Se salvó de la pena de muerte gracias a su edad. Salió, milagrosamente, de las peores cárceles del régimen sirio. El escritor Mohammed Berro vio morir, con sus propios ojos, a cientos de presos políticos. Finalmente consiguió narrar aquello que creía indecible.
Advertencia: este artículo contiene detalles sobre la tortura y las ejecuciones, su lectura puede revelarse especialmente difícil e impactante.
Traducción de Correspondencia de Prensa
Mohammed Berro llegó a la cárcel de Tadmor, cerca de Palmira, apenas un mes después de la masacre de casi mil presos políticos, perpetrada el 26 de junio de 1980 por iniciativa de Rifaat al-Assad, el hermano menor del jefe del Estado sirio. Él y los otros detenidos tuvieron que lavar las paredes cubiertas de carne humana y de pelo durante un largo tiempo: los asesinos, todos miembros de las «Saraya al-Difaa al-Thaoura» («Brigadas de Defensa de la Revolución»), habían lanzado granadas a través de pequeñas aberturas situadas en el techo de las enormes celdas.
«No pude empezar a limpiar de inmediato porque estaba demasiado maltrecho por la tortura. Como me habían arrancado las uñas de los pies en la prisión anterior, ya no podía caminar», dice con voz uniforme, sin ningún resto de ira o de amargura, como si hubiera logrado cierta neutralidad, en ocasión de un viaje a París.
Según las cifras de Human Rights Watch, la matanza, que duró casi todo el día, dejó entre 600 y 1.000 muertos y anunció la actual guerra civil en Siria.
En aquella época, Rifaat al-Assad era el hombre más poderoso del país, junto a su hermano Hafez. En particular, es el jefe de «todas» las prisiones sirias. Mohammed Berro es formal, al igual que las organizaciones de derechos humanos: «En Tadmor, a Rifaat lo apodaron por primera vez «Al-Qa’id» («el Jefe»). Luego, simplemente ‘Al-Rabb’ (‘dios’)».
Las Brigadas de Defensa, también conocidas como las «Panteras Rosas» por su uniforme color púrpura, eran su ejército privado. Sólo le obedecían a él. Hasta su caída en 1984, después de una lucha fratricida que casi degeneró en una guerra abierta y que perdió. Luego se vio obligado a exiliarse en Francia, tras un acuerdo con su hermano Hafez, el que le dio una considerable fortuna para que se fuera. Esta fortuna, junto con otras fuentes de ingresos, le permitió adquirir a lo largo de los años un enorme imperio inmobiliario, que extendió luego a España y al Reino Unido.
Rifaat al-Assad fue el propietario de este patrimonio, estimado en Francia en 90 millones de euros, hasta su condena, el 17 de junio de 2020, en París, a cuatro años de prisión en el marco del asunto «bienes mal habidos», en particular por blanqueo de dinero en banda organizada. Esta condena, junto con el decomiso de sus bienes, fue confirmada por el Tribunal de Apelaciones el 9 de septiembre de 2021.
Pero Rifaat al-Assad no tuvo que ir a la cárcel, y quedó fuera de una investigado de la justicia suiza por «crímenes de guerra». Poco después de su condena, se conoció su llegada a Damasco. Según el abogado sirio Anouar al-Bouni, refugiado en Alemania, «Rifaat partió en un avión privado desde Marbella (España), a través de Bielorrusia, pilotado por un cantante libanés cercano al Hezbolá.
Con esta salida, debida por lo menos a la negligencia de la policía francesa, o incluso a un acuerdo entre servicios, se convirtió en uno de los peores criminales de guerra que escapa a la justicia.
