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Estados Unidos sufre su propio imperialismo

Fuentes: Rebelión

El declive actual de Estados Unidos implica el deterioro del sistema global occidental, que el imperialismo norteamericano encabeza desde mitad del siglo 20. Por otro lado, expone las serias dificultades que siempre enfrentó el proyecto formal de hacer una nación estadounidense. Son alarmantes las tendencias divisivas allí entre clases, regiones, estados, etnicidades, culturas e ideologías.

            Más que una nación, Estados Unidos ha sido desde el siglo 18 centro de una red imperialista de operaciones globales bancarias, comerciales, industriales, militares y mediáticas. Pero desde hace años los monopolios que la rigen vienen ejerciendo una presión intolerable sobre la propia sociedad norteamericana con deudas, impuestos, alto costo de vida y guerras continuas.

            El estado-nación norteamericano fue pretexto para que compañías privadas crecieran con la venta y el trabajo de africanos y afroamericanos esclavizados; el trabajo servil de indígenas y europeos; el robo de tierras a comunidades aborígenes y a México; la conversión en mercancía del vasto espacio; y la explotación de la abundante fuerza de trabajo disponible.

            Como en ningún otro sitio del mundo, el poder bancario, corporativo, industrial y científico-técnico se ha fundado en el colonialismo comercial e intelectual, y la intimidación militar. Una gran abundancia emana de su sitial privilegiado en el mundo y de inversiones, sobre todo financieras, de otros países en su economía –el mercado más atractivo del mundo–; su propio crédito (i.e. deuda); y el pago de deuda de otros países a sus bancos o conglomerados transnacionales que su banca preside. Es un ‘imperialismo financiero’.

            Véase el contraste con Inglaterra, Francia y otras potencias europeas que durante siglos formaron sus relaciones de mercado en la vida local y comunitaria, las clases y culturas populares y los pequeños negocios. Gracias a la banca, eventualmente sus estados amasaron suficiente poder represivo y cultural para una centralización política y hacerse imperialistas, pero a fin de cuentas prevalece su carácter nacional. (Si bien hoy Europa está dominada por Estados Unidos).

            En cambio, Estados Unidos empezó como sitio de operaciones imperialistas y relaciones financieras de alcance mundial. Su sociedad se funda más en corporaciones privadas que en una cultura o proyecto que unificara las diversas clases y etnias. Desde fines del siglo 20, rebosante de dinero, se desindustrializó e instaló una llamada economía de servicios que sustituye la productividad industrial que una vez tuvo. Su ‘sociedad de consumo’ depende del trabajo de otros pueblos. Las deudas sofocan su propia actividad industrial y agrícola. Fundado en inversiones transnacionales más que en trabajo productivo nacional, su carácter nacional se aparece como una gran simulación, o un espectáculo de entretenimiento.

            Su dimensión colonialista e internacional, pues, frustra su cohesión nacional, la cual, otra vez, descansa sobre todo en grandes aparatos comerciales, bancarios, informativos, publicitarios, de vigilancia, militarismo y otros que son también internacionales. De aquí que aumente el descontento social contra los ‘globalistas’, las ‘élites’ y el establishment de Washington y Wall Street, y descienda la credibilidad del gobierno, la prensa y los discursos oficiales. En la permanente crisis social estadounidense los trabajadores y pobres alivian su situación migrando de un sitio a otro en el amplio territorio.

            A pesar de la retórica democrática, y gracias a ella, la cultura política norteamericana es intrínsicamente inalterable y reaccionaria. No son simplemente deficiencias, sino pilares estructurales, su racismo, colonialismo y anticomunismo. En su ideología lo moderno es destruir la autodeterminación de los pueblos, y lo progresista es ser dócil y sumiso. La supresión de nacionalidades –pueblos indígenas, Hawai, Puerto Rico– es monetizada y representada como deseable. La colectividad debe sustituirse por la competencia individualista por agarrar dinero y sobrevivir. En su etnocentrismo, la guerra significa seguridad nacional; las numerosas otras culturas son invisibilizadas, ignoradas, o difamadas.

            El impulso antisocial del imperialismo norteamericano expresa la lucha que en términos generales existe entre el gran capital y la sociedad. Pero también es parte de la violencia extraordinaria de Occidente en su organización del mundo durante cinco siglos. La civilización occidental ha llevado la crueldad y la opresión a niveles extremos y globales. Son indescriptibles la barbaridad con que el poder occidental organizó el hemisferio americano y un sistema esclavista intercontinental, y sus operaciones coloniales en Medio Oriente, África y Asia, mientras difundía el mito de una supremacía suya en las artes, el pensamiento y la ciencia.

