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Dos años después (XVIII)

Francisco Fernández Buey: estudiante antifranquista y comunista democrático, profesor universitario, maestro de ciudadanos y ciudadanas

Fuentes:

Para Violeta, para Elena, que le amaron Nos hemos ido del tema. A pesar de ello, ahondo un poco más si me lo permiten en este desarrollo epistemológico complementario. Estábamos en la conferencia de Sacristán dictada en Valencia en 1969. Como comenté, dice mucho de su concepción de la filosofía, de la ciencia y del […]

Para Violeta, para Elena, que le amaron

Nos hemos ido del tema. A pesar de ello, ahondo un poco más si me lo permiten en este desarrollo epistemológico complementario.

Estábamos en la conferencia de Sacristán dictada en Valencia en 1969. Como comenté, dice mucho de su concepción de la filosofía, de la ciencia y del compromiso. En la misma senda que su amigo y compañero FFB:

Todo el mundo sabía que la interpretación puramente instrumental de la ciencia se encontraba también en otros ideólogos mucho menos brillantes. Antes de recordarlos, comentaba Sacristán, antes de dar algún ejemplo, quería hacer una observación que valía la pena intercalar:

«[…] la diferencia entre una gran pensador como es Heidegger, de tipo reaccionario (nadie ha dicho que el pensamiento reaccionario no pueda dar grandes frutos), la diferencia de todos modos entre un importante pensador reaccionario como Heidegger y Marcuse, pese a la coincidencia en este anticientificismo, es de todas maneras la siguiente: Heidegger condenaría todo absolutamente de la cultura y de la conciencia científica, desde la matemática hasta las aplicaciones tecnológicas, incluida, por ejemplo, la farmacopea -los escritos de Heidegger lo dicen abiertamente-, se condenaría, por ejemplo, una investigación sobre el cáncer o el uso de las sulfamidas, cualquier cosa que fuera intervención en lo que debería ser dominio exclusivo de los dioses, para decirlo con el mismo lenguaje de Heidegger».

En cambio, en este nuevo antificientificismo que, a pesar de todo, quiere ser progresista, revolucionario, se veía un desprecio de la conciencia científica, pero quedándose al mismo tiempo con toda la técnica. Se apreciaba muy visiblemente en ideólogos muy inferiores a Marcuse.

«[…] algunos de ustedes conocerá el libro éste de El retomo de los brujos. En el fondo, la propuesta de Pauwels y de todo su grupo, tanto en este libro como en la revista de ellos, Planète, es vivir con una filosofía, con una concepción general del mundo de carácter irracionalista, mágico, mítico, pero aceptando la ciencia como mera terminología. Para decirlo gráficamente, ser magos pero usando antibióticos, aunque sin admitir las implicaciones que para las concepciones de la naturaleza tiene el que uno sintetice sulfamidas.»

La intención de Sacristán al asociar un hombre como Marcuse a unos ideólogos tan poco respetables como los de Planète, no era criticar a Marcuse, escritor más que respetable. Se trataba de evidenciar también en pensadores respetables «esa vena de abandono del espíritu científico, que es la tradicional alianza del movimiento obrero con la conciencia político-social.»

Para acabar de hacer esta descripción «a nivel digamos de ideólogos», también valía la pena decir que incluso en una corriente también de moda, muy antipódica a la que podía representar Marcuse, en el estructuralismo francés concretamente, se podía conocer estas actitudes.

«Es muy curioso que se pueda encontrar en textos de ideólogos estructuralistas, por una parte, un trabajo y una aplicación exacerbada, diría incluso que supersticiosa, de criterios estrictamente científicos formales, pero que son de tradición demagógica, porque, aunque esa coincidencia no es manifiesta del todo (en algunos casos sí se ve), la presencia del concepto de estructura de una manera muy viva en la cultura filosófica contemporánea, e incluso en la científica, tiene seguramente dos o tres orígenes incluso: uno, filosófico-romántico; otro, de las ciencias biológicas de principios de siglo, incluyendo en las ciencias biológicas la Psicología en este caso (psicólogos como los de la psicología de la Gestalt, de la forma, han sido los primeros introductores del concepto de estructura), y, por último, la lógica simbólica, en cuyas primeras manifestaciones (por ejemplo, en los primeros escritos de Carnap) hay el primer desarrollo formal de la idea de estructura»

La idea de estructura era una idea manifiestamente formal, lo cual no quería decir que no se pudiera aplicar en muchas partes, como era obvio.

Pero, en cambio, en la literatura estructuralista, era frecuente encontrar un uso, en opinión de Sacristán demasiado confiado, de términos formales, como eran las técnicas de análisis estructural, junto con una escapatoria mística en algunos momentos o incluso en momentos muy frecuentes.

«Esto tenía tradición ya en el neopositivismo. Ya en el neopositivismo había sido relativamente frecuente la presencia, en un mismo pensador, de técnicas formales muy exacerbadas, dentro de un mismo texto, con arrebatos místicos manifiestos. Wittgenstein es un hombre de esos cuyos últimos años, sobre todo cuando ya había hecho lo principal de su trabajo lógico formal, los pasó con una vida espiritual, no ya mística, sino más bien de borrachera sentimental, viviendo solo entre la música de órgano y las novelas policíacas.»

Sobre Lévi-Strauss habría que decirlo con mucho más cuidado. Lévi- Strauss era un pensador y un científico muy cauto y muy prudente. En el campo filosófico, en opinión del conferenciante, siempre estaba vacilando.

