El “plan de paz” de Trump para Gaza es en realidad un plan de división étnica y ocupación permanente, y un trampolín para la deportación masiva. En respuesta el movimiento de solidaridad debe romper con el ritmo de protestas pasajeras y consolidar estructuras sostenibles.
Alto el fuego sobre el papel
El alto el fuego que comenzó el 10 de octubre sigue oficialmente en vigor, pero en la práctica hay pocas señales de paz. Según la Gaza Government Media Office, Israel viola el alto el fuego más de diez veces al día y a consecuencia de ello ha habido al menos 357 personas muertas y 875 heridas desde su inicio.
Al mismo tiempo la ONU dibuja ante el Consejo de Seguridad un paisaje devastado: casi el 80 % de los 250.000 edificios está dañado o destruido, la mayor parte de las tierras agrícolas está destruida de forma irreparable y más de 1,7 millones de personas están desplazadas, a menudo sin suficiente agua, alimentos o atención médica.
Israel sigue ocupando la parte oriental de Gaza, más de la mitad de la Franja. Casi 2 millones de personas están apiñadas al otro lado de una “línea amarilla”.

División de Gaza (Casa Blanca)
Campos de concentración bajo control israelí
The New York Times informa que Washington quiere “reasentar” a una parte de esa población desplazada en el lado de la línea amarilla controlado por Israel. Se trata de las llamadas “instalaciones modelo” (model compounds) que serían “más permanentes” que los campamentos de tiendas, pero que siguen consistiendo en estructuras temporales, una especie de viviendas-contenedor.
Por campamento podrían vivir entre 20.000 y 25.000 personas, con hospitales y escuelas, pero no llegarán rápidamente. Las primeras estructuras tardarán meses. Mientras tanto, la crisis humanitaria continúa.
Israel vende esos “campamentos” como acogida de emergencia “hasta que Hamás sea desarmado” y Gaza quede bajo una sola administración. Según un alto colaborador de Trump implicado en el llamado “plan de paz”, no habrá reconstrucción mientras Hamás no desaparezca.
Ese plan supone una amenaza de división de facto: una zona controlada por Israel con residentes “permitidos” (sin Hamás) y otra zona donde la mayoría (con Hamás) sigue sobreviviendo bajo el bloqueo.
Los responsables israelíes tendrían la última palabra sobre quién puede entrar. Los controles de antecedentes y el cribado determinan qué personas son “admisibles”. Por tanto, habrá listas negras y un sistema en el que los servicios básicos dependan del permiso de una potencia ocupante.
Quien supere el control obtiene un lugar. Quien no “apruebe” el cribado, se queda atrás en la zona restante superpoblada, sin garantías de protección o ayuda.
El aspecto más alarmante es que no se trata tanto de acogida como de encierro. Porque, según algunos responsables israelíes, la población gazatí se podrá trasladar a los campamentos “por razones de seguridad”, pero después ya no podrá salir de ellos. Eso es, lo que se entiende por definición por campos de concentración.
Rafah como laboratorio para la deportación
Los planes de expulsar masivamente a la población gazatí no son nuevos. A principios de este año el ministro de Defensa israelí Israel Katz abogó por una enorme “ciudad humanitaria” sobre las ruinas de Rafah, vinculada a un “plan de emigración” para cientos de miles de palestinos.
A lo largo del año EE. UU. e Israel contactaron con países como Jordania, Egipto, Sudán, Somalia y la región no reconocida de Somaliland para “acoger” a la población de Gaza. Hasta donde se sabe, esos países (por ahora) se han negado.
Es llamativo que Rafah reaparezca ahora como ubicación. Funcionarios egipcios advirtieron que puede ser un presagio de nueva presión para empujar a los palestinos hacia el Sinaí.
El lenguaje anterior de Trump sobre Gaza se cierne en cualquier caso como una sombra sobre cualquier “plan de paz”: antes llamó a la expulsión permanente de “todos” los gazatíes y habló de una “toma de control” estadounidense con demolición y reconstrucción hasta crear una “Riviera de Oriente Medio”. El nuevo plan suena más tecnocrático, pero tendrá el mismo efecto: trasladar a la población, dividir el espacio y construir una estructura “temporal” que se vuelva permanente.
