En el campo de las ciencias psicológicas existe un principio que dice: «ahora se repite activamente lo que antes se padeció pasivamente». En términos epistemológicos las transpolaciones no siempre son recomendables; a veces, incluso, pueden producir monstruos teóricos. Las realidades sociales no pueden explicarse en virtud de conceptos válidos para el ámbito individual. La psicología […]
En el campo de las ciencias psicológicas existe un principio que dice: «ahora se repite activamente lo que antes se padeció pasivamente». En términos epistemológicos las transpolaciones no siempre son recomendables; a veces, incluso, pueden producir monstruos teóricos. Las realidades sociales no pueden explicarse en virtud de conceptos válidos para el ámbito individual. La psicología social, sin embargo, es uno de esos campos donde lo micro puede revelar el universo macro.
El pueblo judío ha sido, desde el legendario éxodo bíblico, un colectivo marcado por la exclusión, la persecución, el escarnio. Proceso milenario que concluye con el Holocausto a manos de la locura nazi, donde murieron seis millones de sus miembros, es decir, alrededor de una tercera parte de su población mundial en ese entonces. Sin ningún lugar a dudas, su historia como pueblo ha sido una de las más sufridas en la humanidad.
Hoy día el Estado de Israel lleva a cabo una política de terrorismo y agresión pavorosa; nada, absolutamente nada lo puede justificar, y las tropelías que comete contra el pueblo palestino son tan atroces como las que sufrieran los judíos en los campos de exterminio de Europa durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué ha pasado ahí? ¿Cómo puede explicarse esta mutación tan asombrosa en tan poco tiempo? ¿Es cierto que se repite activamente lo que se padeció pasivamente? «Los árabes», ha expresado el ultraderechista actual mandatario israelí Ariel Sharon, «sólo entienden la fuerza, y ahora que tenemos poder los trataremos como se merecen»; «y como solíamos ser tratados», agregó con mucha perspicacia el politólogo palestino-estadounidense Edward Said.
El Premio Nobel José Saramago dijo en algún momento que «Israel está haciendo perder el capital de compasión, de admiración y de respeto que el pueblo judío merecía por los sufrimientos por los que pasó. Ya no son dignos de ese capital». Afirmación fuerte, excesiva quizá. No se puede decir que «el pueblo judío» está llevando adelante esta política (política de Estado que pretende consolidar una ocupación permanente sobre los territorios palestinos que Israel ilegítimamente anexionó con violencia en 1967 y que, pese a una enorme cantidad de resoluciones de Naciones Unidas, se niega a abandonar. Política que se ha profundizado con los programas de asentamientos de colonos israelitas en el territorio ocupado, con la construcción de un muro para asfixiar la viabilidad futura de Palestina y, finalmente, con la sistemática comisión de asesinatos selectivos a los que cada vez nos tiene más acostumbrados, donde campea exultante la más odiosa impunidad). Es el elenco gobernante el responsable de todo esto. Y se podría agregar que lo es, en el marco de una connivencia del imperialismo estadounidense, que hace de Israel su punta de lanza en Medio Oriente. También hay voces judías que piden terminar con esta locura militarista, con la política anexionista, sectores que buscan una paz genuina.
Una visión tendenciosamente simplificada -y maniquea- de la situación de esta región del planeta pretende hacer ver la lucha entre judíos y árabes como consustancial a la historia. Pero en verdad este conflicto no es religioso, ni tampoco racial, por cuanto los palestinos son tan semitas como los judíos y durante siglos han convivido en paz. Es un conflicto de proyectos estratégico-militares, internacional y territorial, con grandes intereses económicos de por medio, y que se anuda con vericuetos psicosociales muy complejos donde no está ausente algún mecanismo por el que las históricas víctimas juegan ahora el papel de victimarios (¿su venganza como pueblo?)
Desde su nacimiento como estado independiente el 14 de mayo de 1948, la historia de Israel no ha sido sencilla. En realidad, si bien amparándose en el deseo histórico de un pueblo paria de tener su propio territorio, surge más que nada como estrategia geoimperial de las grandes potencias occidentales, Gran Bretaña y Francia entre las principales, con los intereses petroleros como trasfondo. La vergüenza, la admiración y el respeto que hizo sentir el Holocausto de seis millones de judíos, preparó las condiciones para que ese nacimiento pudiera tener lugar. Una «compensación histórica», podría decirse.
