La primera vez que alguien me llamó señor en medio de la calle, seguí de largo otro par de pasos como si conmigo no fuera, porque aquello de señor no había manera de que pudiera ser conmigo, y casi me cuesta una multa el no haberme detenido de inmediato. Nunca, nadie, jamás, me había llamado […]
La primera vez que alguien me llamó señor en medio de la calle, seguí de largo otro par de pasos como si conmigo no fuera, porque aquello de señor no había manera de que pudiera ser conmigo, y casi me cuesta una multa el no haberme detenido de inmediato.
Nunca, nadie, jamás, me había llamado así. Esa palabrita no existía en mi vocabulario, siempre me había sonado despectiva y era más una ofensa que otra cosa.
Eran los inicios de los noventa y yo vagabundeaba en los alrededores del hotel Habana Libre (pero creo que entonces se llamaba Habana Libre Trip, aunque después ha tenido muchos otros nombres), y volví a escuchar la palabreja detrás mío, pero ya era casi un grito, una orden, y una amenaza, todo eso a la vez.
Me di la vuelta y fue entonces que lo vi: quien me trataba de señor era ni más ni menos que un policía. Lo miré a los ojos y en el mismo tono en que él casi me gritó, le solté: compañero.
Esa, la palabra compañero, era desde mi infancia el ábrete sésamo de todas las puertas, el santo y seña que me explicaba el mundo, el modo educado y decente de tratar a los demás, la manera fácil y sencilla de sentirte igual entre iguales, aun cuando el sueño de aquella igualdad fuera solo una ilusión. Pero era un buen sueño y una ilusión que valía la pena.
Y de los sueños, ya se sabe, lo único seguro, lo único que cabe esperar, es que en algún momento tendrás que despertarte. Eso sucedió aquella tarde: la voz del uniformado, la palabra señor saliendo de su boca, le puso un punto final a la ilusión y me colocó de una vez y por todas en medio de una realidad que estaba cambiando y que cambiaría mucho más aún y que yo, que no quería despertar, tardaba en darme cuenta.
Ahora todo el mundo, a toda hora y en cualquier lugar, me trata de señor. A mí y a los demás. En el dentista y en las tarimas del mercado, en las escuelas de mis hijos y en las tiendas de ropa de segunda mano, en los bares de mala muerte y en la oficina del Carné de identidad.
Igual, se respira (o tal vez solo me parece a mí, que me resisto por hábito) un cierto acento teatral, una tramoya verbal, un tono falso, una especie de vacío en ese nuevo trato. Como que el tipo del mercado, que va a darte tres de cualquier cosa cuando debía darte cuatro, que va a cobrarte casi el doble por menos de la mitad, sabe que no debe llamarte compañero, que esa palabra no tiene sentido cuando te está timando. Que dejamos de ser compañeros hace rato.
Aunque quizá sea solo algo circunstancial. Hace un par de semanas, como siempre deambulando por una calle cualquiera y fumando a todo trapo, un muchacho que no llegaba a los veinte años me detuvo y me pidió mi fosforera para encender su propio cigarro. Me dijo, juro que así me dijo: ¿me da fuego, compañero?
Escuchar otra vez, después de tanto, el vocablo compañero, esa palabra que ya casi nadie usa, y escuchársela así de pronto a ese muchacho, me hizo ver que el tiempo no se detuvo en los noventa y que la vida sigue trabajando. Quizá viene en camino otro despertar, quizá. A fin de cuentas, ¿quién sabe en verdad qué es lo que está pasando?
Fuente: http://progresosemanal.us/20180302/el-senor-companero/