En 1980, Mohammed Berro, escritor, periodista y director del Centro Sada de Investigación y Opinión Pública de Estambul, que tiene ahora 58 años, fue detenido en Alepo, junto con siete de sus amigos. Todos fueron acusados de distribuir una publicación de los Hermanos Musulmanes. Aunque él mismo dice que en esa época era «musulmán conservador», no era miembro de la Hermandad. La Ley N.º 49 de julio de 1980, aún en vigor, estipula que toda persona afiliada a esta organización «será considerada criminal de guerra y castigada con la pena de muerte». «El juez me condenó a muerte en pocos segundos. Ni siquiera tuve tiempo de abrir la boca», recuerda. Afortunadamente, sólo tenía 17 años y la pena de muerte no se aplica a los menores. Sus siete amigos no tuvieron la misma suerte y fueron ahorcados.
Así comenzó un largo viaje hasta el final del horror, que recién pudo relatar varios años después, por ser tan inenarrable. Tadmor, en Palmira se considera, en efecto, la más espantosa de las prisiones sirias. El poeta Faraj Bereqdar, que estuvo detenido allí, la llama «el reino de la muerte y la locura».
En efecto, en esta prisión situada a las puertas del desierto, Mohammed Berro veía cada día la muerte y la locura en acción desde la celda que compartía con decenas de otros presos: estaba situada frente a la sala de ejecuciones. Los presos consiguieron hacer agujeros en la puerta y no podían evitar ver los ahorcamientos en directo que, en esa época, tenían lugar dos veces por semana, primero los sábados y los miércoles, y luego una sola vez.
Una característica aterradora de Tadmor es que las horcas, eran 12, no eran verticales sino horizontales. «En los días de ejecución, los torturados, llamados uno por uno de sus celdas, eran agrupados en un rincón. Luego tenían que tirarse al suelo y pasar el cuello por una cuerda. Un juez comprobaba la identidad de cada persona. Luego, gracias a un mecanismo, la cuerda se tensaba mientras cuatro guardias sostenían el cuerpo del condenado en el suelo. Luego pasaban al siguiente. Este método les permitía ejecutar un gran número de condenados en un tiempo mínimo: un centenar en menos de media hora. Esos cuerpos, que, en cada ejecución, se levantaban, luego caían de nuevo, se levantaban y volvían a caer, eran para mí como las teclas de un piano», dice.
Durante los ocho años que pasó en Tadmor-Palmyra, antes de ser trasladado a la prisión mucho menos monstruosa de Sednanya, cerca de Damasco, Mohammed Berro vio con sus propios cómo se llevaban a cabo 70 sesiones de ejecución. Setenta sesiones.
Al mismo tiempo, su memoria registra los nombres de los jueces y oficiales más crueles. Como la de Soleiman Attib, un juez que, en 1982, le pidió a un padre que eligiera cuál de sus dos hijos sería ahorcado, prometiendo la vida al que no designara. Tras muchas dudas, el padre acabó cediendo al chantaje. Pero la promesa no se cumplió y su segundo hijo fue ejecutado después del primero. El padre murió unos días después.
En Tadmor, muchas personas también morían bajo la tortura. Las sesiones tenían lugar tres veces al día, como si se tratara de las comidas, sin contar los golpes que les daban los guardias mientras pasaban lista. Dos veces por semana tocaba ducha. «Los prisioneros tenían que correr completamente desnudos en fila india durante un kilómetro y medio rodeados por un cordón de guardias que los golpeaban», dice Mohammed Berro. Todas las ocasiones eran un motivo de tortura: incluso ir a la peluquería cada 20 días le daba la impresión de que el peluquero, con unas máquinas de cortar que nunca eran afiladas, le clavaba ganchos en la cabeza.
Sobre las sesiones de tortura, Mohammed Berro documentó meticulosamente lo que utilizaban los torturadores: garrotes, cadenas, cables trenzados, látigos, correas de un metro de largo y dos centímetros de ancho, correas de transmisión de tanques -un funcionario de prisiones le confirmó este último dato. También utilizaban enormes bloques de cemento con los que aplastaban el pecho de los prisioneros.
Todas las ejecuciones se llevaban a cabo bajo la atenta mirada de dos cámaras de video que grababan también algunas de las sesiones de tortura. Los videos, según el escritor, eran enviados al palacio presidencial.
