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Cómo sobrevivir en el Pentágono con dos mil millones de dólares diarios

El Estado de la guerra es parte de nosotros

Fuentes: Counterpunch

Traducido por Yasnay Houelly Pérez y revisado por Danilo Suárez, del Equipo de Traductores de Cubadebate y Rebelión

Actualmente el gasto militar de los Estados Unidos está cerca de los dos mil millones de dólares diarios. En otoño de este año, el país arribará a su séptimo año de guerra continua, sin perspectivas de un final cercano. Ya se prevé la amenaza muy real de un ataque aéreo masivo a Irán. Y pocos congresistas parecen estar dispuestos o ser capaces de expresar claramente su rechazo al estado de la guerra.

Pese a que el gobierno de Bush y Cheney es el más peligroso de nuestros tiempos -ya que se hace imprescindible desalojar a los republicanos de la Casa Blanca-, tales verdades tienden a allanar el camino hacia las actitudes cada vez más evasivas. Escuchamos que «el pueblo debe recuperar el gobierno», pero ¿cómo puede «el pueblo» recuperar lo que en realidad nunca tuvo? Y, cuando en la retórica se habla de «retomar una política exterior basada en los derechos humanos y la democracia», esto nos insta a sentir nostalgia por los buenos viejos tiempos que nunca existieron.

El estado de la guerra no llegó repentinamente en 2001 y no desaparecerá cuando termine el mandato del lunático que hoy ocupa la oficina oval.

Yo, que nací 50 años antes que George W. Bush asumiera la presidencia, he vivido siempre bajo un estado de la guerra. Cada uno de los que han pasado por la Oficina Oval ha presidido un arsenal de armas diseñadas para destruir la vida humana de forma masiva. En los últimos decenios, los que se definen a sí mismos como protectores han sido capaces y han estado dispuestos a destruir a toda la humanidad.

Nos hemos acostumbrado a esta locura. Y realmente me refiero a «nosotros», incluso a aquellos que en alta voz expresamos que el efecto de nuestra sabiduría pacífica es limitado puesto que no logramos mucho más de lo que decimos. Podemos vivir con una idea exagerada sobre nuestra propia resistencia a un sistema destinado a incinerar e irradiar el planeta.

Quizás sea demasiado incomodo reconocer que hemos vivido bajo un estado de la guerra durante tanto tiempo. Quizás sea aún más incomodo reconocer que el estado de la guerra no existe sólo «allá fuera». También lo llevamos internamente, al menos en la medida que dejamos pasar innumerables oportunidades de oponernos a él.

Al igual que millones de otros jóvenes estadounidenses, tomé conciencia a medida que se intensificaba la guerra en Viet Nam. Las consignas como «hagamos el amor, no la guerra» y, un poco más tarde, «lo personal es político» realmente nos transmitían un mensaje. No obstante, generalmente con los años aprendimos o volvimos a aprender a compartimentar: como si las historias personales y nacionales no estuvieran inextricablemente unidas a nuestro pasado, presente y futuro.

Un día de 1969 un biólogo llamado George Wald, ganador de un Premio Nobel, visitó el Instituto de Tecnología de Massachussets, el mayor contratista militar en el mundo académico, y pronunció un discurso. «Nuestro gobierno comienza a preocuparse por la muerte, por el negocio de matar y morir asesinado», dijo.

Esa preocupación ha variado, pero esencialmente se ha mantenido. Mientras hablaba de una guerra distante y de un arsenal nuclear que con certeza se mantendría después del fin de la guerra, Wald señaló: «Constantemente se nos presiona para que aceptemos cosas que se nos muestran como dadas, como decisiones que se han tomado».

Hoy, de manera similar, nuestro gobierno está preocupado y se nos presiona. El espeluznante comercio de la matanza, ya sea mediante la carnicería en Iraq y Afganistán o mediante la destrucción mortal de las redes de seguridad social de nuestro país, se nutre de la guerra agresiva y de la perversa realpolitik («política de la realidad» en alemán) de la «seguridad nacional» que esgrime los armamentos del Pentágono contra el mundo. Al menos tácitamente, aceptamos muchas cosas que amenazan destruir cualquier cosa y todo.

Entretanto, por razones tanto «personales» como «políticas» -o, para ser más exactos, por motivos situados en un punto medio entre unas y otras- mi propia vida se deshizo y comenzó a reorganizarse durante el mismo periodo de 1969 en que George Wald pronunció su discurso, al que denominó «A Generation in Search of a Future» (una generación en busca de un futuro).

Comúnmente divorciamos las historias políticas de las personales- en la manera en que se nos enseña, en cómo hablamos e incluso cómo pensamos. No obstante, me he vuelto bastante escéptico acerca de las categorías. Ellas pueden no ser mucho más que ilusiones que hemos abrazado al asumir convicciones.

En verdad vivimos en esferas concéntricas y «la política» invade tanto los hogares como lo que Martin Luther King (hijo) llamara «The World House» (la casa mundial). Bajo este título, en 1967 escribió: «Cuando el poderío científico supera al moral, terminamos con misiles teledirigidos y hombres mal encaminados. Cuando menospreciamos tontamente lo interior de nuestra vida y sobrevaloramos lo exterior, firmamos la orden de nuestra propia destrucción. Nuestra esperanza de una vida creadora en esta casa mundial que hemos heredado estriba en nuestra capacidad de retomar los fines morales de nuestras vidas bajo la forma del carácter personal y la justicia social. Sin este renacer moral y espiritual nos autodestruiremos con el uso indebido de nuestros propios instrumentos».

Mientras trataba de entender la esencia de lo que tantos estadounidenses han visto durante el último medio siglo, trabajé en un libro titulado «Made Love, Got War», donde se analizan los últimos 50 años del estado de la guerra y ,al mismo tiempo, mi propia vida. No he aprendido todo lo que hubiera querido, pero surgieron algunas pautas, que han sido persistentes y dominantes desde mediados del siglo XX.

El estado de la guerra no viene y va. No se le puede derrotar el día de las elecciones. Nos guste o no, constituye el núcleo de los Estados Unidos y ha invadido nuestro propio ser.

Lo que hemos tolerado se ha convertido en parte de nosotros. Lo que aceptamos, aunque sea a regañadientes, nos va calando. A la larga, la pasividad puede ratificar fácilmente incluso aquello que podamos condenar. Y mientras, según dijera Thomas Merton: «Son los cuerdos, los bien adaptados, los que pueden sin reparo ni miramientos enfilar los misiles y presionar los botones, quienes iniciarán el gran festival de destrucción que ellos, los cuerdos, han preparado».

El triunfo del estado de la guerra nos degrada y suprime a todos. Incluso antes de que las armas cumplan su misión.

Norman Solomon es autor de War Made Easy: How Presidents and Pundits Keep Spinning Us to Death. (La facilitación de la guerra: Cómo los presidentes y los expertos continúan lanzándonos a la muerte).

Fuente: http://www.counterpunch.org/solomon08222007.html