«Los libros de Lévi-Strauss incluso ponen a veces un poco nervioso al lector, sobre todo cuando hace filosofía, en los ensayos metodológicos, por su mucha cautela, por las muchas cláusulas de limitación de lo que dice y añade. De modo que achacárselo esto a él quizá fuera injusto, pero en los seguidores de tipo divulgador y, sobre todo, periodístico, se aprecia una exacerbación de la confianza en aspectos formales del conocimiento científico, con una gran desconfianza en cuanto al valor filosófico de la ciencia, con el resultado, puesto que la mayoría de ellos son etnólogos, de una sobrevaloración enorme de los tipos de conciencia no científica: conciencia salvaje, primitiva, hasta el punto de que en algunos momentos los filósofos estructuralistas parecen reproducir mitos rousseaunianos, mitos de finales del siglo XVIII.»

Sacristán leyó un texto, un texto de divulgación periodística, en el que se rozaba ya el ridículo. Era un escrito anónimo de tres estructuralistas franceses, un artículo de mucho éxito publicado por muchas revistas mundiales (Sunday Times, L’Express entre ellas).

«Allí se habla muy justificadamente de la monstruosidad que se está cometiendo con los indios brasileños, que están siendo objeto de un genocidio monstruoso, sin que nadie parezca enterarse. Y llevados por la justificadísima indignación que les produce, estos hombres hablan de la cultura de estos indios, que prácticamente están a un nivel realmente inferior a lo que en nuestra área occidental llamamos «neolítico», usando expresiones del siguiente tenor, que son sutiles de recoger, como la primera que les voy a leer, pero la segunda es categórica: «En el Parque Nacional Simbel, de Brasil, se concentran una docena de tribus que viven en la dulce obsesión de sus ritos de la edad de piedra»‘.

Para el autor, ritos de la edad de piedra son obsesión ‘dulce’; lo que tal vez sería triste e inhumano sería un tratado de física por lo visto. Proseguía Sacristán:

«Fabricando con sus manos refinados objetos». Esos objetos podían ser geniales, «por qué no, genialidad artística la puede tener el indio del parque Simbel, igual que cualquier hombre del siglo XX europeo; refinado, en cambio, es muy posible que no sean más refinados que objetos que pueden fabricarse hoy en un laboratorio, etc.»

Más aún: «Pintándose el cuerpo y alimentando un fuego eterno». Esta retórica, apuntaba Sacristán, «parece indicar que este hombre siente nostalgia de no creer que hay que alimentar eternamente el fuego, en vez de producirlo cuando se quiera, sacando las cerillas o el mechero».

Pero si esto era solamente interpretación sutil, el título del artículo era categórico: «»Los indios vivían conscientes de su lugar en el universo». Esto quería decir que «en esta glorificación estructuralista, ideológica, parece que estos hombres confunden la serenidad, relativa, de la ignorancia, con lo que Marx llamaba «la bestial limitación del campesino», la tranquilidad absoluta de la ignorancia».

Estas ideologías reaccionarias, reproducían lo que era la ideología del Inquisidor, de Dostoievsky.

«El Inquisidor es un hombre que está dispuesto a condenar a Cristo, si Cristo reapareciera, porque Cristo, al inquietar a las almas, les haría perder su serenidad. Esta es la ideología, que hay en el fondo, debajo de este desprecio de la conciencia científica y esta valoración de la consciencia que estos salvajes prehistóricos pueden tener.»

Con esto no quería despreciar porque era muy respetable un tema ideológico muy importante de los etnólogos estructuralistas: su protesta, en su opinión justificadísima, «contra la crueldad que supone arrancar estas poblaciones de sus culturas, violentamente, por vías de explotación económica, y sin darles una posibilidad de vivir ellos mismos y de hecho encontrarse a sí mismos, si eso es posible en el cambio.» Desde este punto de vista moral, proseguía, los etnólogos estructuralistas tenían «toda la razón, pero, en el siglo en que estamos, lo que más nos amenaza es la confusión mental y hay que intentar ser claros, hay que intentar saber, a la vez, que uno está a favor del indígena cruelmente arrancado a su mundo y su naturaleza y en contra de que se diga que la ignorancia es consciencia.»

¿Que esto era mucho más complicado que ser unilateralmente cientificista o anficientificista?. De acuerdo, desde luego, por supuesto. «Pero me parece que el problema de nuestra sociedad y nuestra cultura ha llegado ya a tal grado de complicación que hay que empezar a no ser simplistas y aceptar, a la vez, que uno tiene que jugárselas por los indios de Brasil y también por la conciencia científica del espíritu revolucionario.»

El ejemplo que había elegido de este artículo periodístico era grotesco, por supuesto, pero lo grotesco servía para subrayar de forma extremada a donde podía llegar lo que en Marcuse era sólo imaginar un socialismo que prescindiera de la ciencia.

«[…] acercándonos más a la media de edad de ustedes, me parece muy importante el hecho de que esta corriente anticientificista de espíritu revolucionario, empiece también a encontrarse entre estudiantes, en los movimientos estudiantiles mundiales.»

Sacristán ponía a continuación el ejemplo de Anna Adinolfi, su cuñada, la hermana de su primera esposa, la hispanista Giulia Adinolfi.

«Una pariente mía es bioquímica en Italia, una mujer muy madura como científica. Dirige ella el laboratorio y en los primeros movimientos en la vida estudiantil (ella es muy roja, por lo demás, es decir, no había ninguna dificultad con los estudiantes desde este punto de vista), pero los estudiantes, que le tienen mucha simpatía, le llegaron a preguntar: «Bueno, ¿y para qué sirve la investigación pura? ¿Por qué no dejas de hacer investigación pura y te pones a buscar algo para el asma de las lavanderas del Ticino?». El incidente no tuvo mayor importancia práctica, pero revela un estado de ánimo: un movimiento estudiantil rebelde que empieza a creer que no tiene sentido hacer investigación básica, en bioquímica, por ejemplo.»