El éxtasis de la sangre
El ex preso también estableció una pequeña sociología de los guardianes y de los torturadores: «Los oficiales y suboficiales son soldados profesionales. Los soldados eran reclutas. Muchos de estos últimos eran seleccionados durante los tres meses de entrenamiento al comienzo de su servicio militar para determinar cuáles eran los más sanguinarios y crueles. Al mismo tiempo, les hacían un lavado de cerebro. Entre los oficiales alauitas, algunos fueron elegidos porque tenían familiares asesinados por los Hermanos Musulmanes, para exacerbar su deseo de venganza.
La iniciación concluía con el «bautismo de sangre», en el que el torturador golpeaba durante tres horas al mismo detenido. «En Tadmor, este era un ejercicio obligatorio para cada futuro carcelero. Era agotador incluso para el que pega, que al cabo de 10 o 15 minutos ya no podía más. Así que los otros carceleros lo alentaban y le arrojaban baldes de agua. El objetivo era que siguiera golpeando una y otra vez hasta alcanzar el éxtasis. Éxtasis que alcanzaba con la muerte de la persona a la que estaba torturando. Y, al mismo tiempo, este asesinato le permitía sumarse al grupo de los otros torturadores, los que pasaron antes que él por esta iniciación», dice el ex preso.
La perversidad de esta «industria de la tortura» no tiene límites. En cada sesión», continúa, «los prisioneros corrían a elegir a sus torturadores entre los alauitas y los cristianos, evitando a los suníes. Temían que estos últimos, al estar más controlados por el régimen debido a su filiación religiosa, fueran aún más terribles con ellos.»
«Todas las ejecuciones eran decididas por Hafez al-Assad, pero nunca dejó constancia por escrito. Fue el propio ministro de Defensa, Mustapha Tlass, quien las firmaba una a una», dice. De hecho, en sus memorias, Mirat Hayati (El espejo de mi vida), se queja de que tenía que firmar hasta 150 por semana y confiesa que el ejercicio le resultaba agotador. Tlass murió tranquilamente en París en junio de 2017 a la edad de 85 años. Temía la victoria de la rebelión y como estaba en desacuerdo con Bashar al-Assad, a quien había servido inicialmente, se había refugiado en Francia. También había sido, con Rifaat al-Assad, el ejecutor de la gran masacre de Hama, en 1982, y nunca se había preocupado por la justicia.
Durante todos esos años de detención, Mohammed Berro recogió extraordinarias historias de valor y humanidad, pero todas ellas terminaron mal. Como la de un sargento llamado Ahmad Sibai que mostraba un poco de compasión hacia los prisioneros. «Por la mañana, cuando pasaba por nuestras celdas, nos decía «buenos días» y mientras cerraba la puerta nos susurraba: «Alá encontrará la manera de sacarlos de aquí». Pero, por su indulgencia fue denunciado y acusado de «traición a la nación». Intervino la brigada de castigos. Decenas de guardias vinieron a cortarlo en pedazos. Tardó una hora en morir.
Si la gran mayoría de los detenidos en Tadmor eran Hermanos Musulmanes, también había oficiales que se habían opuesto al clan Assad. Todos ellos estaban agrupados en un solo dormitorio. Mohammed Berro contó 180, incluyendo 22 pilotos de combate. «Uno de ellos fue ejecutado porque dijo que había soñado con un golpe de Estado. Los jueces le dijeron que un sueño así no podía ser inocente, que debía tener esa idea en la cabeza», recuerda el escritor.
El testimonio del antiguo preso es como un breviario de las peores torturas. Lo peor siempre es seguro «Como en el caso de un oficial, llamado Abdel Razzaq. Como se oponía a Rifaat al-Assad, los carceleros se divertían y fueron matándolo lentamente, lo citaban para su ejecución, y luego la posponían, cada vez, a último momento. La pospusieron 40 o 50 veces.