Según The New York Times, el proyecto está dirigido por el funcionario de Trump Aryeh Lightstone, con un equipo de diplomáticos de EE. UU., magnates israelíes y personas vinculadas a DOGE, la agencia desmantelada que debía aplicar recortes en el aparato funcionarial de EE. UU. La financiación no está clara.
Poder internacional
Todo esto encaja en un “plan de paz” más amplio. El 17 de noviembre de 2025 el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó una resolución que respalda el plan de Trump, incluida una “International Stabilization Force” (ISF) y un gobierno de transición con el propio Trump como jefe.
Esa ISF debería asegurar las fronteras, aportar estabilidad desmilitarizando Gaza y desarmando a Hamás y a otros grupos de resistencia, algo que Israel no ha podido lograr tras dos años de guerra. Sobre el papel, la fuerza también debe proteger a los civiles y apoyar la ayuda.
Podríamos preguntarnos hasta qué punto es neutral una fuerza de tropas que debe desarmar a una parte en el conflicto. Hamás y otras facciones rechazan en cualquier caso el plan y advierten que equivale a una administración impuesta que socava el derecho a la autodeterminación. Las personas de Gaza City a las que preguntó Al Jazeera contestaron lo mismo: “Podemos gobernarnos a nosotras mismas”.
En octubre de este año se informó que había países que estaban considerando participar en una ISF, pero entretanto ningún país ha aceptado. Además, Israel reclamaría el derecho de rechazar países y no quiere permitir tropas turcas.
Un alto el fuego que se viola constantemente hace la tarea aún más tóxica. ¿Quién envía soldados a una misión que sobre todo se reduce a controlar a una población asediada?
El movimiento de solidaridad en una encrucijada
Según Francesca Albanese, relatora especial de la ONU para Palestina, al menos sesenta países han profundizado sus vínculos económicos, comerciales y políticos con el régimen sionista.
Se benefician de ello al tiempo que apartan la vista de obligaciones elementales bajo la Convención sobre el Genocidio, de la opinión del Tribunal Internacional de Justicia sobre la ilegalidad de la ocupación y del caso ante la Corte Penal Internacional contra Benjamin Netanyahu y Yoav Gallant por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.
Esa hipocresía se vende en este momento aún más fácilmente a la sombra del “alto el fuego”. Por eso la presión pública sigue siendo más crucial que nunca para detener la agresión de Israel. Se necesitan sanciones económicas, políticas y diplomáticas para tratar efectivamente al país como un Estado paria.
El embargo de armas de España, después de Eslovenia el segundo país europeo, muestra que la presión de la calle puede filtrarse hacia la política. Donde la diplomacia falla, la palanca a menudo viene desde abajo. Los campamentos estudiantiles obligaron a las universidades a hablar sobre inversiones y complicidad.
Los estibadores de, entre otros, Italia, Francia, Marruecos y España se negaron a transportar armas. Los sindicatos en Bélgica e India declararon que no quieren colaborar con una logística que destruye Gaza. El grupo Palestine Action atacó fábricas de armas en Reino Unido. Sus acciones han obligado a empresas armamentísticas a detener temporalmente sus actividades, perder contratos y quedar bajo atención pública.
Estas acciones deben continuar, así como la presión económica: desinvertir, acciones de consumidores y el cese de la complicidad institucional.
Pero debemos ir más allá de campañas sueltas. Según el sitio Mondoweiss, el movimiento de solidaridad debe romper con el ritmo de olas de protesta que se encienden en momentos de crisis y vuelven a apagarse en cuanto cae el silencio mediático (o la represión).
Eso exige estructuras duraderas, alianzas fuertes y estrategias que sigan funcionando, incluso cuando las cámaras se hayan ido. La organización digital, desmontar la desinformación y la comunicación segura se convierten en instrumentos cruciales para ello. Las alianzas con movimientos anticoloniales, sindicales, feministas, climáticos y antirracistas deben profundizarse para que no se considere Palestina “un conflicto”, sino parte de una lucha global contra la opresión.
Y sobre todo: las voces palestinas deben seguir siendo fundamentales, con sus demandas y su dirección como brújula. Lo que ahora se necesita es una solidaridad estructural que se ancle en organizaciones, cultura, política y prácticas cotidianas de resistencia y cuidado.
Texto original: https://www.dewereldmorgen.be/artikel/2025/12/03/hoe-trump-en-israel-gaza-willen-opsplitsen-en-onderbrengen-in-concentratiekampen
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