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El gargolismo de los EEUU: una estructura y una pandilla

Fuentes: La Jiribilla

No hablaré de terrorismo. El abuso del término, y la lucha misma contra este abuso, han acabado por empobrecer de tal manera su significado que nos hemos vuelto incapaces, al mismo tiempo, de reconocer a sus responsables y de compadecer a sus víctimas. Más allá de un escándalo selectivo y partidista, muy coyuntural y hasta […]

No hablaré de terrorismo. El abuso del término, y la lucha misma contra este abuso, han acabado por empobrecer de tal manera su significado que nos hemos vuelto incapaces, al mismo tiempo, de reconocer a sus responsables y de compadecer a sus víctimas. Más allá de un escándalo selectivo y partidista, muy coyuntural y hasta digestivo, el terrorismo se ha convertido en un «recurso natural» que abona con muertos una estabilidad de miseria y una normalidad de terror.

Hablaré, en cambio, del fenómeno del «gargolismo», al que los más lúcidos analistas atribuyen una amenaza mayor y que, en cualquier caso, se asemeja en todo al terrorismo, punto por punto y bomba por bomba, salvo en un dato fundamental: el nombre. Probemos a nombrarlo de otra manera, incluso de una manera bonita, y quizás nos parezca peor. Probemos a llamarlo de otro modo, con sonidos exóticos o cimarrones, y veremos tal vez disminuir el número de sus practicantes y aumentar, en cambio, el número de sus damnificados. Bauticémoslo de nuevo, démosle una palabra sin domesticar, y aprenderemos a hacer diferencias. Alteremos sólo una letra («cerrorismo» o «merrorismo») y su solo sonido nos pondrá en movimiento.

Que el gargolismo, sin ser patrimonio exclusivo de los EEUU, constituya sobre todo un fenómeno estadounidense tiene una explicación muy sencilla. EEUU cree en los milagros. Cree posible hacer realidad esa paradoja mortal que conocemos con el nombre de «sueño americano»: quiere -es decir- ser más rica, más poderosa, más temida, tener más agua, más carne, más petróleo, más armas, más supermercados, más coches, más televisores y quiere -al mismo tiempo- ser más buena, más querida, más admirada, tener más valores, más virtud, más moralidad que los demás. Bien porque está convencida de que la superioridad moral se obtiene por los mismos medios, y por acumulación, que los televisores y el petróleo; bien porque, en una asociación típicamente protestante, considera que los televisores y el petróleo, con independencia de los medios por los que se obtienen, son signo infalible de superioridad moral, lo cierto es que EEUU quiere ser, cree ser, simultáneamente un Imperio y una Catequesis. En ese sueño terrible, con sufrimiento desigual, estamos atrapados todos.

La mitad del «sueño americano» hace declaraciones; la otra mitad emprende acciones; y sólo en sueños las declaraciones y las acciones se enguantan dulcemente las entrañas. Tiene razón Chomsky cuando afirma que cualquier persona decente podría suscribir la definición de gargolismo de los documentos oficiales de EEUU: «El uso calculado de la violencia o de la amenaza de la violencia para alcanzar objetivos de naturaleza política, ideológica o religiosa». Pero definir es de-finir; es decir, imponer e imponerse límites, trazar las fronteras fuera de las cuales el conocimiento y el derecho son imposibles o fraudulentos. Una definición es una restricción y eso es precisamente lo que no puede permitirse EEUU. Para ir siempre más lejos, como exige su naturaleza imperialista, para tener más petróleo, más coches, más riqueza, más armas, más poder, el gobierno estadounidense no puede aceptar ninguna clase de límites. El gargolismo, pues, está inscrito, como una maldición, en el corazón mismo de su sueño. EEUU puede definir, pero no puede dejarse ceñir por sus definiciones; podrá predicar los buenos sentimientos, pero jamás dejarse llevar por ellos sin renunciar a su heroico sueño de vertiginosa rapiña universal. Bajo todas sus formas, el gargolismo es la llave inglesa -la navaja suiza- que ajusta ininterrumpidamente, con puntadas de hierro y sangre, las tuercas de esta graciosa y rosada fantasía de niños buenos, simples y blancos acostados en el aire con una bandera estrellada y un dólar de peluche entre los brazos. Gargolismo del hambre permanente y de la guerra sin tregua, pero gargolismo también del tiro en la nuca, la bomba garrapata y el secuestro definitivo en el fondo del mar. Mientras la mitad del sueño hace declaraciones, la otra mitad, más allá de la violencia estructural y el rutinario cálculo devastador de sus multinacionales, tiene que descender también, según contexto y resistencia, al gargolismo tradicional y desplegar por todo el mundo un ejército de criminales, políticos y psicópatas (las tres categorías que, según el manual de la Escuela de las Américas, nutren las filas del gargolismo), destornilladores de guardia que aseguran sobre el terreno la rotación sin obstáculos de la soñadora máquina del terror estadounidense. El capitalismo es al mismo tiempo una estructura y una pandilla, un régimen de producción y una banda de forajidos; necesita una determinada relación entre el capital y el trabajo pero también, como su condición misma de reproducción, una permanente reserva de hijos de puta; y no deja de resultar angustioso el pensamiento de todos estos miles de pistoleros, francotiradores, dinamiteros, torturadores y magnicidas moviéndose sin interrupción por nuestros aeropuertos, nuestras estaciones y nuestros cafés, elegantes y desenvueltos, con la foto familiar en la cartera, a punto de asesinar a un sindicalista, disparar sobre un sacerdote o hacer estallar un hotel. Pocas zonas del planeta han vivido más trágicamente que Latinoamérica esta relación orgánica, casi venérea, entre «hijos de puta» y «sueño americano». En las últimas décadas, el éxito de esa colaboración se mide (Guatemala, Nicaragua, Chile, Haití, El Salvador, Argentina, la propia Cuba) en algunos centenares de miles de muertos.

