia. Para Lujayn, narrarla es una forma de resistencia. Pide a la comunidad internacional que reaccione para qué el ejército israelí deje de asesinar a sus amigas y de amenazar con matar a su madre, a su familia y a ella misma. Especialmente, pide al pueblo de Estados Unidos que presione a sus representantes electos para que dejen de financiar el genocidio de Israel.
Esto es lo que pasó. El 2 de marzo de 2024 mi papá salió a buscar comida a Rafah, a pesar de los peligros que eso suponía. Se quedó a dormir en Rafah porque no había transporte después de anochecer. Aquella noche, de repente, la situación cambió. Había sonido de explosiones y misiles por todas partes.
Mi mamá, yo y mi familia extensa estábamos refugiados con otras cuatro familias y ocho niños no acompañados en una casa de Jan Yunis. Salimos de las habitaciones y nos escondimos debajo de la escalera. Sonaban disparos y ruidos extraños por todos lados. Tratábamos de entender qué estaba pasando, pero no podíamos porque había disparos y caos a nuestro alrededor.
Mamá no paraba de decirme: “No te preocupes, estaremos bien”, pero me daba cuenta de que ella estaba muy preocupada. Me dijo: “Tengo que entender lo que está pasando. Mantente alejada de las ventanas”.
Yo veía unas extrañas líneas de luz verde que atravesaban la ventana y oía el sonido de las bales. Le dije: “No vayas, es peligroso”, pero ella insistió. Dijo: “Tengo que saber qué es lo que está pasando”. Así que me metí debajo de la escalera. Luego ella volvió y me dijo: “Ven rápidamente”.
Bajamos a toda prisa las escaleras y mamá dijo a todo el mundo: “Un buldócer está demoliendo la casa de enfrente y los tanques nos han rodeado por todos lados. Tenemos que salir enseguida antes de que venga hacia nosotros”. Nadie pensaba que esa fuera una buena idea, así que mamá les dijo que ella saldría primero. Si la dejaban pasar nos haría señales para salir nosotros. Todos le dijeron que no debería salir; sabíamos que estaban matando a gente afuera.
Mientras hablaba aparecieron por la puerta principal dos chicas adolescentes y tres niños. Uno de ellos iba cubierto de sangre, chillando y gritando. Eran los hijos de la familia cuya casa acababan de demoler. Su padre también estaba en Rafah, como el mío, pero su madre, su hermana y el resto de la familia habían sido inmolados bajo el buldócer que destruyó la casa mientras estaban dentro. Todos nos quedamos aturdidos.
Mamá me dijo que trajera mi bolsa de primeros auxilios y comenzó a limpiar la sangre del niño y desinfectar sus heridas. Luego las vendó tratando de consolarlo.
De repente oímos un fuerte ruido. El buldócer se aproximaba a nuestra casa. Mamá se detuvo y me dijo: “Debo salir y tratar de detenerlos porque si no vamos a morir todos aplastados. Intentaré salir y decirles que somos civiles. Si me golpean y os dejan salir a todos, salid detrás de mí. Si me golpean y continúan derribando la casa, recordad que hice todo lo que pude con la esperanza de salvaros”.
Yo comencé a llorar. Todos le pidieron que se detuviera, diciéndole que el ejército la mataría. Al mismo tiempo oíamos cómo se acercaba el buldócer. Mamá salió súbitamente y se colocó frente a la máquina, exactamente en medio de su camino, y empezó a gritarles que había civiles, mujeres, ancianos y niños dentro de la casa. El buldócer siguió acercándose.
De repente un tanque encendió sus focos y el buldócer empezó a dar marcha atrás. Cuando salía de la casa vi a mamá junto al tanque, negándose a moverse. Entonces el cuerpo y la cara de mi madre se llenaros de líneas de luz verde. Me di cuenta de que la ametralladora del tanque estaba apuntándola. Sabía que iban a dispararla. Cerré los ojos. De pronto la luz verde se apagó, el tanque comenzó a hacer señales y dos personas salieron de la casa con una bandera blanca.
Todo el mundo trataba de entender lo que decía mamá. El ejército nos hacía señales de que nos fuéramos y cuando el tanque hizo señales con la luz verde comprendimos que debíamos ir a una escuela cercana. Todo el mundo trataba de salir.
Mamá me dijo que no tuviera miedo y levantó al niño herido por las piernas, mientras la niña llevaba a su hermano en brazos. Empezamos a caminar detrás de los demás. Mamá jadeaba y le faltaba el aire. Me di cuenta de que necesitaba su inhalador para el asma. Cuando intenté dárselo me dijo que no había tiempo, que siguiéramos deprisa, que no nos detuviéramos. Si nos deteníamos, podrían dispararnos.