            Su virulencia seguramente se funda en la hegemonía financiera desde el siglo 16, y sobre todo desde 1800. La adicción financiera a un ritmo veloz de ganancias exige continuamente nuevos extremos en la explotación de fuerza de trabajo. El impulso de acumulación monetaria tiende a desbocarse y echar a un lado la racionalidad necesaria para la reproducción de la sociedad. Llevado a un extremo, el poder del dinero termina destruyendo las condiciones de producción que permitirían generar más riqueza: instrumentos, máquinas, el conocimiento, la naturaleza, el trabajo, la educación. La acumulación financiera debe crecer sin cesar, es decir, dominar el mundo. Distinto a las proposiciones de Max Weber, Occidente no representa tanto racionalidad como una irracionalidad globalizada, aunque invisibilizada. De ahí el mundo que tenemos ahora.

            Esta peculiar modernidad puede remitirse en parte a la base esclavista del esplendor de Atenas y del imperio romano-cristiano en la antigüedad, que probablemente instaló en la cultura una indiferencia, asentada en la riqueza, a la crueldad. Una intensidad literaria ­–religiosa, narrativa, política, noticiosa, educativa– ha disimulado la culpa occidental durante el feudalismo medieval, el estado moderno y la ‘globalización’ neoliberal.

            Desde luego, ha habido muchas otras formas de vivir –otra organización social del trabajo– distintas a la occidental y su voraz acumulación financiera y exportación de capital, incluyendo sociedades ‘precapitalistas’ y de capitalismos diferentes al occidental.

            Durante milenios han existido, digamos, sociedades tributarias, donde los campesinos cederían parte de su producción al terrateniente o al estado, y economías comunitarias, a menudo cercanas al ‘comunismo primitivo’, de notable solidaridad social e integración con la naturaleza. En África, por ejemplo, ha habido numerosas sociedades sin estado y con variados grados de organización estatal, incluyendo altos desarrollos culturales, democráticos y económicos. (Véase Walter Rodney, How Europe Underdeveloped Africa, 1972).

            Es probable que la tendencia a socializar los recursos sea mayor allí donde en el pasado la unidad nacional insistió más en la cooperación para impulsar la productividad, y el estado integró la vida civil y la pluralidad étnica. En sociedades fundadas durante siglos o milenios en el tributo, como China, Rusia, el mundo islámico, la confederación inca y tantas otras, la explotación y coerción de las clases trabajadoras coexistieron con el principio de reproducir –incluso proteger– los instrumentos y la fuerza de trabajo, esto es, las condiciones de producción. 

            La racionalidad del tributo campesino incluyó en China un énfasis estatal en administración pública, cooperación, eficiencia, ética y justicia social, y en Rusia un paternalismo eclesiástico, monárquico y comunitario. Desde varios siglos antes de Nuestra Era, en China una política identificada comúnmente con Confucio –en discusión con el Tao y el budismo– dio carácter orgánico a una identidad nacional plural asentada en la gran extensión tempo-espacial y arraigada en la tierra y la agricultura. En Rusia, el feudalismo que eventualmente representaron los zares presidió una homogeneidad cultural que impartió, junto a la lengua, la Iglesia Ortodoxa.

            Si muchas sociedades no se fundaron en la esclavitud, sino en el tributo y la servidumbre, y la protección de sus recursos productivos y fuerza de trabajo tuvo prioridad sobre la acumulación bancaria, entonces su vida campesina, popular y comunitaria no estaría bajo el poder desbocado de clases dominantes insaciables e irrestrictas como las occidentales. ¿Vendrá de ahí el contraste de la teología ortodoxa rusa, con su religiosidad de pasión íntima inseparable del otro y de la comunidad –que narra la literatura de Dostoyevsky– versus la insistencia católica y protestante en el castigo, la muerte, el fuego del infierno y el escape individual? Esta amenaza terrible, recuérdese, ha sido base de los estados-naciones occidentales modernos.

