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España, ¿una democracia legítima y representativa?

Fuentes: Rebelión

En torno a la democracia española existen infinitud de laudatorios tópicos que, cuando menos, exigen de cierta cautela y escepticismo. Igual sucede con el período constituyente de la Transición española y la Constitución de 1978, que continúan reposando en la mayoría del imaginario social y político español como un escenario arquetípico, ideal, no sin cierta […]

En torno a la democracia española existen infinitud de laudatorios tópicos que, cuando menos, exigen de cierta cautela y escepticismo. Igual sucede con el período constituyente de la Transición española y la Constitución de 1978, que continúan reposando en la mayoría del imaginario social y político español como un escenario arquetípico, ideal, no sin cierta aura de obligado y perfecto referente que no conviene obviar para con cualquier horizonte futuro.

Lejos de tal realidad, lo cierto es que en España, el modelo democrático involuciona indefectiblemente hacia un sistema de representación política donde dos de los pilares fundamentales desde los que se erige el gobierno de la res publica, la legitimidad y la representación, quedan profundamente cuestionados.

Primeramente, respecto de la legitimidad, cierto es que la Constitución Española, centro nuclear desde el que se construye y gravita todo el sistema democrático, fue aprobada en referéndum – hoy en día, palabra ésta de sumaria actualidad en España- hace ya más de tres décadas. Empero, afirmar que por tal vicisitud la Constitución es legítima en todos sus extremos resulta de un simplismo mayúsculo.

Tanto es así dado que la Constitución Española, en su disyuntiva fatalista, necesariamente invitaba a tener que escoger entre el horizonte democrático o el continuismo deleznable que ya, por cuatro décadas, tanto empobreció nuestro país. Así, ante semejante opción, las fuerzas del búnker y los sectores reformistas encontraron la razón de ser con la que cincelar un modelo de Estado que hoy desemboca en una profunda crisis de legitimidad por el hieratismo congénito del que, desde entonces, adolece.

Es decir, el resultado era un modelo cuya jefatura de Estado recaía en una Corona que resultaba hereditaria del franquismo; con una aconfesionalidad recogida en el artículo 16 que, sin embargo, espoleaba a la Iglesia católica a una situación de manifiesto privilegio; sin reconocimiento alguno al derecho de libre autodeterminación de los pueblos, y dando lugar a tan intrincado modelo como es el del Estado de las Autonomías; una variante sui generis y desvirtuada de la lógica que, en verdad, por su particularidad, necesitaba el Estado plural y heterogéneo que es España. Esto es, por ejemplo, un federalismo cooperativo, solidario y coherente con nuestra propia Historia, con un Senado coherente igual que necesario.

Muchas de estas instituciones, así como muchas otras, quedaban salvaguardadas por los fantasmas del pasado franquista de una manera muy similar a la que acontece hoy en día.

Actualmente, los miedos pretéritos nos impiden seguir leyendo las páginas de un sentido de la historia que debe mirar hacia el progreso y no seguir anclado en realidades extemporáneas. Así, es de madurez democrática reconocer que la realidad de España es anacrónica con su modelo de Estado recogido en la Constitución y, por ende, que necesita de profunda revisión.

Claro está, tal anhelo, exige necesariamente de la participación activa de la ciudadanía y de la sociedad civil española por medio del refrendo.

España debe ser una monarquía parlamentaria si la población española así lo desea. Igualmente, el federalismo o el derecho de autodeterminación deberán ser opciones tangibles si vascos, catalanes o murcianos así lo expresan en democracia. Lo mismo debe suceder con muchas de las innumerables instituciones que, hoy por hoy, persisten en nuestra democracia y que deben ser objeto de análisis, crítica y revisión. Al respecto, casi afirmaría en que una de las claves urgentes y prioritarias sería la de afrontar, definitivamente, la reforma de un Senado que bien puede tener la llave de un modelo de Estado que, convenientemente, se debe definir.

Hablar en estos términos conduce a un optimismo desmedido a la vez que irrealizable. Ello es así en tanto en cuanto, a la falta de legitimidad, conviene añadir el déficit de representatividad de nuestra sobrevalorada democracia y que desemboca en un binomio indisociable al igual que empobrecedor.

También como un elemento heredero de la Transición, el sistema electoral desdibuja una democracia que, gracias a imbricar lo peor de cada modelo de sistemas de representación – proporcional y mayoritario- nos erige como un modelo, de facto, cuasi mayoritario, esto es, mínimamente representativo.

Tráigase el recurrido e ilustrador ejemplo de Izquierda Unida, que con aproximadamente un millón de votos tiene dos diputados en el Congreso a la vez que, con una cifra similar, CiU y PNV conjuntamente, suman 17 escaños.

Con esto, el derecho de sufragio activo conduce a una realidad desvirtuada para según qué opción ideológica que, dado el caso, como recientemente pudo pasar en las elecciones municipales en el País Vasco, puede llegar a más, cuando se planteó ilegalizar la opción ideológica abertzale por (¿supuestamente?) contravenir con un modelo de democracia que, para con esto, se aleja de ser democrático.

La cosa siempre puede ser peor, y la falta de representatividad puede derivarse en muchas posibilidades. Una muy común en España, cuya más insultante evidencia se pudo comprobar con el «No a la Guerra» de Irak bajo el gobierno de Aznar, pasa por desatender cualquiera que sea la voz de reivindicación y protesta de la sociedad civil. El resultado es que la participación ciudadana en política queda subyugada al depósito de una papeleta cada cuatro años en una realidad que limita y margina sobremanera cualquier atisbo de presencia ciudadana en la toma de decisiones.

Eso sí, con legitimidad en entredicho y falta de representatividad todavía hay quien se sorprende de los «indignados» y de aquellos que salen a la calle a manifestar con un sistema tan emponzoñado como el nuestro. Estas voces que no comprenden nuestro malestar con el sistema, no entienden que la democracia no es representada por nuestros dirigentes políticos.

Unos dirigentes políticos que siguen gestionando «nuestro» Estado de Bienestar, «nuestro» mercado de trabajo, «nuestras» pensiones y «nuestras» viviendas y que dicen dirigir responsable y bondadosamente los designios de «nuestra» res publica.

Sin embargo, no olviden que se tratan de mandatarios que, en ningún momento se ven afectados por las decisiones que adoptan y promueven. Aquéllos disponen para sí de ingentes planes de pensiones privados, a la vez que muchos, pensiones vitalicias. Además, la mayoría gozan de salarios desorbitados cuando no por duplicado o triplicado (De Cospedal, Pajín, Gómez) y, de paso, otros tantos se permiten, para más desdicha nuestra, especular con el suelo y la vivienda.

Dicho todo, la reforma de la Constitución será sagrada e inviolable, o necesaria y urgente cuando mejor convenga el caso. Para todo lo demás, la culpa es de Angela Merkel, de Jean Trichet, del Fondo Monetario y de los mercados que nos dominan.

Jerónimo Ríos Sierra es investigador doctorando en Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid así como investigador principal del Instituto de Altos Estudios Europeos (IAEE).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.