Traducido para Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala por Manuel Talens. Ilustración de Juan Kalvellido.
El sionismo es un desastre total. Se trata de una filosofía colonial, expansionista y nacionalista basada en un chovinismo racial. Quienes cumplen sus preceptos al pie de la letra han robado el territorio al pueblo originario palestino en nombre del pueblo judío. Muchos de nosotros consideramos que el sionismo es una amenaza muy importante para la paz universal, ya que sus entusiastas grupos de presión exigen por todo el mundo cada vez más sangre en nombre del «liberalismo», la «democracia», la «libertad» e incluso de la alianza «judeocristiana». Más nos valdría admitir que el sionismo ha logrado algo que ni siquiera Dios consiguió: unir a los judíos. El sionismo se ha convertido en el identificador simbólico judío.
En uno de mis ensayos más recientes, The Politics of Anti-Semitism [La política del antisemitismo], analicé el papel del sionismo como identificador cultural del judío de la diáspora contemporánea. Dije en él que el sionismo se ha las arreglado para ganarles la batalla a sus enemigos ideológicos al imponer un conjunto estructural y colectivo de identificadores simbólicos. El éxito del sionismo no se debe a la ideología ni a la política, sino a un fetiche sionista con parafernalia hebrea: ha establecido una lengua (el hebreo), ha dado a los judíos una orientación geográfica concreta (Eretz Israel: el Gran Israel), ha expresado la idea de una cultura (el nuevo folclore hebreo) e incluso se las ha arreglado para presentar una falsa idea de polaridad política y ética (izquierda y derecha). Si lo que buscaban los fundadores del sionismo era salvar al judío de la diáspora de su anómala condición, habremos de confesar que su objetivo se ha cumplido. El éxito del sionismo no tiene nada que ver ni con su ideología ni con su política ni incluso con sus métodos devastadores. Es evidente que no muchos judíos comprenden lo que significa el sionismo (ideológica, política, ética y prácticamente). No son muchos los judíos de la diáspora que aceptan abiertamente la escuela sionista del pensamiento o su praxis inmoral. Pero sí caen en las redes del «folclore israelí», del extraño lenguaje hebreo, del falafel y del humus, que erróneamente identifican con Israel (en vez de con Palestina). Cantan la música israelí, ya se trate de Hava Nagila, Yafa Yarkoni o Yeuda Poliker. La «cultura israelí» es un producto directo del proyecto sionista. Es evidente que la cultura hebrea moderna se las ha arreglado para secuestrar el universo del simbolismo judío. El sionismo ha establecido una nueva forma de pertenencia tribal judía.
Sin embargo, por mucho éxito cultural que haya logrado el sionismo dentro del discurso de la diáspora judía, dicho éxito es nulo entre los israelíes. El tzabar -nombre que se le da al judío nativo de Israel- no obtiene beneficio alguno de que el sionismo sea un conjunto estructural de identificadores simbólicos. De hecho, el judío tzabar no necesita identificarse con ninguna estructura simbólica basada en aspiraciones geográficas, porque nació en un entorno autosuficiente, en la israelidad. Los tzabar tampoco necesitan la lengua hebrea como objeto de identificación, puesto que la usan como medio de comunicación. Y menos aún necesitan una orientación geográfica: se sienten orientados desde su nacimiento. Los tzabar ni siquiera se identifican con el folclore israelí, ya que la mayoría de ellos lo detestan y prefieren el pop extranjero, el rock, las músicas turca y griega e incluso un poco del wild free jazz.
Por extraño que parezca, eso que el judío de la diáspora considera un identificador simbólico estructural, es decir, el fetiche hebreo, significa muy poco para los israelíes. De la misma manera, por mucho que el judío de la diáspora se identifique con la «israelidad», esa misma «israelidad» significa bien poco para los israelíes, lo cual no debería sorprendernos: pensándolo bien, la noción de «americanismo» significa mucho más para quienes no son estadounidenses que para los propios estadounidenses. De forma similar, la tendencia a introducir palabras francesas en medio de una conversación -hábito muy habitual entre los pseudointelectuales británicos o estadounidenses- es el reflejo de un fetiche similar. La «francesidad» posee, sí, un significado elitista para quienes no conocen casi nada de Francia, pero ningún francés piensa que el hecho de hablar su propia lengua sea algo asombroso. Así, mientras que el judío de la diáspora intercala alguna palabra hebrea en su conversación para recalcar su pertenencia tribal, el judío israelí necesitaría mucho más que una palabra hebrea para considerar que el territorio robado donde habita -Palestina- es su hogar.