Un dirigente estudiantil italiano, comentaba Sacristán, en una revista cultural, Contemporáneo (en la que había mucha tribuna abierta y salían, por tanto, ideas de todo tipo), sostenía que la investigación pura, la investigación fundamental, era un sistema por el cual los países más adelantados pueden gastar mucho dinero y mantienen asi lo que se solía llamar el «calor de la coyuntura’:

«[…] igual que los gastos militares, se hacen gastos en investigación básica, y así se evitan crisis de superproducción, para decirlo en términos económicos tradicionales. En la economía americana es evidente el derroche en gastos militares o incluso en gastos pseudocientíficos. Evidentemente, como compensador del calor de la coyuntural, para ir eliminando riqueza y evitar fenómenos de tensión económica por exceso de riqueza, dada la posibilidad de aprovechamiento humano en general.»

Entonces, este hombre rebelde, revolucionario, basándose en ese juicio verdadero llegaba a la conclusión de que lo que tenía que hacer una cultura revolucionaria era suprimir la investigación básica, quedarse sólo con la investigación aplicada. Por ejemplo: en ciencias, suprimir la física teórica y quedarse sólo con las asignaciones tecnológicas y en la química, quedarnos con los plásticos y la farmacopea. Con nada más.

Una conclusión muy equivocada.

Voy a citarles ahora a Michael Rossman, proseguía Sacristán, un combatiente universitario que llevaba un montón de años «saliendo y entrando a la cátedra en Estados Unidos (que es como para respetarlo en serio)». Rossmann había sido uno de los primeros dirigentes del movimiento por la libertad de palabra en la Universidad de Berkeley (wn California), un movimiento de los años 60.

En un artículo titulado «Notas de la cárcel local», en el que habla de cuando él estuvo encarcelado, hacía la comparación entre la cárcel de ese condado y la Universidad de Berkeley, escribiendo así (y escribía maravillosamente en opinión de Sacristán), hablando irónicamente a los estudiantes:

«Establécete una personalidad distinta, pero no amenazadora (…) Elige un símbolo de excelencia en tu persona, acentúa (..). Sé apasionadamente dedicado a la búsqueda de la verdad; osa una hipótesis audazmente heterodoxa, cuya sutil fragancia pueda captar tu profesor (…) Admite graciosamente tu error evidente, muéstrate abierto a la enseñanza y capaz de aprovecharla.»

Termina aquí, y, comentaba Sacristán, «traduzco literalmente, rebajando un poco»: «Podría seguir, pero que se vayan a hacer puñetas».

Este hombre, comentó Sacristán, estaba haciendo un retrato muy justo del estudiante cobista, del estudiante conformista, etc.,

«[…] pero resulta que entre los títulos del estudiante conformista pone «SÉ APASIONADAMENTE DEDICADO A LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD». Claro que está dicho irónicamente, pero en la tradición revolucionaria lo que se habría hecho es un panfleto para demostrar que el estudiante cobista no tiene derecho a decir que se apasiona por la verdad. Rossman, en cambio, usa ya el apasionamiento por la verdad como una cosa con la que se puede hacer ironía, puesta al mismo nivel que los demás detalles del estudiante cobista.»

Mucho más terrible era otro documento americano que les traigo, traducido de una revista de los estudiantes de Berkeley. Se titulaba «La barba de Berkeley , y decía así: «»No es posible reformar las universidades, hemos de entrar a saco en los campos de los Colleges, quemando libros, deshaciendo aulas y liberando a nuestros hermanos de la prisión de la Universidad»

Es decir, comentaba Sacristán, no conquistando la Universidad para un pensamiento revolucionario sino destruyéndola al considerarla pura y escuetamente como cristalización del espíritu reaccionario. «Con estos elementos creo que basta para que vean ustedes la afirmación de que se está produciendo también entre los jóvenes una copresencia de espíritu anticientífico con voluntad revolucionaria.» (a algunos de estos temas se refirió Sacristán en uno de sus grandes trabajos: «La universidad y la división del trabajo», Intervenciones políticas, Barcelona, Icaria, 1985, pp. 98-152)

Sin ninguna duda, proseguía Sacristán, igual los ideólogos que había citado como los estudiantes se quedarían muy sorprendidos, ellos que tenían una tendencia claramente mística,

«[…] si se les dijera que esto es puramente positivista, que entender la ciencia como puro instrumento, sin importancia para la conducta humana, es pura y llanamente positivismo. No es ni siquiera nuevo para el positivismo el que se doble el desprecio del aspecto filosófico de la ciencia con una misticidad de tipo irracional. Antes les he citado el caso de Wittgenstein, pero es que ya el padre del positivismo en el siglo XIX, Augusto Comte, al mismo tiempo que concibe la ciencia como pura tecnología, es autor de toda una religión de la humanidad en la que había sacerdotes, etc.»

Esto por lo que hacía a lo que llamaría el primer extremo o la primera tendencia cerrada en cuanto a su actitud ante la ciencia en corrientes que le parecían o que querían ser especialmente revolucionarias. Era para resumir la que consistía en despreciar o ignorar el valor filosófico de la ciencia, su valor moral, su valor de aspiración para la conducta, despreciando consiguientemente la conciencia científica.