Los detenidos que murieron bajo la tortura o que fueron ejecutados eran enterrados en fosas comunes cavadas en el desierto, a una docena de kilómetros de Tadmor. «En 2011, como el régimen no descartaba la posibilidad de ser derrocado, vinieron unas excavadoras a desenterrar y llevarse los cadáveres para ocultar las pruebas de las ejecuciones», dice Mohammed Berro, que también investigó a fondo la situación de las cárceles sirias tras su liberación en 1993.
El número de presos en Tadmor se disparó con el levantamiento de 2011. Lo que ha cambiado en las cárceles sirias es la cantidad de presos, que se multiplicó por tres o por cuatro», explica. En Tadmor, de 7 a 8.000, pasamos a 70.000. Obviamente, ya no torturan de la misma manera. Ahora, lo hacen en las celdas, en los dormitorios, en los comedores, en los baños… En todos los lugares donde se encuentran los presos con los carceleros. Y las prisiones, algunas de ellas secretas, otras ubicadas en hospitales o en cualquier lugar, se multiplicaron. Cada uno de los ocho servicios de seguridad del régimen tiene ahora su propia cárcel. Cuando están demasiado saturadas y llegan cientos de nuevos presos, los guardias no tienen dónde ponerlos. Entonces, se acercan a los jefes de dormitorio y les dicen: «Encuéntrame cinco de tu sector. Cada jefe de dormitorio tiene que seleccionar inmediatamente a cinco presos, normalmente entre los más débiles y enfermos.»
Otra diferencia notable: «Antes de que se produjera la insurrección, las condenas a muerte seguían un procedimiento, aunque fuera una caricatura de procedimiento. Ahora, el régimen ya no tiene necesidad de fingir, de respetar las reglas. Toda necesidad formal desapareció.
Después de la cárcel de Tadmor, Mohammed Berro pasó otros cinco años en Sednaya, donde están encarcelados principalmente activistas de izquierda. «Nada que ver con Tadmor, tanto que a Sednaya la llamábamos París. Allí no nos torturaban. Gracias al contacto con los militantes comunistas, me convertí en un poco marxista y ellos en un poco islamistas. El tiempo que pasé en esa cárcel me sirvió mucho. Fue como una esclusa de aire», dice, sonriendo.
El escritor tardó años en salir de Siria y luego en escribir su testimonio. «Lloré como un niño con cada párrafo», dice. Para el investigador Salam Kawakibi, director del Centro Árabe de Investigación y Estudios Políticos de París (Carep), «ya hay grandes libros sobre el tema de la tortura en Siria, como La Coquille, de Moustapha Khalifé, pero como hay un elemento de ficción, no es realmente una narración. Por eso el libro de Berro es único. Nadie ha documentado el sistema carceral sirio como él.
El intelectual y cineasta libanés Lockman Slim, que había trabajado mucho sobre las masacres de Sabra y Chatila y sobre los crímenes de guerra en Siria, ayudó profundamente a Mohammed Berro en su terapia filmando sus declaraciones ante una cámara. Pero para Berro, a las innumerables pesadillas de Tadmor se añadió una más: Lockman Slim fue golpeado y luego asesinado a balazos el 4 de febrero en el sur del Líbano. Probablemente por el Hezbolá.
* Jean-Pierre Perrin, reportero de Libération desde hace mucho tiempo. Trabaja en el Próximo y en el Medio Oriente. Ahora es periodista y escritor independiente. Autor de novelas policiales, como Chiens et Louves (Gallimard – Série noire), relatos de guerra, entre los cuales Afganisthan: jours de poussière (La Table Ronde – grand prix des lectrices de Elle en 2003) Les Rolling Stones sont à Bagdad (Flammarion – 2003) La mort est ma servante, lettre à un ami assassiné – Syrie 2005 – 2013 (Fayard – 2013) Le djihad contre le rêve d’Alexandre (Le Seuil – premio Joseph Kessel – 2017)