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‘Encuadrando’ el problema vasco

Fuentes: El Mundo

El sociólogo de origen polaco Bauman nos recuerda que el sentimiento comunitario es una construcción tranquilizadora, que necesita esquivar su carácter de artefacto cultural para constituírse en una suerte de naturalidad perpetua, ajena a los deseos del individuo. Eric Hobsbawm indica que cualquier entidad con ánimo de ser nación debe inventarse una tradición histórica, dotándose […]

El sociólogo de origen polaco Bauman nos recuerda que el sentimiento comunitario es una construcción tranquilizadora, que necesita esquivar su carácter de artefacto cultural para constituírse en una suerte de naturalidad perpetua, ajena a los deseos del individuo. Eric Hobsbawm indica que cualquier entidad con ánimo de ser nación debe inventarse una tradición histórica, dotándose de un prestigio que aturde la libre decisión de sus propios sujetos individuales y obligándolos a transitar por lugares donde no se cotizan los valores de la democracia. George Steiner ha descrito cómo ha pavimentado su recorrido la modernidad laica, a través de recursos religiosos de gran capacidad persuasiva: la búsqueda de un origen sagrado, la concepción unánime de la comunidad de creyentes, la constancia ritual que da forma al pueblo elegido.

Estos autores tan diversos en especialidad, formación y opción ideológica son los que me han venido a la memoria, a bote pronto, al leer los dislates de un texto que cumple todos los requisitos comentados. El 21 de mayo de este año, Civiltà Católica, publicaba un artículo de Angelo Macchi, Los problemas de los Países Vascos, que pretende enmarcar históricamente el plan Ibarretxe. Lo curioso del texto es que, deseando clarificar el paisaje, ha conseguido embarrarlo hasta el punto de hacerlo poco menos que intransitable.Lo importante es que, como sucede en las caricaturas, tal vez el retrato ayude a destacar el perfil del personaje, y el texto haya pulsado la fibra donde aún late la insoportable levedad del ser nacionalista.

Angelo Macchi plantea hacer una «crónica» en la que «expondremos los datos que consideramos necesarios para encuadrar el problema».Nada mejor que empezar buceando en una sulfurosa «identidad del pueblo vasco», con una precisión cronológica tan encomiable como informar de que existe «desde hace varios siglos», hundiéndose en «tradiciones muy antiguas». Y lo hace, esta vez sí, en un territorio concienzudamente ensartado en cuatro provincias españolas y tres francesas, manteniendo el rotundo perfil en su singularidad de «la raza, la lengua y las costumbres», un carácter que se ha afirmado en la terca disposición a «sentirse, declararse y comportarse de una forma independiente respecto al Estado español».Con los datos cronológicos aportados, cabe preguntarse si aquellos seres, tan conscientes de su corpulencia comunitaria como de su insignificancia individual, pudieron indicar sus preferencias en declaraciones y conductas contra una realidad de estados nacionales aún inexistentes.

Según Macchi, fue en el siglo XIX, justamente, cuando se perdieron libertades tan precisas para la identidad nacional como el «comercio con la sal y el tabaco». Si se piensa en los fueros disfrutados por buena parte de los municipios españoles, uno se pregunta si el escritor tiene la menor idea de lo que eran exactamente tales concesiones regias, habituales antes de que el liberalismo considerara la ausencia de sentido de algunos privilegios que algunos se empeñan en considerar derechos. Macchi añade, sin embargo, que la etapa liberal española es la crónica de una «sistemática violación de privilegios (sic) y libertades», que incluían medios tan «refinados» como nombrar jueces que no conocieran la lengua vasca, redactando las actas notariales en un castellano «poco conocido por la mayor parte de la población». Los jóvenes que emigraron a América no lo hicieron para obtener fortuna y mejorar su suerte, sino para evitar convertirse en españoles a través del servicio militar. Al autor se le ha escapado, nada menos, el color político que tenían las guerras carlistas, incluyendo el más rancio de los españolismos basado en la lealtad al trono, al altar y a los residuos premodernos que protegían a todos los españoles -y no sólo a los vascos- de la irrupción del liberalismo.

Dado que el texto examina la emigración con esos parámetros, no sorprenden los criterios aplicados al fluido contrario. «Un vasco no aceptaría jamás condiciones laborales consideradas inhumanas», lo cual obligó a la «importación» de mano de obra. Las víctimas dejan de ser constructoras de la prosperidad, para convertirse en patéticos esclavos voluntarios, flagelos deshumanizados organizando tramas socialistas y comunistas que, por definición, no podían ser propias de los verdaderos vascos. La República agravó el problema, por algo que el autor por fin se atreve a señalar abiertamente: el nacionalismo vasco era integrista e independentista. El régimen republicano era anticlerical y centralista. Macchi no acierta a recordar el pacto sellado entre carlistas y nacionalistas para formar grupo parlamentario en las Cortes Constituyentes. Y le interesa menos considerar la importancia que llegó a tener entre los socialistas vascos lo que Prieto llamó el «Gibraltar vaticanista».Además, considerando que el autor ha incluido a Navarra en su apretada descripción, sorprende su escaso interés en señalar la función desarrollada por el tradicionalismo en la conspiración antirrepublicana.

La confusión expositiva se hace indigesta cuando trata de explicar la conducta del nacionalismo vasco durante la República sin desguazar las cañerías ideológicas de su crónica. A la evidente simpatía por el resultado de las elecciones de 1933, que iba a acabar con la legislación anticlerical, se suma la preocupación por el españolismo de la derecha triunfante. Cuando tiene que relatar lo sucedido en las elecciones de 1936, el redactor no puede evitar la repugnante enunciación de las tendencias que forman el Frente Popular. Lo único que parece quedar claro en ese desdeñoso estrabismo con que se contempla el drama que lleva a la Guerra Civil es que el problema pertenece a los españoles, incapaces de hacer lo que los vascos han resuelto hacia dentro desde siempre: la lealtad a su patria y a su religión.

Por ello, la dictadura franquista se liquida afirmando que «era impensable que las instancias de los Países Vascos consiguiesen la independencia sin recurrir a la violencia». Al parecer, la democracia para todos los españoles importaba bastante menos que la soberanía, entendiéndola sólo como lo hacen los nacionalistas, sin dejarse contaminar por la lucha de cualquier otra tendencia política que combatiera en el propio territorio vasco por la libertad en España. Tal encuadre histórico en la lucha por la democracia no es casual. Justifica el proyecto nacionalista alzado a la gobernación de las provincias vascongadas tras la muerte del dictador. Si la lucha que interesa recordar es solamente la protagonizada por los militantes de ETA y por los ideólogos del nacionalismo vasco, el pacto de la Transición contiene la imperfección esencial de ser un acuerdo entre españoles libres y diversos, no un pacto entre vascos y españoles clonando su propio arquetipo.

La Transición se ve como restauración de una soberanía imaginaria que nunca existió, construida sobre la necesaria invención del pasado. Las referencias a las elecciones del 17 de abril, aludiendo a los partidos constitucionalistas como «centralistas» -es decir, como ajenos a lo vasco- desmantelan los analgésicos llamamientos para rebajar el tono de una función cuya puesta en escena corresponde al nacionalismo, aunque ahora goce de un extraño compañero de cama. El problema es que siempre hay alguien que recuerda el guión original, aunque sólo sea con ánimo de «encuadrar el problema».

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Ferran Gallego es historiador y autor de Al otro lado del paraíso y de Neofascistas, democracia y extrema derecha en Francia e Italia, entre otros títulos.