Raimundo Cuesta (Santander, 1951) acaba de publicar «Verdades sospechosas: Religión, historia y capitalismo» (1), a mi juicio uno de los ensayos más relevantes de esta década (en el campo de la política, sociología, religión, etc.) que, partiendo de «los gigantes» que derribaron las columnas que sostenían la civilización occidental, nos explica los pasos que se […]
Raimundo Cuesta (Santander, 1951) acaba de publicar «Verdades sospechosas: Religión, historia y capitalismo» (1), a mi juicio uno de los ensayos más relevantes de esta década (en el campo de la política, sociología, religión, etc.) que, partiendo de «los gigantes» que derribaron las columnas que sostenían la civilización occidental, nos explica los pasos que se dieron -dentro de nuevos marcos referenciales- para volver a diseñar un nuevo «manantial conceptual» del que bebemos hasta ahora. Asimismo, nos muestra la forma que llegó a tomar la escultura de este mundo que, gracias a sus creadores-demoledores, se encuentra en un continuo proceso de construcción-destrucción. Raimundo Cuesta, Premio Nacional a la Innovación Educativa, nos ofrece «un texto» (profundo, claro y entretenido, cualidades que ambos admiramos de los antiguos griegos) que supone una guía extraordinaria para entender las consecuencias del vendaval que supusieron Marx, Freud y Nietzsche, «entre otros monstruos» que no dejaron piedra sobre piedra en la arquitectura sagrada que heredamos de nuestros antepasados, incluso desde hace milenios. Todo pasado es digno de ser cuestionado y censurado, como diría Nietzsche en su ensayo «Las Tres Caras de Clío». Raimundo Cuesta (2) sigue la línea nietzscheana de la «Historia Crítica», que es aquella que «trata de ajustar cuentas con el pasado y poner cada cosa en su sitio». Su trabajo explora y analiza con rigor académico (3) – y la sabiduría acumulada en décadas de estudio y reflexión- las circunstancias que nos moldearon a través de los siglos, y nos ofrece las claves para entender las preguntas que nos hacemos desde que pisamos el Templo de Apolo (Oráculo de Delfos): ¿Quiénes somos? ¿Por qué somos lo que somos? ¿De dónde venimos? La cuarta ¿Hacia dónde vamos? Sigue sin respuesta ya que, al decir de Raimundo Cuesta, estamos obligados a vivir en un planeta de destino incierto.
¿Puede el hombre del siglo XXI vivir sin «el dios de los ateos», es decir «sin una esperanza» que le anime a luchar por un mundo mejor ¿Existe la posibilidad de que acabemos aceptando la realidad, tal cual, y sigamos las pautas que desde «las altas e invisibles» esferas del poder marcan los fantasmagóricos cómitres que no están dispuestos a permitir la muerte del «totalcapitalismo'»?
R . Hay, en verdad, mucho «cómitre», mucho vigilante del orden para que no naufrague y así poder mantener a flote la galera del «totalcapitalismo». No obstante, decía el filósofo Ernst Bloch que «donde hay esperanza, hay religión», lo que interpreto como que mientras haya seres humanos hay una pulsión por transformar el mundo que a veces se aloja en las religiones, a veces en las ideologías políticas, a veces en muy confusos estallidos de rebeldía individual o colectiva. Mientras la explotación de los seres humanos y la división clasista subsistan como base de una sociedad injusta hay que esperar brotes de resistencia de morfología y periodicidad poco predecibles. En el momento presente vivimos desde hace años un ciclo de retirada de las ideas utópicas pero ese fenómeno, como nos dice la experiencia histórica, no es irreversible.
La esperanza (eso que llamas «el dios de los ateos») nunca muere del todo, «la resistencia es la otra cara de la sumisión». Cierto que en plena desorientación ideológica, algunos movimientos sociales del siglo XXI buscan su cauce en un refortalecimiento del fundamentalismo religioso al punto de que los más pesimistas opinan que el laicismo es ya cosa del pasado. No obstante, incluso en la década que inaugura el siglo XXI no pocos han hablado de una «vuelta de Marx».