Memoria y nostalgia
«Soy un ser humano, soy judío y soy israelí. El sionismo fue el instrumento que me trasladó desde el Estado judío del ser al Estado israelí del estar. Creo que fue Ben Gurion quien dijo que el movimiento sionista era el andamio para construir la casa y que, una vez establecido el Estado, debería ser desmantelado.»
Entrevista de Ari Shavit a Avrum Burg: Leaving the Zionist ghetto.
¿Qué le queda al tzabar para poder identificarse? Al parecer no mucho: el territorio donde vive pertenece a otro pueblo; la comida que lo hace sentirse en su casa (humus y falafel) se la robó a esas otras gentes, a los palestinos; la lengua que utiliza cuando siente emoción (felicidad o enojo) es árabe y la tomó prestada -¿adivinan de quién?- de esas mismas «otras gentes», de los palestinos; la casa que le da techo fue construida por esas otras gentes… El lector ya sabe quienes son: sí, son los palestinos.
Es algo evidente que el núcleo de la realidad cultural hebrea, el argot, la comida, el cielo azul, el mar, el desierto, la primavera y el otoño, las colinas y los valles, los olivos… todo ello pertenece al territorio (Palestina), no al Estado del apartheid que por el momento lo tiene confiscado (Israel).
¿Qué podrían hacer los israelíes para librarse de su falsa realidad fragmentada, en la que todo lo que puede parecer su «hogar» en realidad pertenece a esas «otras gentes»?
Quienes visitan Israel conocen la respuesta a los pocos minutos de aterrizar en Tel Aviv: la respuesta israelí es un ambiente cosmopolita y un glamour liberal occidental. Los israelíes tratan de ocultar su imposible autenticidad multiplicando los síntomas de su desinterés.
Quienes visitan Tel Aviv por vez primera se quedan asombrados ante el amplio abanico cultural que les ofrece la ciudad. Tel Aviv es, en efecto, una de las ciudades más «abiertas» del mundo. Uno puede encontrar allí todas las marcas de la moda occidental y las cadenas estadounidenses de fast food. Cualquier estrella del rock y del pop incluye a Israel en sus giras por el mundo. En algunos de los mejores restaurantes de Tel Aviv se puede pedir sushi de primer plato, goulash húngaro de segundo, entrecôte francés de tercero y baklava de postre. Hace poco he sabido que Tel Aviv no es solamente una «atracción sexual», sino también la próxima «capital gay del mundo». Resulta muy alentador enterarse de que entre un humus y un falafel, el judío tzabar puede engullir un sashimi y permitirse un poco de actividad erótica de acuerdo con sus gustos personales. Quizá sea ésta la forma definitiva de libertad que el «Estado sólo para judíos» pueda ofrecer: ambiente cosmopolita rociado con un poco de liberalismo libidinoso occidental avanzado.
Pero Israel, la libidinosa, la liberal, la «única democracia del Oriente Próximo», también está inmerso en prácticas siniestras muy diferentes. Al mismo tiempo que los israelíes encarnan la manifestación definitiva de la tolerancia occidental, a pesar de su «apertura culinaria», también están matando de hambre a millones de seres humanos, al pueblo palestino. Al mismo tiempo que los israelíes se esforzaban por convertir Tel Aviv -su capital cultural- en una «ciudad sin fronteras», lograron que Gaza sea ahora una frontera sin ciudad, un inmenso campo de concentración sometido a toques de queda y devastado por ataques constantes de artillería y operaciones militares. Israel ha convertido los poblados palestinos en grandes prisiones urbanas rodeadas de alambradas, atalayas y centinelas.
Tenemos que preguntarnos, ¿cómo es posible que un pueblo «cosmopolita», «multicultural» y de ideología liberal occidental sea tan siniestro con la población originaria del territorio? ¿Cómo se vincula su tendencia a la segregación, reflejada por un gigantesco muro del apartheid, con esa imagen liberal salpimentada de «apertura culinaria»? ¿Cómo casan entre sí las tácticas engañosas utilizadas contra los palestinos con la poética imagen israelí de ser una nación humanista ilustrada? ¿Cómo concuerda el «israelí que busca la paz (shalom)» con la edificación de «muros de seguridad»?
