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En los campos de refugiados palestinos

Fuentes: luisbrittogarcia.blogspot.com

1 El relámpago perfila en la noche la mezquita en la entrada de Burg el Baragneh, uno de los tres campos de refugiados palestinos en Beirut y de los doce en el Líbano. Nos internamos por laberintos de callejuelas resbalosas. Llueve; esquivamos telarañas de cables y mangueras de gas y agua que gotean en la […]

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El relámpago perfila en la noche la mezquita en la entrada de Burg el Baragneh, uno de los tres campos de refugiados palestinos en Beirut y de los doce en el Líbano. Nos internamos por laberintos de callejuelas resbalosas. Llueve; esquivamos telarañas de cables y mangueras de gas y agua que gotean en la oscuridad. Chispean como luciérnagas las linternitas de los peatones; encandilan faros de motonetas que ascienden o descienden; desmaya el único anuncio luminoso: el del Hospital Haifa del Red Crescent Society, la Cruz Roja islámica. Administran el campo organizaciones palestinas como Al Fatah, Jidah o Hamas, que se reparten tareas por consenso de los refugiados.

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En Burg el Baragneh se hacinan 20.000 refugiados en un kilómetro cuadrado: el campo crece hacia arriba, superponiendo pisos taraceados de ventanucos. Por una estrecha escalera descendemos hasta la salita donde nos recibe la señora Zeinab Mohamad Achuah sentada sobre multicolores alfombras. Está enferma del corazón y no deja de fumar. Su hijo pinta casas. Sus parientes están en Gaza y hace cinco días que no sabe de ellos. El café y los informes son amargos. Los refugiados sólo pueden residir en el campo y trabajar dentro de él. No pueden adquirir propiedades ni contratar. No pueden ejercer 73 profesiones, entre ellas medicina, derecho, ingeniería. Sus hijos que nacen en el país huésped no tienen la nacionalidad de dicho país y no gozan por tanto de derechos políticos. Los campos no disponen de servicios y compran la electricidad, el agua y el gas que circulan por las madejas de tubos. Rara vez hay corriente por más de ocho horas diarias. De repente, se va la luz. Zeinab se yergue, alzando en su mano un cirio parpadeante. Parece la Estatua de la Libertad, en un mundo donde la Libertad ya casi no es más que una estatua.

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La luz del día revela lo que la noche cubre. Custodian la entrada del campo milicianos designados por las organizaciones palestinas mayoritarias. Las paredes están cubiertas de carteles y consignas revolucionarias en caracteres árabes. En el centro cultural destiempla el alma una exposición de fotografías del genocidio en Gaza. En un tarantín de reparaciones eléctricas cuelga enmarcado un afiche con las efigies de Bolívar, el Ché, Alí Primera, Chávez. Ascendemos escaleras estrechas hasta otra salita alfombrada. En las paredes cuelgan rosarios musulmanes, un bajorrelieve con la primera página del Corán, una efigie del Che. Habla la señora de la casa, rodeada de nietos y nietas. Tiene un hijo en Tel Aviv; una de sus hijas vivió dos años en Maracaibo. A través del intérprete nos cuenta que en Palestina nunca hubo problemas con los judíos residentes. En Najaríya tuvo sus hijos asistida por una doctora judía, que era magnífica persona. Quienes los persiguieron y obligaron a huir fueron los sionistas, que llegaron después. Agradece al Líbano el refugio que les brinda. Ora por Hugo Chávez, que rompió relaciones con Israel. Prefiere morir que ser toda su vida una refugiada. Al despedirnos, en las ventanas sonríen niños que no conocen la patria de sus padres ni pertenecen a aquella en que nacieron. En un taller del tamaño de un closet languidece un zapatero o más bien un patriarca de blanca barba expulsado de Palestina cuando tenía veintidós años. Una hora de exilio es interminable; sesenta años son la eternidad.

