Hubo hace diez años un intento de revolución que se ignoró, se silenció y que pereció ahogada en sus propias lágrimas y sangre mientras el mundo miraba hacia otro lado.
Una primavera que por no ser como las de Túnez, Libia, Egipto o Siria, por estar en el lado incorrecto de la nueva –ya no tanto– guerra fría de Oriente Próximo, estaba condenada desde el principio. Las protestas, que comenzaron para pedir una mejor calidad de vida para los bareiníes y un sistema político parlamentario para todos, pronto derivaron en reivindicaciones más profundas, con un mayor protagonismo de propuestas como dar más derechos a los chiíes; marginados por el sistema. Unas reivindicaciones, es importante matizar, que no explotaban el odio sectario, enarboladas desde unas protestas en las que participaban los suníes opositores de la monarquía junto a la comunidad chií. Una comunidad chií que pedía gozar de plenos derechos en un país en el que, si bien son la mayoría, gobierna una monarquía suní minoritaria tan brutal, que era –y es– la hermana pequeña de la tiranía saudí.
El 14 de febrero de 2011, mientras gran parte del mundo celebraba el día del amor, Baréin se encontraba muy lejos de algo que pudiese parecerse a una fantasía de bombones y rosas. En Baréin se estaba gestando una movilización popular que muy pronto se convertiría en masacre por parte de las autoridades. Una movilización olvidada por Occidente, y es que si bien las revueltas en otros países como Egipto y Siria eran útiles para los intereses atlantistas (por su naturaleza y contra los gobiernos que se movilizaban), el rey Hamad bin Isa Al Jalifa es lo que Franklin D. Roosevelt, de seguir vivo, llamaría «nuestro hijo de puta». Y para más INRI, aunque era un escenario tan improbable que solo plantearlo es absurdo, la monarquía bareiní justificaba su violencia hablando constantemente de la injerencia iraní como si se tratase del lobo llegando.
Y antes de continuar, es necesario explicar por qué la teoría de la injerencia iraní es absurda. Necesario porque gracias a esa mentira, muchos encontraron el argumento moral necesario para llenarse la boca con democracia y otras tantas palabras vacías en todo Oriente, mientras olvidaban al centenar de bareiníes asesinados, a los miles de heridos y los cientos de exiliados en apenas un mes. Al contrario de lo que se pudo observar en el escenario sirio, con medio mundo armando y financiando a sus grupos insurgentes más afines, en Baréin ni los chiíes son títeres de Irán (tampoco lo quieren), ni Irán tuvo jamás oportunidad de introducir asesores y armamento a un país que de facto es una fortaleza rodeada por mar. Una fortaleza conectada a Arabia Saudí en la que viviendo millón y medio de personas, hay cerca de 10.000 soldados (y familiares) de EEUU vigilando toda su costa.
Y siendo los olvidados, Baréin no empezó telediarios ni llenó periódicos. Medios (pseudo)comprometidos con los derechos humanos como el New York Times, lejos del vocabulario agresivo que utilizaban contra otros gobiernos, escribían, si acaso, que había habido alguna protesta o que Baréin era una batalla proxy entre Irán y Arabia Saudí; aunque como con las armas de destrucción masiva, para esto último jamás hubiese pruebas ni hechos que corroborasen tales afirmaciones. Únicamente la propaganda de la monarquía y alguna pincelada para sonar imparciales. El viejo truco. Y estos eran los mejores casos, porque otros medios como CNN directamente censuraron la información que perjudicaba a la monarquía títere de los saudíes.
La intervención saudí (porque sí, el reino intervino para acallar las protestas) no fue para frenar una injerencia iraní (porque en Riad no son tontos, y no siempre se creen las notas de prensa que pasan bajo la mesa), sino para evitar la presencia de una monarquía parlamentaria en su frontera, el derrocamiento de un gobierno dependiente y la llegada al poder de los chiíes; algo que lejos del sectarismo con el que muchos explican todo, sería útil para reforzar a los chiíes de Qatif hoy maltratados y sin apenas derechos. Y al igual que Arabia Saudí, EEUU se posicionó abiertamente contra los manifestantes, porque mientras destruía países en nombre de la democracia, en Baréin debía proteger a «sus hijos de puta».
Una década después, hablar de Baréin suena a algo lejano. En uno de los primeros países de la [mal llamada] Primavera árabe, en el país con más manifestantes per capita en aquel momento, ya no hay disidencia. Ya no existe oposición, porque está encarcelada o en el extranjero. Sus vidas no valen nada, porque nunca nadie quiso escuchar su voz. Que no vengan con el cuento de la democracia los mismos que voluntaria y conscientemente silenciaron lo que sucedía en Baréin. Diez años después, el levantamiento solo es el recuerdo de una revolución ignorada, silenciada, suprimida.