Tendremos que admitir que nos encontramos ante una forma grave de fragmentación que está al borde de la esquizofrenia colectiva. Yo añadiría que estamos al borde de un choque inevitable entre la «memoria» y la «nostalgia».
La memoria es la capacidad de almacenar, retener y recuperar información. La memoria trata del pasado y de su interpretación. Por su parte, la nostalgia es el deseo de regresar a la «tierra natal». La nostalgia suele acompañarse del miedo a no verla de nuevo. Hasta cierto punto, la nostalgia es el deseo de un pasado que nunca existió.
La lucha entre memoria y nostalgia es la esencia de la fragmentada realidad israelí. Conforme su memoria reciente lo lleva a su última visita a Londres, París, Nueva York o Tokio, el judío tzabar tiende a verse como personaje principal de la serie «Sex and the City». Pero su nostalgia lo devuelve al gueto, rodeado por «muros de seguridad» y bañado en la tradicional sopa de pollo hebrea.
La añoranza del gueto puede investigarse en eso que los israelíes denominan «búsqueda de la paz (shalom)». A pesar de que el término shalom suele traducirse por «paz», no tiene casi nada en común con la paz. Cuando los israelíes hablan de shalom no se refieren a la reconciliación, a la armonía o a la transformación de su sociedad en una comunidad ecuménica basada en valores universales. Cuando los israelíes piden shalom están pidiendo «seguridad». Por eso, los israelíes y sus partidarios en Occidente interpretan que la «retirada unilateral» fue un acto de shalom. Pero mientras que la paz es la búsqueda genuina del amor, la armonía y la fraternidad, el shalom es casi lo contrario: separación y segregación. Mientras que la paz significa que uno sale de su cascarón y abre su corazón al vecino, shalom representa la construcción de un «muro de seguridad» y el surgimiento de una profunda aversión colectiva frente al resto del universo.
Pero esta extraña interpretación hebrea de la noción de shalom no es una creación israelí. Tal como acabo de mencionar, shalom es la añoranza nostálgica del gueto europeo.
Ya en 1897, en su célebre discurso ante el primer congreso sionista, Max Nordau expresó explícitamente la añoranza del «gueto perdido»:
«Para el judío del pasado el gueto […] no era una prisión, sino un refugio. […] En el gueto, el judío tenía su propio mundo; era el refugio seguro que poseía el valor espiritual y moral de una casa paterna. Había allí compañeros por quienes uno deseaba ser valorado y a quienes también podía valorar; había allí una opinión pública y el judío ambicionaba que ésta lo reconociese […] Allí todas las cualidades judías específicas eran dignas de estima y la admiración se conquistaba desarrollándolas, lo cual es el estímulo más agudo para la mente humana. […] La opinión del mundo exterior no tenía influencia alguna, porque era la opinión de enemigos ignorantes. Uno trataba de agradar a sus correligionarios y el aplauso de éstos era la satisfacción respetable de su vida. Así vivían los judíos del gueto, en un respeto moral, en una plena vida verdadera. Su situación externa era insegura, a menudo corría serio peligro. Pero en el interior alcanzaron el completo desarrollo de sus cualidades específicas. Eran seres humanos en armonía, que no echaban de menos los elementos de la vida social normal. También sentían instintivamente la importancia absoluta del gueto para su vida interior y, por ello, se preocupaban de una sola cosa: de asegurar su existencia por medio de muros invisibles que eran mucho más gruesos y altos que los de piedra que visiblemente los encerraban. Todos los edificios y las costumbres de los judíos tenían un único propósito inconsciente: mantener el judaísmo por medio de la separación de otras gentes y hacer que todo judío fuese consciente de que si abandonaba su carácter específico estaría perdido y perecería.»
Este viejo discurso expresa claramente el deseo más íntimo del israelí de nuestros días:
Para el israelí, vivir dentro de «muros de seguridad» no es «una prisión, sino un refugio»… En Israel, el judío tzabar tiene «su propio mundo». En Israel, la opinión del «mundo exterior» no tiene «influencia alguna», porque es la «opinión de enemigos ignorantes». Nordau expresó el espíritu exacto que medio siglo después hizo que Ben Gurion afirmase: «No importa lo que digan los gentiles, lo que importa es lo que hacen los judíos».