«Lo importante es que los retornos de cualquier género no reproduzcan la conversión de nuestros mejores sueños en pesadillas.»
Me gustaría que hablases un poco de un tema casi desconocido en Occidente: «La revolución Taiping» que tuvo lugar en China (entre 1850 y 1864) y que estuvo encabezada por Hong Xiuquan, quien afirmaba ser una reencarnación del hermano menor de Jesucristo. ¿Qué tienen en común todos los Mesías? ¿Conoces a alguno que no haya dejado – a través de sí mismo o de sus seguidores- guerras, genocidios, ríos de sangre, por un lado, y en el aspecto doctrinal, verdades indiscutibles y credos sagrados que han servido de armazón a todo tipo de dictaduras?
R. Fue, en efecto, uno de los más impresionantes movimientos revolucionarios llevados a cabo bajo el impulso de La Sociedad del Cielo y la Tierra, cuyo jefe era Hong Xinquan (1813-1864), un hombre de procedencia modesta, que se autoproclamaría hermano menor de Jesucristo. Había conocido el cristianismo a través de las misiones protestantes de China. Iluminado y mesiánico, se sentía llamado a traer el reino de Dios a su patria. A tal fin fundó la Asociación de Adoradores de Dios, que al poco tiempo contaba con 30.000 secuaces y que fue capaz de armar un gran ejército con el que mantuvo en jaque al imperio de los manchúes, abriendo un periodo de guerra civil cuya mortandad ha sido estimada como la más alta antes de la Segunda Guerra Mundial (los cálculos más prudentes hablan de veinte millones de muertos). Durante los catorce años que estuvo al mando de lo que se llamó el Reino Celestial de la Gran Paz creó una peculiar teocracia en la que lo cristiano estaba fusionado con tradiciones autóctonas, pero en la que brillaba con luz propia el igualitarismo extremo (comunidad de bienes), la mejora de los usos sociales (por ejemplo, respecto a las mujeres) y la introducción de un marcado puritanismo en las costumbres (prohibiciones del alcohol, el tabaco y el opio). En 1864, el líder de los Taiping, ante la inminencia de su derrota, murió voluntariamente ingiriendo veneno.
La escala de los fenómenos históricos en China alcanza dimensiones descomunales. Siempre me atrajo la historia de un gran territorio que tenía todas las papeletas científicas y técnicas para ganar la batalla de la modernidad, si bien finalmente los occidentales impusieron su hegemonía. Hoy ésta cada vez se ve más en entredicho gracias al nuevo despertar del dragón dormido. A pesar de las muchísimas diferencias con Occidente, llamo la atención sobre los paralelismos con los milenarismos europeos (por ejemplo, con los Taiping) e incluso con el particular éxito de la revolución marxista en versión maoísta. Hoy es un ejemplo sin parangón de la fusión entre burocracia socialista y capitalismo:
«Representa el más colosal de los capitalismos de Estado que vieran los tiempos»
Te he conocido en diferentes etapas de tu vida. Citas al pensador inglés John Gray cuando afirma que «el ateísmo contemporáneo es una continuación del monoteísmo por otros medios» ¿Qué te sugiere «esa hipótesis»? En tu juventud te mostrabas «radicalmente ateo», pero parece que ahora analizas con la mente más reposada «la gran utilidad de las religiones» -en línea con algunos autores que nombras- como pegamento, instrumento de cohesión social. ¿Puedes ser más explícito?
R . Mi ateísmo de juventud no era más radical, yo diría que era más superficial, al no entender bien el significado histórico del fenómeno religioso, quizá espoleado por esa reacción tan común de quien reniega de una fe que meció sus ilusiones infantiles y de primera adolescencia. Como dices, el libro de John Gray «Siete formas de ateísmo», muestra, además de un fondo que no comparto en absoluto, una interesante aproximación a diversas maneras de concebirse ateo hoy día.