«Del otro extremo, nos encontramos con algo que ya técnicamente es más delicado de discutir con hombres de conciencia revolucionaria, quienes, por ello, y por el hecho de que la tradición revolucionaria es científica, entienden la ciencia pura y simplemente casi como ideología revolucionaria diríamos, sin respetar la necesidad positiva de la ciencia.»

Era el tipo de persona que enseguida estaba dispuesto a admitir que había una física de derechas y una de izquierdas, como ocurrió efectivamente en el mal, en el peor pensamiento marxista durante los años 30 y 40.

«Esto ocurre hoy, no sólo en la tradición dogmática rusa, en autores como Konstantinov, sino que existe también en corrientes nada rusas y, para no ser unilateral en las citas, en Marcuse se encuentra también este tendencia: igual que se encuentra la tendencia a hablar de la ciencia como si no tuviera importancia filosófica, se encuentra la tendencia a hablar de la ciencia como si fuese filosofía pura».

Por ejemplo, en El final de la utopía, se decía: «Lo que está en juego es una nueva idea de la Antropología, no sólo como teoría, sino también como modo de existencia». Era la clásica confusión que tradicionalmente se señalaba como falacia naturalista, «el creer que a golpes de ciencia se puede demostrar lo que uno tiene que hacer, creer que la ciencia no ya sólo puede inspirar sino también que demuestra ideales. Esto es una arcaica falacia por la cual el dogmático cree siempre que puede demostrar matemáticamente la existencia de Dios, o que Dios no existe, lo que sea. Y si cambia de fe, es capaz de demostrar ambas cosas, primero una y después la contraria.»

Era la concepción de la ciencia, no ya como inspiradora de valores filosóficos, sino ella misma como demostrativa de valores filosóficos. A pesar de ser una falacia, respondía a una profunda necesidad espiritual, la de tener la creencia propia lo más seriamente basada. Por regla general, apuntaba Sacristán

«[…] el hombre que cae en la falacia naturalista suele ser un hombre de mucha calidad espiritual, de mucha decencia moral, incapaz de vivir dos vidas, a diferencia del sinvergüenza que se caracteriza porque puede vivir 18, 60, y como esta falacia responde a una necesidad profundísima, se presenta constantemente. Pero sin entrar ahora en discusión lógica, sino sólo en discusión práctica del carácter falaz de esa transposición inmediata de la teoría a la práctica, sin mediaciones, como si la teoría ya fuera por ella misma la práctica moral, entonces sería imposible que estuviéramos en desacuerdo, moralmente, sobre las grandes opciones radicales».

Sería imposible que, a través de tantos siglos, si la teoría fuese por sí misma conducta moral, no nos hubiésemos puesto de acuerdo moralmente. Sería imposible en su opinión. Una misma teoría, la mecánica clásica por ejemplo, ante el problema de levantar este peso, podía resolverlo de muchas maneras. Por tracción, con una grúa o empujando. No era verdad pues, que de la teoría mecánica clásica se desprendiera deductivamente una y sólo una práctica para resolver un problema práctico. No.

«Se desprenden todas las que sean compatibles con la teoría. Es una cuestión de compatibilidad, no de deducibilidad: si algo es deducible, es obligatorio; si algo es compatible, es sólo admisible. Lo que la mecánica clásica hace respecto del trabajo de la grúa, no es mandar deductivamente que la grúa resuelva el problema, sino dejar la potencia tecnológica del hombre de tal modo que pudiera resolverlo por grúa o por otro procedimiento.»

Pues bien, comentaba críticamente Sacristán, pensar que una antropología nueva pueda ser no sólo teoría sino ella misma también un modo de existencia, era la falacia contrapuesta: «creerse que la ciencia misma ya resuelve el problema moral como si no fuese sustantivo el problema moral.» Esto era muy curioso en un hombre como Marcuse, cuyo marxismo estaba basado, sobre todo, en el Marx joven, porque el Marx joven esto lo había visto muy claramente

«[…] y en la época en que él era un feuerbachiano se oponía a que Feuerbach dijera que era comunista, pues decía que Feuerbach tenía las mismas ideas que él sobre la realidad, pero que ser comunista era cuestión de asociarse hombres, no cuestión de tener una teoría. Y esto es una idea del Marx leído por Marcuse, por eso es extraño que en Marcuse aparezcan al mismo tiempo que el otro exceso, la ignorancia del carácter filosófico de la ciencia, también, en cambio, la indistinción entre ciencia y filosofía como se ve manifiestamente aquí.»

La única explicación posible, concluía en este punto Sacristán, era que esta falacia naturalista arraigaba mucho más profundamente en un espíritu cuanto más sano y puro fuera ese espíritu, arraigaba al menos como explicación. Luego, la nota crítica tenía que frenar esa aspiración y darle su camino de solución.

Matiz era concepto repitió Sacristán una y otra vez. El lema fue esencial en las consideraciones de FFB.

II

Para Antonio Izquierdo, un amigo imprescindible, un compañero en mil batallas.

Volvamos al capítulo de FFB sobre Mayo del 68.

El segundo de los dos motivos de referencia, decíamos, un motivo que fue pasando de unos países a otros, fue el antiimperialismo, es decir, esencialmente, la «denuncia del genocidio norteamericano en Vietnam». El motivo fue una constante en el movimiento estudiantil de los EEUU desde el principio, ya en el otoño de 1964, y aparecerá cada vez con más fuerza, a lo largo de los años 1966 a 1969, nuevamente en EEUU, en Francia, Alemania, Italia y España, así como en los países del Este de Europa.