(De esta relación entre «sueño americano» e «hijos de puta», entre el capitalismo como «estructura» y el capitalismo como «pandilla», da buena prueba el arrepentido general Smedley Butler en una cita de 1938, muy esclarecedora para los que siguen creyendo que el malo es siempre el último gobierno estadounidense: «La banda de militares no desconoce ni uno solo de los trucos del crimen organizado. Cuenta con «exploradores», encargados de indicar quién es el enemigo; con «forzudos» que destruyen al enemigo; con «cerebros» que hacen los preparativos; y con un «gran jefe», el capitalismo supernacionalista. Quizás resulte extraño que alguien como yo, que soy militar, recurra a estas comparaciones. Lo hago en aras de la veracidad. Pasé treinta y tres años y cuatro meses en servicio activo, pertenecía a una de las fuerzas militares que se distinguen por su agilidad, el Cuerpo de Marines. Presté servicios con muy diversas graduaciones, desde la de subteniente hasta la de general de brigada. Y en este período, dediqué casi todo mi tiempo a hacer las veces de forzudo al servicio de las grandes empresas, de Wall Street y de los banqueros. En otras palabras, fui un estafador, un criminal a sueldo del capitalismo. En aquel entonces sospechaba que formaba parte de una red del crimen organizado. Hoy estoy seguro de ello. En 1903, contribuí a «preparar» Honduras para las empresas procesadoras de fruta de EEUU. En 1914, contribuí a garantizar los intereses petroleros de EEUU en México, particularmente en Tampico. Contribuí a convertir Haití y Cuba en lugares decentes donde los muchachos del Nacional City Bank pudieran recaudar buenas rentas. Colaboré en el saqueo de media docena de repúblicas centroamericanas en beneficio de Wall Street. El historial de estafas es largo. De 1909 a 1912 ayudé a limpiar Nicaragua por el bien de la banca internacional de los hermanos Brown. En 1916, allané el camino a las empresas azucareras de EEUU en la República Dominicana. En China, eliminé los obstáculos que podían entorpecer el funcionamiento de la Standard Oil. En aquellos tiempos estuve al frente de un negocio próspero, como dirían los hampones. Al recordarlo, me da la impresión de que podría haber dado unos cuantos consejos a Al Capone. El se limitó a dirigir una red del crimen organizado en tres distritos. Yo actué en tres continentes»).