«Tengo por cierto que las religiones tienen una funcionalidad social y que a menudo han servido y sirven de «pegamento social» para la reproducción del orden establecido».
Esto para mí es una evidencia. Ahora bien, como creo haber expuesto en mi libro, también históricamente las creencias religiosas han sido fuente de convulsiones sociales bajo la forma de herejías milenaristas que buscaban hacer realidad las promesas apocalípticas a través de grandes insurrecciones como la de los campesinos alemanes del siglo XVI encabezados por Thomas Müntzer, al que Ernst Bloch califica de «teólogo de la revolución».
«El mismo Marx en 1844, en plena etapa hegeliana, veía la religión no solo como opio adormecedor del pueblo sino también como grito de protesta».
De este hilo tiró Bloch en su filosofía hasta alimentar una nueva utopía revolucionaria atenta al mensaje apocalíptico de la Biblia hermanado con el marxismo. La «utopía concreta» para Bloch sería la revolución soviética. Él mismo sufrió directamente las carencias de esa utopía encarnada en la Unión Soviética y también las insuficiencias de su propio pensamiento. En fin, en mi libro estudio este tipo de cuestiones, pero no he podido resistirme a pasar la religión por el cedazo de la mirada sociológica, que incide en la relación entre capitalismo y religión.
En efecto, señalas que tanto Max Weber como Émile Durkheim consideraban necesario «el matrimonio» entre capitalismo y religión ¿En qué consiste esa necesidad? ¿Ves factible, tal y como están hoy las cosas, otras alianzas con posibilidades de éxito?
R . La tríada capitolina de la sociología, la nueva ciencia aparecida en el siglo XIX, estaba formada, por orden de comparecencia generacional, por Saint Simon, Comte y Durkheim. Los tres fueron partidarios de una especie de religión civil alternativa al cristianismo (algo así se había experimentado durante el culto a la Diosa Razón en la Revolución francesa), pues, como señaló el primero de ellos remedando el principio de la conservación de la materia de Lavoisier:
«La religión no puede desaparecer del mundo, solo se transforma».
El muy reaccionario Comte, inventor de la palabra «sociología», incluso imaginó una «religión positiva» de la que él sería el sumo pontífice.
«Por su parte, Durkheim creyó firmemente en que la religión era un fenómeno histórico de profundas y ancestrales raíces y que su éxito estribaba en que poseía unas funciones sociales de armonización del todo social evitando la anomia, la disgregación de valores».
Según él, la religión cristiana ya no servía para hacer de cemento que fraguara la necesaria solidaridad entre los individuos, por eso abogaba por una «religión civil», que fuera funcional con un régimen republicano de libertades amplias, el de la III República francesa (1870-1940).
Muy otro es el caso del alemán Max Weber, el otro gigante de la sociología en sus primeros pasos como ciencia. Él no quería una nueva religión civil que tuviera al ser humano como centro. Se contentaba con aplicar los añejos valores morales del ascetismo protestante para la mejora social.
«Ni Durkheim ni Weber creían en los dogmas infantiles del cristianismo».
Weber decía «no tengo oídos para los asuntos religiosos, y no tengo la necesidad ni la capacidad de erigir en mi alma edificios de carácter religioso…».
«Ahora bien, él escribió un estudio legendario (que saldría en 1920 como libro (La ética protestante y el espíritu del capitalismo), en el que dibujaba las relaciones de correspondencia y causalidad entre la religión protestante (en versión calvinista y puritana) y los orígenes del capitalismo.»
Weber, el «Marx de la burguesía», como ocurriera con Freud, era un no creyente que, sin embargo, veía los valores religiosos como fuente de conservación del orden social. No era este el caso de Walter Benjamin que buscó superar los planteamientos de la intelectualidad burguesa y que a tal fin, como trato ampliamente en el capítulo cuarto de mi libro, estableció una originalísima asociación alegórica entre la cabalística judía y el materialismo histórico. Algunos han calificado a su marxismo y al de Bloch de «marxismo esotérico». Sin duda, sí cabe hablar de un marxismo muy heterodoxo.