«Las más importantes y numerosas manifestaciones de este período, exceptuando las protestas contra medidas represivas adoptadas por los distintos gobiernos contra los estudiantes rebeldes, fueron todas contra la guerra de Vietnam. A partir de un determinado momento puede decirse incluso que la protesta contra la guerra de Vietnam fue el único motivo unificador de los movimientos estudiantiles en el mundo.»

Convenía subrayar aquí, comenta FFB, que antiimperialismo era entonces, en Europa, también en América Latina, fundamentalmente, anti-norteamericanismo imperial. En los Estados Unidos, protesta frente la política exterior intervencionista, militarista y expansiva de la propia Administración, encabezada por Lyndon B. Johnson entre 1963 y 1969 y luego, desde enero de este último año, por Richard Nixon y Herr Doctor Kissinger.

«No sería necesario precisar este aspecto de la cuestión si no fuera porque últimamente algunas de las reconstrucciones periodísticas de aquel período tienden a fijarse sobre todo en los motivos anticomunistas y antisoviéticos (hasta el punto de que algunas de estas reconstrucciones han presentado incluso al movimiento estudiantil del 68 como el principio ideológico de la caída del comunismo)».

Esta última visión de los hechos era una falsificación intencionada. Sin ninguna duda.

La verdad era que en el período que fue de 1964 a 1969, y por lo que hacía al movimiento estudiantil, el término «imperialismo» se empleaba casi unánimemente -y no sólo en las vanguardias europeas o latinoamericanas- para calificar la política exterior de la administración norteamericana. Como ahora digamos. Respecto del otro bloque, el de la URSS, había entonces en el movimiento estudiantil una profunda división

«[…] siguió habiéndola todavía cuando, en agosto de 1968, se produjo la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia.»

Por las tropas de algunos países del Pacto de Varsovia. Incluso, recuerda FFB, entre los grupos trotskistas, los más críticos de la burocratización del socialismo realmente existente, era infrecuente la equiparación entre el imperialismo USA y la política exterior de la URSS. Tampoco exactamente, aunque estaba más cerca de eso, entre los grupos maoístas

Para entender bien esto último, algo que cuarenta años después de los hechos podía resultar llamativo, había que tener en cuenta el enorme impacto que en la segunda mitad de la década de los años sesenta tuvo en todo el mundo la guerra de liberación de Vietnam.

«La intervención norteamericana en Vietnam data de los primeros años de esa década, de la época de la administración Kennedy. Comienza con el envío de asesores de los servicios de inteligencia en apoyo del régimen entonces existente en Vietnam del Sur y se convierte progresivamente en intervención militar abierta desde 1964. La guerra de Vietnam se prolongaría durante toda la década, hasta la retirada definitiva de las tropas de los EEUU en 1972. El momento culminante de la guerra tuvo lugar, sin embargo, en la segunda mitad de la década de los sesenta, que es también el momento en que se multiplican los movimientos estudiantiles y universitarios en todo el mundo, según una secuencia que incluye California, Madrid y Barcelona, Berlín, París, Chicago, Milán, Praga, Londres, Ciudad de México, Pekín, Tokio, Varsovia, Frankfurt y muchas otras ciudades con una población universitaria importante.»

Con independencia de las causas inmediatas de la eclosión de cada uno de estos movimientos estudiantiles, proseguía FFB, en todos los casos estuvo presente la protesta contra la guerra imperial en Vietnam y, más en general, contra la invasión militar norteamericana de la región del Sudeste asiático. Incluso en Estados Unidos la protesta inicial, en 1964, contra el autoritarismo vigente en la gestión de las universidades, y concretamente en Berkeley (California), se juntó enseguida con la lucha en favor de los derechos civiles y ésta con la oposición, cada vez más generalizada, al reclutamiento para una guerra imperial, como las más recientes que hemos vivido y estamos viviendo.

«En América Latina, la protesta estudiantil enlazó desde el principio con el anti-norteamericanismo tradicional, agudizado por lo que se consideraba una nueva agresión imperialista, y esto con la atracción por la actividad de la guerrilla, de la que el poeta salvadoreño Roque Dalton dijo por entonces que era ‘lo único limpio que quedaba en el mundo.»

El mismo Ernesto Che Guevara había vinculado las luchas guerrilleras con el llamamiento a crear varios Vietnam. Después de su asesinato en 1967, la idea guevarista fue repetida en numerosas movilizaciones estudiantiles. No sólo en el Cono Sur sino también en la mayoría de las grandes ciudades universitarias europeas. También en Barcelona, también en Madrid.

«Los ecos de la protesta contra la intervención norteamericana en Vietnam en favor de un régimen dictatorial desprestigiado entre la población y los ecos de aquel llamamiento de Ernesto Che Guevara llegaron pronto a Europa. Este eco era ya muy perceptible en los discursos de los líderes estudiantiles de la Universidad Libre de Berlín aquel mismo año 1967. Y desde 1968 se convirtió en el elemento unificador de las vanguardias más politizadas prácticamente en todos los lugares en los que cuajó la protesta estudiantil: en París, en Milán y en Roma, en Madrid y en Barcelona, en Londres, etc.»

La importancia de la protesta contra la criminal guerra imperial, que actuó como trasfondo o hilo rojo unificador de la gran mayoría de las protestas estudiantiles de la segunda mitad de los años sesenta del siglo pasado en todo el mundo, era un hecho reconocido por todos los autores que se habíAn ocupado de los movimientos sociales y de la cultura juvenil de esta época.