En su discurso, Nordau habló del valioso elemento espiritual del gueto, que permitía al judío «asegurar su existencia por medio de muros invisibles que eran mucho más gruesos y altos que los de piedra que visiblemente los encerraban». ¿Se me permite ahora sugerir que es eso lo que explica las asombrosas características físicas del «muro del apartheid» israelí? Pero mientras que Nordau se refería a muros «invisibles», el «muro de protección» israelí es algo visible, construido con cemento armado.
Por mucho que el israelí ansíe celebrar su imaginaria realidad liberal cosmopolita, por mucho que quiera disfrutar del sexo en una gran ciudad haciendo uso de su memoria reciente, la gran añoranza nostálgica lo retrotrae al ayer y lo sumerge dentro de un tazón humeante de «sopa de pollo» en uno de aquellos pueblecitos típicos judíos de la Europa Oriental y Central, los shtetl. El tzabar anhela una vida judía «segura» y es este deseo lo que transforma a Israel -el «Estado sólo para judíos»- en un incitante gueto. Pero a diferencia del viejo gueto europeo, donde los judíos eran tímidos, el shtetl israelí contemporáneo es una superpotencia beligerante, expansionista y nuclear.
También podremos admitir que el judío tzabar ha dejado de generar una realidad homogénea en la que un nuevo ser civilizado está reclamando su lugar en la humanidad sobre la base de la armonía y la paz. A pesar de que el sionismo debía crear un nuevo judío auténtico, dio lugar a una comuna de seres fragmentados, hechos añicos por la colisión inevitable entre la memoria cosmopolita reciente y la vieja nostalgia tribal.
El tzabar y el sabbar
Un amigo que regresó de Palestina hace pocas semanas me contó sus impresiones. Durante su viaje desde Jerusalén a Ramalá se dio cuenta de que los israelíes se esfuerzan por darle un «carácter arquitectónico» al lado judío del muro. En algunas partes está cubierto de azulejos y decorado con flores y piedra de Jerusalén; en otras han pintado paisajes pastoriles, lagos y olivos. También han sobreelevado el terreno junto al muro para que parezca más pequeño y amigable. Sin embargo, en cuanto mi amigo cruzó el puesto de control hacia el lado palestino, el terrible e imponente aspecto del muro fue imposible de eludir. Vio una masa gigantesca de cemento armado que mide entre ocho y diez metros de altura y que invade el horizonte de lo que aún queda de Palestina.
He estado reflexionando sobre esto. Pensé sobre todo en la noción del gueto que expresó Nordau y en su dualidad entre «prisión» y «refugio». Y comprendí que por mucho que los israelíes pretendan encerrar a los palestinos, el muro del apartheid no es más que un encarcelamiento autoinfligido que el Estado judío se impone a sí mismo. En el discurso de Nordau, que gira en torno al sionismo, la prisión equivale a un refugio.
Por ello, el tzabar es una auténtica tragedia, está condenado al fracaso. El tzabar surgió para erigir en Israel el nuevo gueto hebreo, para reparar el trauma causado por el abandono de la seguridad del viejo gueto judío como resultado de la ilustración europea y de la tendencia hacia la emancipación de los judíos. El tzabar debía convertirse en un nuevo «ser civilizado», pero su misión era imposible, porque se veía atraído al mismo tiempo por dos polos opuestos: el universalismo y el sentimiento tribal. Todo indica que las semillas del apartheid israelí y de los cimientos del «muro de seguridad» fueron sembradas durante el primer congreso sionista.
Sin embargo, a pesar de que el judío tzabar aparece como un agresor y una trágica identidad histórica autoinfligida, está muy claro que no mucha gente comprende la profundidad conceptual e ideológica que subyace a esta palabra, profundamente cargada de sentido, que es tzabar. La palabra hebrea tzabar proviene del término árabe sabbar, que en el español peninsular significa «chumbera» («nopal» en el español americano), planta cactácea que abunda en la Palestina rural y que define a una planta tenaz y espinosa del desierto, cuya piel gruesa oculta un interior tierno, jugoso y dulcísimo [1]. Los judíos nativos de Israel que se llaman a sí mismos tzabar insisten en considerarse «duros por fuera y dulces y tiernos por dentro».