            Las revoluciones de Rusia, en 1917, y China, en 1949, se han visto generalmente como comunistas, pero debe apreciarse la profundidad de su carácter nacional, y el salto moderno que representaron en cuanto a unidad entre pueblo y estado. Esta unidad fue posible gracias a la dirección comunista, pero no es reductible a ella. Triunfaron y persistieron en medida decisiva por su ‘profundidad’ nacional. Sus sistemas políticos y sociales, que proveyeron unidad inter-étnica y progreso económico, se asentaron en potentes geografías, demografías, y culturas popular-nacionales.

            ¿Fue la cultura popular ancestral rusa lo que la Revolución Bolchevique movilizó y transformó, y después el gobierno de Stalin alentó para industrializar la Unión Soviética, expulsar los alemanes, ganar la guerra antifascista y poner en jaque al imperialismo? (Del cual los nazis eran una versión, como hoy los americanos.) Parece que esta energía nacional-popular permite a ‘la Rusia de Putin’ hacer frente a la OTAN y frenar la movilización militar más estratégica que ha lanzado el imperialismo norteamericano desde sus derrotas en Cuba en los años 60, Vietnam en los 70, y el sur de África en los 80.

            Los incautos que consumen pasivamente la propaganda revestida de información noticiosa harían bien en leer a Zbigniew Brzezinski (El dilema de Estados Unidos, 2005; El gran tablero mundial, 1998), quien explica la estrategia de Washington. Es imprescindible desmantelar a Rusia, un inmenso estorbo que insiste en su independencia nacional y, según han dicho funcionarios estadounidenses, picotearla en varios pedazos. Después viene un objetivo mayor y más ambicioso, desmantelar a China.

            Según la propaganda norteamericana Rusia es imperialista, como supuestamente sería antes la Unión Soviética. Pero es muy difícil demostrarlo, pues un país imperialista obtiene la porción decisiva de su excedente de la explotación de otros pueblos; en cambio, la base principal de la economía rusa es la riqueza material y cultural que el trabajo nacional produjo durante el periodo soviético. La propaganda igualmente evade el dato de que fluía más riqueza de Rusia hacia las demás repúblicas de la URSS de la que ésta recibía de aquellas, y así también en la relación entre la URSS y los países socialistas de Europa oriental instalados después de 1945. Hoy en Rusia hay muchos capitalistas y ricachones, pero no es fácil identificar una clase capitalista, que probablemente fue destruida hace tiempo por la revolución (como en China), y menos aún que sea dirigente, algo indispensable, creo, para que haya imperialismo.

            Conviene, pues, distinguir entre países de vieja civilización y de más reciente formación; y los que han estado a la vanguardia del capitalismo occidental, esto es, del imperialismo, versus los que han mantenido decisivamente elementos de viejas culturas tributarias o comunitarias, o donde apenas se formó burguesía y las clases populares tienen mayor libertad para avanzar en la relación proporcional de poder, e influenciar la nación.

            En el hemisferio americano los países están por hacerse, por así decir. Deben superar la opresión y marginación a que están sometidas todavía comunidades indígenas y afrodescendientes, en varios casos mayoritarias, y organizar sistemas de producción propios. Para empezar una civilización americana basada en la cooperación, donde progresen gobiernos comprometidos con el interés nacional-popular, es indispensable derrotar el imperialismo.

            Esta civilización nacería de una historia de miseria, colonialismo y deuda. La Revolución Haitiana empezó hace dos siglos un proyecto nacional a partir de las masas populares, el cual Estados Unidos ha saboteado desde fines del siglo 19 hasta el presente. La Revolución Cubana constituyó un adelanto extraordinario en este sentido. Washington ha fracasado en su cometido –admitido públicamente muchas veces– de destruir el estado nacional cubano.

            En tanto deben participar de forma autónoma en el mercado global, todos los países son países en desarrollo, incluso los que creen haber ‘llegado’ a él. El desarrollo –tema que inauguró Latinoamérica y luego la Unión Soviética– trata de la construcción económica nacional, las instituciones de reproducción social, la autodeterminación, la descolonización, y la organización de un intelecto colectivo. Opone una sociedad fundada en el trabajo a una fundada en el dinero.

            El mundo reclama un desmantelamiento del imperialismo. La descolonización incluye los países ricos, cuyas economías deberían fundarse en el trabajo nacional en vez de riqueza que se produce en otros sitios y sus bancos capitalizan. A saber cómo Estados Unidos superará su actual desorden y ‘subdesarrollo’, y si principalmente serán las luchas de clases en el país, o las de escala internacional, lo que provoque su transformación.

El autor es profesor jubilado de la Universidad de Puerto Rico.

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