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El autobús asciende entre áridas colinas con rocas despedazadas, que los agricultores acumulan en terrazas. Las casas están acribilladas de balas. En 2006 los israelíes invadieron el Líbano, bombardearon en Qana un edificio aniquilando a sus 27 ocupantes civiles, 17 de ellos niños, y huyeron ante la contraofensiva del Hezbolá. Apoyándose en un bastón, una enlutada anciana recorre las lápidas del mausoleo. Los retratos de los niños sonríen desde la eternidad. Seguimos hacia el Sur, hacia la Puerta de Fátima, hasta avistar la trocha de la frontera y las fortalezas de los israelíes en las alturas del Golan y los restos de un pueblo que los libaneses reconstruyen lentamente. Sopla un aire helado.

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Se quiere representar el genocidio de Gaza como choque de civilizaciones o confrontación entre tradicionalismo islámico y postmodernidad talmúdica. En realidad, Estados Unidos subsidia el militarismo de Israel para tener bajo amenaza constante el Medio Oriente. En la costa de Gaza se han descubierto yacimientos de hidrocarburos, y el partido sionista de gobierno intenta ganar las próximas elecciones masacrando árabes. Según el diario israelí Ha´aretz de 9 de enero de 2009, la invasión de Gaza se planificó desde marzo de 2008. Violando la tregua con Hamas, el 5 de noviembre los israelíes refuerzan el bloqueo de Gaza y asesinan a siete árabes. La resistencia palestina contesta con cohetes artesanales que liquidan tres judíos. El 27 y 28 de diciembre arranca la Matanza de los Inocentes. Con casi un centenar de cazabombarderos F-16 y helicópteros de fabricación estadounidense y 10.000 efectivos protegidos por columnas motoblindadas, Israel dispara bombas de racimo, fósforo blanco y uranio empobrecido contra millón y medio de civiles palestinos bloqueados en los 360 km2 de la Franja de Gaza. Es la más sucia de las limpiezas étnicas.

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Tanta omnipotencia militar es inútil. Los motoblindados no pueden contra Hamas. El Time del 19 de enero señala que para 2008 viven en Israel unos 5.500.000 árabes y 5.400.000 judíos; para 2020 se serán 8.500.000 árabes y unos 6.400.000 judíos. De aplicarse reglas democráticas, el gobierno de Israel ya sería árabe: a menos que intensifique la limpieza étnica, inevitablemente lo será. Si se respetara la resolución 194 de Naciones Unidas que garantiza el retorno de los refugiados, la mayoría árabe hoy sería abrumadora.

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Se nos dice que en la Shoa (el Holocausto) fueron deportados y perecieron cinco millones de judíos; se culpa de esta atrocidad a quienes pretendieron ignorarla o nada hicieron ante ella, y se los obliga a resarcir los daños. Según Naciones Unidas, para 2002 de 8.270.509 palestinos, 5.248.186 eran refugiados; dos tercios del total, distribuidos entre los países árabes y el resto del globo. Suman la tercera parte de los refugiados del mundo; la mitad son niños menores de 15 años. Tras la Nakba (la ocupación israelí de Palestina en 1948) Israel confiscó sus propiedades. Se los mata u hostiga y bombardea para obligarlos a huir cada vez más lejos. Nadie ignora este Holocausto; nadie puede disculpar su indiferencia; nadie indemniza a sus víctimas. En El País, el caricaturista «El Roto» dibuja una horrible fosa negra, y una figurita humana que dice: «Aquí yacen 1.500 palestinos y la imagen de Israel». No es como para echarles tierra.

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Camino por el desierto de escombros donde hubo una ciudad. Despierto en el hotelito de Beirut y sé que esa Caracas devastada es quizá un sueño. Los venezolanos tenemos las mayores reservas de hidrocarburos del hemisferio; un país vecino mantiene sobre las armas medio millón de efectivos, está sembrado de bases estadounidenses, sus paramilitares cobran vacuna, instalan casinos y asesinan dirigentes sindicales de un extremo a otro de Venezuela. Personas con dobles o triples nacionalidades pueden hacer nuestras leyes, gobernarnos, juzgarnos y dirigir nuestros cuerpos de Defensa. Hemos dado todo a quienes podrían dejarnos sin nada. En la terrible hora que se avecina, quién nos recibirá.