«Con matices y diferentes acentuaciones, aparece en las obras, documentos, panfletos y ensayos que se pueden considerar más representativos de aquel momento: en las obras de Theodore Roszak sobre el nacimiento y desarrollo de la contracultura en los EEUU; en el análisis que entonces hizo Noam Chomsky sobre el papel de los intelectuales; en las conversaciones y discusiones de Herbert Marcuse sobre el fin de la utopía con los estudiantes berlineses, en 1967; en las imágenes que han quedado de las asambleas y manifestaciones de los estudiantes de la Sorbonne y de Nanterre durante la rebelión de mayo de 1968; en los manifiestos inaugurales del «Living Theater»; en los documentos del movimiento estudiantil italiano y en los documentos del movimiento estudiantil en España a partir de 1967.»

Si se comparaba la revuelta de Berkeley, en 1964, con las protestas y movilizaciones que tuvieron lugar en esa y otras muchas universidades norteamericanas o europeas desde 1967 había, eso sí, una cosa que había cambiado. En 1967 la crisis empezó en Berkeley con una sentada de un grupo de postgraduados contra el reclutamiento para la Marina entre miembros del sindicato estudiantil; los efectos de la guerra de Vietnam sobre la juventud norteamericana estaban ya en primer plano. Se empezaban a conocer entonces no sólo los efectos de la barbarie sobre el pueblo vietnamita sino también, el punto había sido esencial, el número de muertos entre los jóvenes norteamericanos enviados a la guerra. Este conocimiento fue convirtiendo la protesta estudiantil en objeción a las armas y la objeción en insumisión, es decir, en desobediencia civil.

«Es el momento de decir que la movilización estudiantil de aquellos años jugó un papel muy importante en el desenlace de la guerra de Vietnam. El que la fase más aguda de esta guerra, entre 1967 y 1969, se resolviera finalmente, unos años después, a favor del contendiente más débil (militar, tecnológica e industrialmente) es una anomalía histórica, una excepcionalidad».

Esta excepcionalidad no se podía explicar sólo por la inteligencia militar, política y organizativa del Vietcong, de Ho Chi Minh y del general Giap, recientemente fallecido.

«Ni siquiera añadiendo a eso la reconocida capacidad de resistencia del pueblo vietnamita a lo largo del siglo. Para que esto llegara a ocurrir hay que tener en cuenta otros tres factores. El primero de ellos fue la mera existencia, en las proximidades del conflicto, de otras dos potencias militares (la URSS y China). Pero los otros dos factores tienen que ver precisamente con la amplitud de la protesta (no sólo juvenil ni sólo universitaria, desde luego) contra esta guerra. Primero en los EEUU, al generar una «contracultura» que acabó desembocando en crisis social interna. Y luego en toda Europa.»

La protesta contra la guerra de Vietnam fue también en aquellos años el factor principal de aproximación entre movimientos y organizaciones estudiantiles, y entre ellos y muchas otras manifestaciones político-culturales, culturales en sentido amplio, animadas por diferentes intelectuales, artistas y profesionales, tanto en Europa como en otros lugares del mundo.

De este modo

«Esta protesta contra la guerra está muy presente en la actividad de intelectuales como Bertrand Russell en Gran Bretaña y Jean Paul Sartre en Francia; en las declaraciones del Movimiento Pugwash, formado por científicos de todo el mundo comprometidos en la lucha contra las armas nucleares y contra la utilización de armas químicas y biológicas; en las canciones de los Beatles, de Bob Dylan y de Joan Baez; en los relatos contemporáneos de Norman Mailer; en el teatro de Peter Weiss y en el cine de Bertolucci.»

Los intelectuales no eran entonces intelectuales orgánicos del neoliberalismo realmente existente. Lo que hay según algunos.

Bastaba con repasar la lista de los primeros firmantes del manifiesto para la creación de un tribunal internacional llamado a juzgar los crímenes de guerra en Vietnam, manifiesto animado por la Bertrand Russell Peace Foundation, en 1967, para darse cuenta de la dimensión y pluralidad de este otro movimiento que tantos puntos de contacto tuvo con el movimiento universitario de aquellos años. Algunos de los firmantes citado por FFB, filósofos y pensadores siempre su interés: Gunther Anders, Lelio Basso, Simone de Beauvoir, Lázaro Cárdenas, Stokely Carmichael, Josué de Castro, Vladimir Dedijer, Isaac Deutscher, Danilo Dolci, Jean-Paul Sartre, Laurent Schwartz (un matemático que admiraba), Peter Weiss.

«A este respecto tiene importancia recordar aquí que ninguno de los primeros firmantes de aquel manifiesto, diferentemente apreciados y leídos entonces por los estudiantes rebeldes, era en 1967-1968 «pacifista» en el sentido que luego tomaría esta palabra, ya a mediados de los ochenta, ante el espectro de una guerra librada con armas nucleares en el escenario europeo.»

Todos estaban a favor de una salida negociada y honorable de la guerra, pero

«[…] todos ellos condenaban la intervención norteamericana en Vietnam como una manifestación de «la barbarie del mundo libre», llamaban la atención de la opinión pública sobre la destrucción que el ejército norteamericano estaba llevando a cabo con napalm en las selvas vietnamitas y apoyaban, además, con mayor o menor decisión según los casos, el punto de vista de Ho Chi Mihn, presidente de Vietnam del Norte, y del Frente de Liberación de Vietnam, el vietcong de Vietnam del Sur, orientado entonces por el partido comunista aunque con participación de otras personalidades (por ejemplo, de una importante minoría budista).»

Eran, como la mayoría de los estudiantes rebeldes, revolucionarios, antimilitaristas, no pacifistas, «simpatizantes de la revolución, aunque críticos también de la burocratización del socialismo en la Unión Soviética».

