Esta semana se cumplen diez años del inicio de las llamadas primaveras árabes, una experiencia sofocada mediante la fuerza y la represión en la mayor parte de los lugares donde se dio. Sin embargo, las sociedades árabes continúan experimentando transformaciones importantes que en cualquier momento podrían resurgir con más fuerza que entonces.
Cuando estallaron las llamadas primaveras árabes hace diez años, una gran parte de la población perdió el miedo, tomó las calles y coreó consignas a favor de la libertad y contra los dictadores que les gobernaban desde tiempo inmemorial. Sin embargo, fueron movimientos efímeros que pronto terminaron mal.
Los sueños se quebraron y la dura realidad del autoritarismo regresó por el mismo camino por el que se había marchado. Fue así en los afortunados países donde no les cayó encima la calamidad de terribles guerras civiles con un montón de intervenciones extranjeras, como todavía es visible en los casos de Siria, Yemen y Libia.
La chispa que puso las cosas patas arriba saltó el 17 de diciembre de 2010, cuando el vendedor ambulante Mohammed Bouazizi de 26 años se prendió fuego al cuerpo en Túnez para protestar contra la confiscación de su mercancía. La reacción a su muerte circuló por las redes a la velocidad de la luz e inmediatamente se trasladó a las calles, forzando al presidente Ben Ali a refugiarse en Arabia Saudí después de 23 años en el poder.
El mismo mes se pusieron en marcha protestas en Egipto, Libia y Yemen, y luego en otros países. El nuevo escenario puede verse hoy en el norte de África y Oriente Próximo, pese a que algunos intelectuales sostienen que la realidad ha cambiado para siempre, aunque sea parcialmente, con indiferencia de los resultados aparentes.
Hace diez años fueron muchos los árabes, especialmente jóvenes, que lloraron de emoción cuando vieron por televisión las protestas de la plaza Al Tahrir que acabaron con Hosni Mubarak. Pedían a gritos libertad, justicia y esperanza, unos deseos concretos que inicialmente no buscaban la caída del dictador.
Solo seis meses antes de su asesinato en el consulado saudí de Estambul, en octubre de 2018, el periodista Jamal Khashoggi escribió que aquellas revoluciones terminaron con el punto de vista dominante de que los árabes y la democracia eran como agua y aceite y no se podían mezclar.
No todos comparten las opiniones más optimistas. El académico de Harvard Noah Feldman, educado en un hogar judío ortodoxo pero perseguido por otros judíos por varias razones, incluida la de casarse con una no judía, publicó el año pasado un libro titulado ‘El invierno árabe’, donde critica la militarización de las revoluciones y el auge del extremismo religioso.
Muchos egipcios consideran que el actual gobierno de Abdel Fattah al Sisi, que arrancó con un golpe de estado contra el presidente electo Mohamed Morsi en 2013, es más autoritario que el de Mubarak, lo que incrementa la frustración de una buena parte de la población. Las cárceles están más llenas hoy, la pobreza es más extrema y más jóvenes quieren emigrar para siempre.
En Bahrein la revolución fue aplastada con el apoyo militar de Arabia Saudí. El gobierno de aquel país contribuyó a paliar los efectos de las protesta distribuyendo cuantiosas ayudas a la población, que es mayoritariamente chií. Por su parte, las autoridades marroquíes contuvieron las protestas del llamado Movimiento del 20 de Febrero con reformas cosméticas.
El caso más trágico ha sido Siria, donde el gobierno de Bashar al Asad sobrevivió in extremis gracias al apoyo militar de Rusia. Las revueltas iniciadas en Deraa en marzo de 2011 fueron sin duda genuinas, pero la complejidad del tejido social y religioso hizo que todo se escapara de las manos, como era previsible, contando con numerosas intervenciones extranjeras y con un florecimiento yihadista sin precedentes que condujo a la peor experiencia humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial.
Las distintas fuerzas occidentales, árabes y yihadistas, no tan extrañas compañeras de cama, colaboraron para derrocar a Asad, la guinda a décadas de persecución y aislamiento de un régimen dispuesto a colaborar y trabajar con Occidente, como se vio en la guerra de Irak de 1991, pero reacio a admitir las injustas exigencias de los aliados de Israel.
La pregunta central es hasta qué punto Occidente está dispuesto a tolerar el islam político. Naturalmente, hay casos y casos. No es lo mismo admitir el islam político en Siria que en Egipto. En Siria se debe descartar, pero en Egipto quizá no, a la vista de la experiencia incruenta del presidente Morsi. En algún momento tendrá que darse ese paso, máxime si tenemos en cuenta que el islam político parece haber renunciado completamente a la violencia.
Todavía es demasiado pronto para hacer un balance de las revoluciones árabes, aunque el tiempo transcurrido indica que una parte considerable de la población árabe está cambiando rápidamente y que los arquetipos tradicionales ya no son tan homogéneos y rígidos como antes, especialmente en relación con el islam político.
A veces las revoluciones necesitan muchos años para cristalizar, y este podría ser un caso de esos. Pero también es cierto que la circulación de ideas se hace hoy mucho más rápidamente que en el pasado y no hay que descartar que las fallidas primaveras de hace una década se renueven en un plazo de tiempo no demasiado lejano y con más fuerza que entonces pillando a Occidente desprevenido.