Cuando abordas el tema del orden social y la reproducción de las instituciones del mundo capitalista dices -parafraseando a Marx a través de su Manifiesto Comunista- «que todo lo sólido se desvanecía en el aire» por el imparable Tsunami del desarrollo industrial (…) Esa creciente bola de nieve desembocó en lo que denominas «totalcapitalismo» ¿Hasta qué punto ese monstruo no se ha convertido en una máquina de devorar valores dejando al hombre desnudo frente a «dos terribles opciones» que «nos arrojan al infierno o nos llevan al paraíso» y que la gente – y especialmente los economistas- conoce como «el éxito y el fracaso»? ¿Ves alguna salida a esa encerrona?
R. Tu pregunta alude a un abanico muy amplio y complejo de temas. Marx decía que «todo lo sólido se desvanecía en el aire» para aludir a que en su tiempo se estaban viviendo cambios que todo lo alteraban porque el capitalismo se llevaba por delante hasta lo más sagrado de la sociedad del Antiguo Régimen. ¡Qué no podríamos decir hoy de este tema! Vivimos en un mundo de aceleración perpetua, de velocidad digital sin tregua, en un presente continuo, dentro del triunfo de lo efímero, del consumo incesante, etc., etc. A eso algunos lo han llamado postmodernidad. Yo prefiero llamarlo «totalcapitalismo» que no es más que una fase «hipermoderna» de ese diagnóstico que se vislumbraba en el Manifiesto Comunista. Eso que tú llama tsunami se funda en dos premisas: la idea de progreso basada en la tecnología y la concepción economicista de la naturaleza humana reducida a la caricatura del «homo oeconomicus». La idea de progreso, en realidad, es una secularización del viejo providencialismo cristiano según el cual la humanidad tenía un destino sobrenatural. Un monje medieval Joaquín de Fiore inventó las tres edades de «progresivos perfeccionamientos» de la humanidad (la de Padre, la De Hijo y la del Espíritu Santo). El movimiento socialista revolucionario también acuñó su propia idea de progreso al creer que su causa iba en la dirección adecuada, a favor y en la cresta de la ola de la evolución de la historia universal.
No veo un remedio mágico al mundo en el que estamos encerrados. Solo convengo en sostener que cuantas menos falacias estemos dispuestos a admitir, menor será nuestra decepción, nuestra melancolía por lo que pudo haber sido y no fue.
En el capítulo IV de tu ensayo «Capitalismo y religión» hablas de la persistente división entre socialistas y comunistas, lo que tuvo mucho que ver con la consolidación de Hitler en el poder en 1933 ¿Qué consecuencias podemos sacar en España de los enfrentamientos entre las izquierdas?
R. Tu pregunta incide en una creencia muy extendida según la cual «ser de izquierdas» es una vacuna contra la sinrazón. Toda la historia del movimiento obrero, del socialismo, del comunismo, etc., ha consistido en las sucesivas escisiones (eso también ocurrió con los cismas religiosos) y en no pocas guerras fratricidas. Lo ocurrido con el ascenso de Hitler en la Alemania de 1933 fue paradigmático, la historia de un suicidio anunciado sobre el que todavía socialdemócratas y comunistas siguen echándose las culpas a la cara.
«El caso español actual (también habría más de un motivo para pararnos a comentar los conflictos cainitas ocurridos durante la guerra civil entre formaciones políticas de izquierda) es una manifestación esperpéntica de ese desencuentro histórico y estructural. Ciertamente, se puede hablar de un esperpento representado por dos actores (Pedro Sánchez y Pablo Iglesias como principales responsables) rodeados de mediocres actores de reparto, que, todos juntos y en unión, han representado la farsa de encuentros y desencuentros «ad maiorem Dei gloriam.» Entre el verano y las navidades de este año, la política como espectáculo (toda la vida social lo es cada vez más) ha alcanzado las mayores cotas de estulticia y mendacidad. También el nivel de indignación está muy alto entre quienes apreciamos en el movimiento del 15 M y el nacimiento de Podemos una esperanza dentro del pedregoso desierto de la democracia liberal parlamentaria española».