También eran, en la mayoría de los casos, declaradamente anticapitalistas y aceptaban, en aquel caso extremo, «la necesidad de la violencia resistente como último recurso para hacer frente a la violencia ofensiva de los invasores».

Con algunos matices, concluía este punto FFB, «el abanico de ideas representado por estos autores fue también el que predominó en las vanguardias de la mayoría de los movimientos estudiantiles de la época.»

También en nuestro país de países.

III

Para Enric Tello, por los tiempos de mientras tanto

Lo que acabó convirtiéndose en hilo principal de las movilizaciones estudiantiles y universitarias de 68, la guerra de Vietnam, no estuvo en su origen presente, de forma generalizada, en todas las situaciones. La mayor parte de las protestas estudiantiles de la segunda mitad de la década de los sesenta surgieron «de la inadecuación manifiesta del sistema de enseñanza superior y de la insatisfacción de los estudiantes ante la situación de la universidad». O para decirlo con más precisión, remarcaba FFB, «de la conciencia de tal inadecuación y de las contradicciones que generaba en el seno de la universidad.»

Se solía decir, y era cierto en su opinión, que la revuelta de Berkeley, en California, había sido el primer aldabonazo -el término era también del gusto de Sacristán, que habló de los dos grandes aldabonazos de 1968: mayo y la primavera y ocupación de Praga- de los movimientos estudiantiles.

«Eso ocurría en el otoño de 1964. Y la causa inicial del movimiento fue la protesta contra la forma autoritaria y paternalista de gestionar la universidad pública. Quienes iniciaron la protesta en los EEUU eran en su mayoría los hijos de las clases medias del final de la II guerra mundial, jóvenes que habían nacido justo al acabar la guerra, por lo general excelentes estudiantes que mostraban su descontento tanto por la forma en que estaban siendo tratados por los órganos directivos de la universidad como por la inadecuación de los programas académicos y por la discriminación de las minorías, en particular de los negros».

En este incipiente movimiento estudiantil había un vínculo muy claro con el movimiento en favor de los derechos civiles. De hecho, «el conflicto de Berkeley nació como una extensión del movimiento en favor de los derechos civiles» para convertirse, casi de inmediato, «en una protesta que ponía el acento en los problemas de fondo de la universidad, de la «multiversidad», como la llamaron».

En esta primera revuelta, la de Berkeley, aparecía ya uno de los temas que se reiteraría luego en todas las protestas estudiantiles de la segunda mitad de la década:

«[…] la contradicción existente entre lo que para las autoridades académicas (en EEUU y en los principales países de Europa) era definido como progresiva «masificación» de la universidad y que para los estudiantes que se rebelaban era profunda inadecuación de la universidad realmente existente a la ya inevitable generalización de la enseñanza superior en una fase nueva. La extensión del principio de igualdad de oportunidades, reconocido en las leyes, chocaba clamorosamente, en la práctica, con las viejas estructuras universitarias».

Había dicho antes «generalización inevitable» de la enseñanza superior. FFB quería justificar el uso del adjetivo: «inevitable, en primer lugar, por las consecuencias, muy evidentes, del crecimiento demográfico que se había producido al acabar la segunda Guerra». Había que tener en cuenta que, en aquel momento, en EEUU, Canadá y en varios de los países europeos, más del 50% de la población tenía menos de 25 de años. Eran, pues, «muchísimos los nacidos entre 1945 y 1950 que estaban llamando a las puertas de las universidades». Inevitable, en segundo lugar, «porque la recuperación económica de la posguerra, las transformaciones tecno-científicas aplicadas a la producción y la vigencia del principio de igualdad de oportunidades obligaban a los estados a abrir a las capas sociales ascendentes el entonces aún muy restringido acceso a los estudios universitarios.» También allí por supuesto.

Lo que estaba en juego eran las distintas funciones de la universidad en la sociedad: desde el acceso a los métodos de transmisión de conocimientos y la relación entre profesores y alumnos a la creación de hegemonía, a la formación para el mandar como diría Ortega y Gasset (FFB escribió un magnífico artículo sobre el tema, recogido en el libro, en la senda del clásico de su amigo, «La universidad y la división del trabajo»). De ahí habían surgido dos conflictos paralelos que pasarían a primer plano en la segunda mitad de la década de los sesenta. El primero tenía que ver con la persistencia de «formas autoritarias en la vida universitaria: en la relación profesor/alumno, determinada por el «mandarinato» y la clase magistral», sin discusión ni crítica, y en la gestión tecnocrática de la universidad «en manos exclusivamente de las autoridades y con participación mínima o nula de los estudiantes». De la crítica de esta situación surgió el «tan perceptible rasgo «antiautoritario» en todos los movimientos estudiantiles de la época.»

El retorno al pasado es manifiesto.

Había muchos matices entre el «antiautoritarismo» de los estudiantes de Berkeley entre 1964 y 1967, el de los estudiantes de París y Berlín entre 1967 y 1968 y el de los estudiantes de Madrid o Barcelona a partir de 1968. Se podían analizar a partir de la comparación entre la noción marcusiana de la «tolerancia represiva», funcional a las sociedades industriales «avanzadas»; la idea berlinesa de la «contra-universidad», tan funcional al particular estatus de Berlín en aquel entonces, todavía dividida, y el carácter antidictatorial, prodemocrático y antifranquista que el movimiento estudiantil tuvo en España en sus orígenes.