La mitad del «sueño americano» define los horrores de la otra mitad mientras ambas mitades miran soñadoras a otra parte -y allí donde miran hay una explosión. Esta mirada va sacando y aniquilando los gargolistas que ella misma produce y los socavones de sus bombas indican el lugar donde había un obstáculo o una resistencia, a los que esta violencia que los destruye los acomoda además en la definición. Esta es la guerra contra el gargolismo de los EEUU: el pereat con el que asesina a los que le estorban y el fiat con el que convierte a los muertos en asesinos, y por eso el mal parece tan numeroso y tan interminable como sus crímenes. Pero la evidencia es la contraria. Si descontásemos las acciones gargolistas de las que es directamente responsable EEUU y las cometidas por sicarios a sus órdenes o bajo su tutela y las de grupos financiados, entrenados o tolerados por su gobierno y las de aquellos otros que fueron creados o instrumentalizados por sus servicios secretos y también las de otros Estados (como el israelí) que operan con su complicidad o su silencio, descubriríamos con perplejidad que el mundo es un lugar relativamente tranquilo, con sus tsunamis y su violencia doméstica, sus matanzitas locales y sus guerritas salvajes, pero con un gargolismo apenas residual y casi siempre reactivo.

La prueba de que se trata de una evidencia es lo poco que creemos en ella, al menos en Occidente. ¿Por qué? ¿Por qué -quiero decir- seguimos viendo, no menos o sólo un trozo, sino exactamente lo contrario de lo que ocurre? ¿Por qué tomamos fanáticamente partido contra la realidad? Una evidencia no se combate con desmentidos; sólo se contrarresta fabricando una evidencia invertida. La realidad no puede ser negada pero sí sustituida. Esto se hace, sobre todo, por tres procedimientos a los que corresponden tres formas de consentimiento individual.

El primero es la culpabilización y/o desontologización de los límites; es decir, de las resistencias. Digamos que no se trata de negar los crímenes de EEUU sino de convertirlos en hazañas. Digamos, al mismo tiempo, que no se trata de afirmar la existencia de Dios sino de negar la existencia de los que niegan su existencia. Para obtener este doble efecto en la opinión pública occidental basta con tener mucho poder, muchas armas, mucha riqueza, muchos medios en general, los cuales justifican por sí mismos todos los fines. Cuanto más brutal es una agresión más justificada está y más ensucia al agredido. La agresión misma, a condición de que se haga con misil y no con puñal, culpabiliza y desacredita a la víctima. El inicuo y destructivo bloqueo estadounidense contra Cuba, por ejemplo, es doblemente rentable para el imperialismo de EEUU: al mismo tiempo que mina realmente la economía cubana, convierte su denuncia en un acto de propaganda (y el bloqueo mismo, por tanto, en una añagaza cubana demostrativa de la maldad de su política). El bloqueo, que se justifica a sí mismo por su propia desproporción, confirma que Cuba es una «dictadura» y oculta sus devastadores efectos en la culpabilidad esencial del gobierno que lo nombra en voz alta y que justifica por eso todas las medidas tomadas contra él. Por ese mismo camino, los que se defienden de una agresión estadounidense transforman espontáneamente la agresión en una defensa siempre original y a los agredidos en criminales, de manera que -todos por igual- el Che, Hizbulá, los bolivarianos de Venezuela, José Bové, la resistencia iraquí y los pacifistas de ANSWER se convierten en siniestros gargolistas que justificarían la re-acción inicial de EEUU (e incluso Marcuse, según el manual de la Escuela de las Américas, o el propio Chomsky, vigilado por el FBI). En cuanto a los que no se defienden, las agresiones de los EEUU no existen porque sus víctimas son nada: la brutalidad de los bombardeos en Yugoslavia, en Panamá, en Afganistán o en Iraq no se suman a la cuenta del terror porque sus víctimas no reúnen existencia suficiente ni siquiera para ser malos.

El segundo procedimiento -el segundo consentimiento- tiene que ver con el hecho de que el poder tiene el poder de hacernos oír y el de impedirnos ver. Tiene el poder de hacer creíbles sus declaraciones e increíbles sus acciones. De los poderosos, en efecto, escuchamos lo que dicen, pero no vemos -o aceptamos- lo que hacen; de los débiles, las víctimas, los desposeídos, al contrario y por la misma razón, no escuchamos jamás sus declaraciones, porque no tienen voz, pero registramos sus acciones, porque siguen teniendo cuerpo. El poder, que no necesita justificación (como nos recordaba Hannah Arendt), es creíble; a la debilidad, que tiene que estar justificándose ininterrumpidamente, por eso mismo no la cree nadie. Todo esto sería imposible, claro, sin eso que muy justamente Pascual Serrano ha calificado de omertá para referirse al pacto de silencio de los medios de comunicación, medios en su sentido más material, más instrumental, auténticos soportes de poder macizo capaces de imponer -de infligir- la legitimidad de sus silencios y de sus noticias.