Comentas que se puede deducir, tras analizar la obra de Walter Benjamín («rara avis» en la escuela de Frankfurt) que es necesario que el marxismo se apoye en la teología para que acabe ganando la partida el materialismo histórico. ¿Significa eso que Max Weber tenía razón cuando decía: «los dioses se levantan de nuevo de sus tumbas?
R . Con esa frase Weber se refería a la resurrección de lo religioso en su tiempo a pesar de la larga e implacable crítica a la que fue sometida la religión por la razón moderna. Para él ello se debía a que en parte la modernidad había acabado encerrándonos en una «iron cage» (jaula de acero) y el frío polar del mundo industrial capitalista empezaba a causar estragos y a helar nuestros huesos.
Desde luego, Walter Benjamin, al que dedico una buena parte del capítulo cuatro, es un autor inclasificable cuya obra desde hace años me ha seducido por muy diversas razones. Aunque tuvo por amigo a Adorno y estando en apuros gozó de cierto apoyo económico de la Escuela de Frankfurt, la verdad es que él solo tenía afinidades con algunos aspectos de la Teoría Crítica. Su desastrosa vida profesional (rechazado por el mundo universitario) y su destino trágico (se suicidó en Portbou en 1940 cuando huía de los nazis) le convirtieron en una imagen viva del fracaso, pero también en paradigma de una nueva y poderosísima energía para dar más argumentos a la teoría crítica de la sociedad. Todo ello a pesar de verse rodeado de situaciones vitales al borde de lo humanamente tolerable.
La originalidad de Benjamin abarca territorios muy feraces y extensos. En el caso de la religión, como ya he contado en otra parte de estas entrevistas, escribió en 1921 un llamativo opúsculo titulado «Capitalismo como religión,» un texto lleno de iluminaciones geniales, de intuiciones a veces profundas, a veces no tanto. Su réplica a Weber se condensa en esta frase: El cristianismo del tiempo de la Reforma no propició el ascenso del capitalismo, sino que se transforma en capitalismo.
«Esa idea de que el capitalismo es una religión sin dogmas, un puro culto al Dios del dinero, no puede caer en saco roto, aunque, naturalmente, capitalismo y religión son entidades de diversa naturaleza. Sí cabe decir, no obstante, que una buena parte de las religiones universales han sido en parte abducidas por los valores capitalistas. A mi modo de ver, lo que ha ocurrido recientemente en Brasil es un ejemplo muy expresivo: de tierra prometida de la progresista teología de la liberación se pasa hoy, con Jair Bolsonaro, a fértil pasto de un estridente y reaccionario evangelismo favorable al capitalismo. Y este asunto no es una excepción. En Estados Unidos Trump tiene como asesora de confianza y coach personal, a una vociferante telepredicadora evangelista. Si nada lo remedia, que Dios nos coja confesados…»
Notas
1- La presentación del libro en España tuvo lugar esta semana en La Librería Santos Ochoa de Salamanca (Gran Vía, 12). De momento, la obra se puede adquirir en la mencionada librería, a través de Ediciones Visión Libros, sello con el que Raimundo Cuesta ha publicado su último ensayo, y en Amazon.
2- Raimundo Cuesta, doctor en historia con premio extraordinario, es co-fundador de las plataformas de pensamiento crítico Cronos y Fedicaria, que han tenido una marcada influencia en las últimas tres décadas en España y América Latina, en el campo de la educación y la Ciencias Sociales: Para saber más de nuestro autor pinchar en este enlace: Nebraskaria.
3- Para acceder a una vista previa del libro clicar en: Verdades Sospechosas
Blog del autor: Nilo Homérico.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.