No sé cómo conseguimos llegar a la escuela, pero nos habíamos salvado todos. Mamá puso al niño a dormir en un colchón y se aseguró de que estaba bien. Luego me sentó en una silla. Eran las dos de la mañana y mamá seguía insistiendo en que no me preocupara.
Pocas horas más tarde los soldados comenzaron a gritar en árabe que debíamos abandonar el lugar y dirigirnos hacia otro emplazamiento por determinada ruta. Así que nos fuimos. A ambos lados de la carretera había soldados, tanques y buldóceres. Un soldado que hablaba árabe estaba seleccionando personas, incluidas mujeres, que eran detenidas y llevadas a Israel. Las que quedamos fuimos conducidas a un edificio parcialmente destruido a unos trescientos metros de la escuela. Permanecimos en su exterior desde las nueve o las diez de la mañana hasta las ocho de la noche, esperando delante de la entrada del edificio.
Todo el mundo estaba con hambre y con sed, especialmente los niños. Entonces los soldados trajeron botellas de agua y empezaron a repartirlas. Mamá nos dijo que no debíamos aceptar agua del ejército de ocupación y que se marcharían pronto. Pidió a todos que tuvieran paciencia y añadió que, si alguno no podía soportarlo, que bebiera.
El niño pequeño que nos acompañaba preguntó por qué no podían coger el agua y mamá le explicó que los soldados se hacían fotos y pretendían ser amables para mostrar al mundo lo bien que trataban a la gente, pero que en realidad estaban destruyendo las casas con la gente dentro y pisoteándolas con su excavadora. Ella tenía razón. Uno de los soldados estaba haciendo fotos y nos negamos a aceptar el agua.
Me quedé parada frente a la entrada del edificio. Ni siquiera pude sentarme cuando un soldado me dijo que me sentara y me apuntó con su fusil. Mamá vino y se puso delante de mí, hablando enérgicamente en árabe e inglés, diciéndole que no asustara a su hija, que no había sitio. Había ancianos a mi lado y si me sentaba tan cerca de ellos, podría hacerles daño. Por un momento, la apuntó con su arma. Ella permaneció de pie entre él y yo, la distancia era de aproximadamente un metro y medio.
Yo tenía miedo, pero más que eso estaba asombrada y me preguntaba de dónde sacaba mamá su fuerza.
Todo el mundo tenía miedo y la mayoría lloraba, pero ella estaba tranquila, hablando y consolándome. El soldado se fue y mamá me sentó. Eran alrededor de las ocho de la tarde. Me colocó a mí y a los que estaban conmigo en el centro, mientras ella se ponía al final, cerca de los soldados. Me dijo: «Si nos dejan ir juntos, está bien, pero si no me dejan ir contigo, coge el dinero y el teléfono. Seguro que encuentras a papá por ahí». E indicó a los demás dónde ir.
Nos separaron y nos colocaron para inspeccionarnos. Extrañamente, nos dejaron pasar sin registrarnos. Seguimos andando hasta que llegamos al último depósito. Mamá me llevaba de una mano y a los dos niños pequeños de la otra. De pronto, el ejército había desaparecido y todo estaba oscuro. Mamá encendió la linterna y vimos que papá venía corriendo hacia nosotros desde lejos. El padre de los niños de la casa que habían arrasado también se acercaba corriendo. Papá me abrazó con fuerza. Entonces sentí que mamá se detenía como si hubiera estado esperando este momento para recuperar el aliento. No podía creer que hubiéramos salido vivos.
Después de esta experiencia, madre, tengo algo que decirte. He aprendido dos cosas que nunca olvidaré. La primera, que no debemos perder en ningún momento nuestra fuerza, nuestro valor y nuestra fe en la voluntad de Dios. La segunda, que no damos la espalda a los necesitados, pase lo que pase. No dejaste solos ni al niño ni a sus hermanas. Te quedaste a su lado y me dijiste: «No tienen a nadie más que a nosotros». No olvidaré nada de esto. Tengo la certeza de que la ocupación nunca podrá destruir nuestra fe, nuestra fuerza, nuestro valor, nuestra bondad o nuestra compasión.
No sé si la guerra terminará mientras estemos vivos, pero lo que importa es que hay mucha gente resistiendo con lo que es más importante que las armas. A diario, un padre camina bajo los bombardeos para alimentarnos. Una madre se enfrenta a excavadoras y tanques con la esperanza de proteger a su hija, sabiendo que aunque ella muera, lo que importa es que su hija viva. Un nieto carga con su abuela y no piensa en dejarla atrás ni un momento. Una hermana saca a su hermano de debajo de los escombros, lo aparta de la muerte, e intenta salvarlo.
Mamá, este es mi país, este es mi pueblo. Cada generación de palestinos trasmitirá estas lecciones a la siguiente.
Lujayn, Rafah, marzo de 2024.
Fuente: https://www.thenation.com/article/world/the-bulldozer-kept-coming-a-girl-stares-down-death-in-gaza/
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