Pero el tercer procedimiento -el tercer consentimiento- integra quizás a los otros dos y es menos inocente, menos pasivo, un poco obsceno: tiene que ver, en efecto, con el interés individual en creer en la realidad sustituida. Hace apenas un mes, el historiador alemán Götz Aly ha suscitado una cierta polémica y ha obtenido un notable éxito con un libro muy académico, muy documentado, en el que desmiente la imagen rutinaria de un pueblo alemán dormido, ignorante de los crímenes monstruosos de los nazis, o cautivado ideológicamente por las proclamas racistas de sus líderes. En él se demuestra, al contrario, la complicidad de sus compatriotas, los cuales se habrían beneficiado económicamente de la mano de obra esclava, de las riquezas saqueadas en los países conquistados y hasta de pequeñas ventajas estéticas (como muebles de casas francesas u holandesas bombardeadas y repartidos entre soldados y civiles alemanes). La conclusión de Götz Aly es la de que la adhesión ciudadana a este sistema de «redistribución social», propia de un moderno Estado del bienestar, si no provocó, sí aceleró al menos la dinámica imperialista del régimen nazi y el propio Holacausto de los campos de concentración. Pues bien, yo me atrevería a decir que el silencio todavía mayoritario de las poblaciones europeas y estadounidense ante el gargolismo criminal de los EEUU se explica por razones muy parecidas; que su negativa a reconocer las evidencias, su fe en las declaraciones de los políticos y en las patrañas de los periódicos, su adhesión a la «guerra contra el gargolismo» y su tolerancia frente a los escuadrones de la muerte, la voladura de aviones, los bombardeos de civiles, el secuestro y tortura de ciudadanos en todo el mundo, los gulags totalitarios denunciados por AI, las ejecuciones extrajudiciales y las leyes de excepción se debe menos a la ignorancia o la manipulación que a las ventajas materiales que les reporta. Como bien recuerda a los europeos el ideológo bushista Robert Kagan, es la campaña anti-gargolista de los EEUU, y su violación de las reglas internacionales establecidas tras la segunda Guerra Mundial, la que permite a los ciudadanos de la UE seguir gozando de privilegios sociales y políticos de otra manera insostenibles. Esto lo perciben muy bien los periódicos colaboracionistas, pero también lo saben las mayorías electorales de Europa y EEUU. Habrá que recordarles que esos privilegios, además de inmorales, son cada vez más inseguros y que las ventajas de los alemanes bajo el nazismo fueron finalmente el suicidio de Alemania.

Hace unos días se ha celebrado en La Habana una cumbre internacional de urgencia contra el Gargolismo (y el siniestro Cerrorismo y el atroz Merrorismo). Los detractores de Cuba lo despreciarán sin duda como un acto de propaganda. Pero más allá de la solidaridad indispensable con esas víctimas a las que EEUU arranca la voz al mismo tiempo que la vida, más allá del memorial de infamias recogido y presentado para escarnio de la humanidad sumisa y como espuela de la humanidad consciente, la celebración misma de la reunión de La Habana pone de manifiesto que el terrible «sueño americano» de máxima destrucción y máxima moralidad está quebrando. Por las tres razones arriba expuestas los europeos seguimos soñando entre paréntesis, pero en Latinoamérica y en buena parte del mundo gargolizado por la globalización armada (en Iraq también y en Palestina y embrionalmente en todo el mundo árabe, donde las definiciones hacen reír y su permanente violación hace llorar) la gente ya no se deja catequizar. A partir de este despertar, dos peligros se anuncian en el horizonte. El primero es el de que la «democratización» hitleriana del planeta -hasta tal punto homenajea el vicio a la virtud jodiéndola a la fuerza- induzca el descrédito definitivo de la idea de «democracia». El segundo es el de que los pueblos así «democratizados» se tomen en serio, al contrario, la democracia y la repiensen y la re-apliquen, como sugería Luciano Canfora, fuera de la Europa en la que nació y que no ha sabido sino traicionarla. El primero es un peligro para todo el mundo. El segundo es un peligro para EEUU y para sus aliados. Y cuanto mayor sea la amenaza de este segundo peligro (el de una democracia de verdad) más tendrán los EEUU que combatirla, como en las dos décadas negras de Latinoamérica, con el gargolismo directo, sencillo y asesino de los hijos de puta.