La memoria de la tierra
Esta idea del judío nativo israelí como dualidad entre la «dureza» y el «dulzor» se refleja ahora en la topografía de la región. Las alambradas de púas que dividen Palestina en bantustanes están ahí para proteger la idea jugosa y dulce del Tel Aviv «cosmopolita». Lo trágico es que el paisaje de la Palestina desmembrada es ahora un reflejo de la imagen que el tzabar tiene de sí mismo y una extensión de su identidad. La agresión de los israelíes a sus vecinos y su autoproclamada rectitud son la imagen especular de la fantasía de ser al mismo tiempo «duros y dulces».
Pero los israelíes insisten en considerarse «duros y dulces». A fin de cuentas, la autocomplacencia ha convertido dicho tópico en el estereotipo judío más común (el estereotipo opuesto es el del autoodio, calidad que se atribuye únicamente a los raros humanistas y pensadores judíos). Con todo, fuera de Israel hay quienes tienen serias dudas en cuanto al carácter dulce y delicioso del israelí y del tzabar. Hace poco se ha sabido que ahora el Estado de Israel aconseja formalmente a sus ministros y oficiales del ejército que se abstengan de viajar al extranjero para evitar que puedan detenerlos por crímenes contra la humanidad.
Dicho lo cual, hay algo que ignoran la mayor parte de los tzabar. Se trata del simbolismo inherente a la planta cactácea cuyo nombre ellos tan alegremente han adoptado: esta chumbera/nopal llena de espinas en realidad representa el robo israelí de Palestina.
La memoria de la tierra , por Juan Kalvellido
El sabbar es uno de los últimos restos vegetales de la vieja Palestina anterior a Israel. Crece en las áreas de asentamientos humanos y se nutre de las deyecciones de las gentes. El sabbar formaba parte del paisaje rústico de los pueblos palestinos y del ciclo de vida sus habitantes ancestrales. A pesar de que Israel logró borrar los rastros de todos los poblados palestinos y de la vida rural anterior a 1948, los sabbar rebrotaron en tales áreas poco después. En cualquier lugar del territorio donde hoy crece una chumbera/nopal se puede deducir que hubo un pueblo, una granja o una casa palestinos que Israel destruyó. Los sabbar son muy espinosos y sus espinas apuntan a los tzabar que colonizan la tierra y tratan de borrar su historia en nombre de la historia judía.
Para Palestina (la tierra) y para los palestinos (el pueblo), los sabbar no representan la nostalgia, porque obtienen su sustento de la memoria y de un vívido día a día. Crecen en territorio robado y ansían el retorno de los agricultores palestinos que antaño las habían alimentado. Brotan ahí, en esa tierra, para salvaguardar la historia de sus antiguos pobladores. Están preñados de higos chumbos, a la espera de que los niños palestinos se les acerquen y los tomen.
Por mucho que el tzabar proclame que es «duro y dulce», el sabbar es la prueba incuestionable de un escenario muy distinto: Palestina es una realidad anclada en la tierra, mientras que Israel y el tzabar son sólo episodios pasajeros de una fase fantasmática judía que está entrando en su etapa final y que se acabará muy pronto.
[1] Para más información sobre esta planta cactácea de origen mexicano, trasportada a Europa por los conquistadores españoles y hoy aclimatada en todas las costas del Mediterráneo, véase http://es.wikipedia.org/wiki/Nopal. Véase asimismo http://web.marcha.com.mx/index.php?option=com_content&task=view&id=5884&Itemid=2 para conocer la importancia fundamental del nopal/chumbera en la simbología nacional mexicana. [N. del T.]
Fuente: http://www.tlaxcala.es/pp.asp?reference=4429&lg=it
Artículo original publicado el 2 de enero de 2008
El escritor y traductor español Manuel Talens es miembro de Cubadebate , Rebelión y Tlaxcala , la red de traductores por la diversidad lingüística. Su última novela, publicada por Alcalá Grupo Editorial, se titula La cinta de Moebius. Su sitio web es www.manueltalens.com .
El dibujante español Juan Kalvellido es miembro de Cubadebate , Rebelión y Tlaxcala . Su sitio web es http://www.kalvellido.net .
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.