En un primer momento Israel no jugó el papel que actualmente se le conoce; por el contrario, trató de mantener una política de neutralidad entre los bloques de poder. Pero ello duró poco; para comienzos de los 50 comienza a alinearse con una de las potencias que libraban la Guerra Fría: los Estados Unidos, y la doctrina de la neutralidad es desechada. En 1951 el premier israelí David Ben Gurión propuso secretamente enviar tropas de su país a Corea del Sur como ayuda a la guerra librada por Washington contra la pro soviética Corea del Norte. Pero durante la década de 1950 Estados Unidos no estaba interesado en fomentar la inestabilidad del Medio Oriente, cuyas principales zonas de interés coincidían con los intereses inmediatos del mayor grupo petrolero norteamericano en el Golfo Pérsico y en la Península Arábiga. Por eso en esa época los aliados estratégicos del militarismo israelí fueron Francia y Gran Bretaña.
Luego de la Guerra del Sinaí de 1956 la situación regional empezó a preocupar a la administración de Washington, con Eisenhower a la cabeza. Para ese entonces comienzan a caer los regímenes monárquicos apoyados por Gran Bretaña, y en su lugar se da el ascenso de proyectos militares antioccidentales que acudieron a la ayuda militar soviética. Kennedy fue el primer presidente estadounidense que le vendió armas a Israel, y a partir de 1963 comenzó a forjarse una alianza no oficial entre el Pentágono y los altos mandos del ejército israelí. Esta supeditación de los intereses nacionales a la lógica del enfrentamiento entre las por ese entonces dos superpotencias globales por zonas de influencia y control en el Medio Oriente no sólo reprodujo la lógica del conflicto árabe-israelí, sino que echa mano -sin saberlo seguramente- de esa trágica historia del paso de víctima a victimario: » ahora que tenemos poder los trataremos como se merecen» . Si se quiere -la psicología lo dice y la historia lo confirma-, es muy fácil encontrar enemigos y fantasmas a la vuelta de la esquina (¿nuestra trágica condición humana?)
Desde ese momento el joven Estado de Israel pasa a ser la vanguardia estadounidense en esa convulsa región, importantísima para los intereses estratégicos del Tío Sam (reserva petrolera y zona de contención de su archirival, la Unión Soviética).
Para inicios de los 70 Estados Unidos ya había alcanzado su techo de producción petrolera doméstica, por lo que las reservas de Medio Oriente pasan a ser, cada vez con mayor empeño, de importancia vital para su proyecto hegemónico. En esa lógica -lamentable para los judíos, importante para la estrategia expansionista israelí, que no es lo mismo- Tel Aviv entrará a desempeñar un papel decisivo en la lógica estadounidense. Tanto, que comienza a ser -y lo sigue siendo hasta la fecha- su «niño mimado».
No es ninguna novedad que Israel vive, en muy buena medida, de la «cooperación» estadounidense: 3 mil millones de dólares al año (el 17 % de la ayuda externa mundial entregada por Washington). Por un complejo anudamiento de intereses, el lobby hebreo de la super potencia -con un gran poder de cabildeo, sin lugar ha dudas- ha conseguido que tanto la administración federal como importantes sectores de la iniciativa privada, destinen ingentes recursos al país mediterráneo. La inversión, por supuesto, no es gratuita. Israel, más allá de sectores pacifistas de los que también hay, como estado nacional cumple a la perfección su mandato, no muy oculto por cierto, de defender intereses extraregionales: es el gendarme armado hasta los dientes que la geoestrategia estadounidense destina a la región.
Esta operación militar-policial en gran escala que las fuerzas israelíes efectúan con la más campante impunidad no tiene por objeto -como pomposamente se declara- impedir atentados terroristas (de hecho, de ser ése su objetivo, ha fracasado estrepitosamente), sino aniquilar la militancia palestina –«todos los palestinos son sospechosos de terrorismo» – como paso necesario para disciplinar a este pueblo, al que se pretende seguir ocupando y controlando, y a toda la región en definitiva. En otros términos: sirve como mensaje.
La inestabilidad, los conflictos y las guerras periódicas son el medio funcional para el florecimiento de los negocios de las corporaciones de la industria de armamentos y de las grandes empresas petroleras.
Lo trágico en este anudamiento de intereses complejo es el papel al que se destina a un pueblo tan sufrido como el judío. Por supuesto que la generalización a que nos invita Saramago puede ser peligrosa: no todos los judíos son Ariel Sharon. Pero no hay dudas que los preceptos de la psicología obligan a seguir la reflexión: dadas las circunstancias todos podemos pasar del Dr. Jekill a Mr. Hyde. El Estado de Israel nos lo recuerda patéticamente.
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