«Pues no era lo mismo, por supuesto, la crítica al nuevo tipo de autoritarismo implicado en la «tolerancia represiva» de la sociedad norteamericana que la crítica al viejo autoritarismo represivo, político-social, entonces existente en España (de corte fascista o nacional-católico), en México (donde el autoritarismo era de orientación burocrática por la institucionalización de la revolución a través del PRI), en Francia (donde los estudiantes identificaron el autoritarismo con el conservadurismo de las fuerzas represivas representadas por el gaullismo)…

O en Checoslovaquia o Polonia, donde los jóvenes identificaban el autoritarismo «con la existencia de hecho de un partido único, además burocratizado».

Había que decir que a pesar de estas diferencias apreciables entre países -«y sobre todo en los documentos teóricos de las vanguardias estudiantiles en EEUU, Alemania, Francia, Italia»- pronto se había producido una aproximación, «algo así como una identificación entre la crítica del autoritarismo, la crítica de la tecnocracia y la crítica radical de la sociedad de consumo». Esta aproximación era patente «ya en algunos de los documentos del movimiento estudiantil barcelonés a finales de 1966 y comienzos de 1967, documentos que esbozan el enlace con lo que sería la línea principal de los otros movimientos estudiantiles europeos desde 1968».

También lo era en los documentos que produjeron, por aquellas mismas fechas, «los estudiantes de la primera facultad de sociología italiana, en la universidad de Trento.»

El segundo conflicto importante se produjo en torno a los contenidos y materias de los estudios académicos universitarios.

«Tanto en Berkeley y en otras universidades norteamericanas como en las principales universidades europeas los estudiantes de Letras, Economía y Ciencias Sociales principalmente (pero, en algunos casos, también los de Derecho, Arquitectura e Ingeniería) consideraban anacrónicos los planes de estudio entonces existentes y/o exclusivamente funcionales a la formación autoritaria en la sociedad de consumo».

Un reciente manifiesto de estudiantes de Economía de unos veinte países muestra que la situación no ha variado esencialmente.

«En todas partes hubo una misma insistencia: planes de estudio y temarios estaban muy alejados de los problemas cotidianos que más importaban entonces a los jóvenes. Y fue la denuncia de la incapacidad institucional para abordar estos problemas desde una perspectiva global, no fragmentaria, lo que acabó de poner en crisis la universidad tradicional, «napoleónica», «tecnocrática» o «autoritaria», como se decía, según los países.»

Sobre estos dos conflictos fue tomando cuerpo un tercero: el conflicto intergeneracional. No era nada nuevo. Había estado presente, de manera más o menos abierta o larvada, en cualquier momento histórico. En aquellos años se acentuó y agudizó «por el motivo demográfico antes dicho (el peso cuantitativo de los jóvenes en la pirámide de edades)» y porque muchos estudiantes «dejaron de creer que sus mayores tuvieran que seguir dirigiendo la universidad y la sociedad en la forma en que lo hacían». Vieron en la forma tradicional de gestión en la universidad y de control social «un obstáculo que se oponía primero a la meritocracia, retóricamente defendida desde las alturas del poder y de la edad, y luego a que cuajaran las nuevas ideas, creencias y costumbres que estaban surgiendo.»

Para los estudiantes que se rebelaban en esta segunda mitad de la década de los 60 esta creencia tomó la forma de oposición abierta al autoritarismo en los centros de estudio, gestionados por los mayores. Había que añadir que, desde 1968

«[…] esta crítica se amplió al autoritarismo existente en la familia (dominada por la estructura patriarcal), en las relaciones entre los sexos y en el conjunto de la vida social (en la que lo que contaba eran los gustos, las costumbres, los gestos, la vestimenta, las expectativas y las necesidades de los mayores). De modo que la forma mínima e inicial de la protesta juvenil fue oponer otros lenguajes, otra imagen física, otros espacios para la relación, otra manera de vestir, otra manera de entender las relaciones sexuales. En suma, otra manera de estar en el mundo.»

Para ponerse en situación en esto bastaba con reflexionar un momento sobre un hecho, en opinión de FFB decisivo, muy relacionado también con la demografía: si la década de los noventa fueron «los años de la viagra, la píldora para viejos en una sociedad envejecida, los sesenta fueron los años de la píldora anticonceptiva, entonces la píldora sin más, para jóvenes de una sociedad en la que los jóvenes eran mayoría y, obviamente, exigían algo más que la palabra.»

Para entender la pérdida de predicamento de los mayores en aquellas circunstancias y la dimensión auténtica de este conflicto había que tener en cuenta otros dos factores:

«[…] la dificultad que los jóvenes tenían entonces para disfrutar de las relaciones sexuales en un espacio propio de la casa familiar y la relativa facilidad con que, en cambio, se podía encontrar un empleo estable (o casi) en sociedades para las cuales el pleno empleo era casi un dogma. A partir de ahí se comprenderá que el «irse de la casa paterna» para vivir con otros jóvenes en comunas (urbanas o rurales) se generalizara a una edad bastante temprana».

Independientemente del éxito o del fracaso de estas experiencias, ahí estaba el origen de otro «de los movimientos del momento, muy vinculado al movimiento estudiantil», el de las comunas como alternativa a la familia tradicional, «como prefiguración de un nuevo tipo de relación social.»

La forma extrema o radical del conflicto intergeneracional tomó cuerpo en una idea que pronto se convirtió en eslogan del Free Speech Movement y que luego se repetiría en todos los casos de contestación estudiantil: «Desconfía de los que tienen más de treinta años».

La idea nació entre estudiantes universitarios.

«Pero cuajó también fuera de las universidades, al margen de las protestas, de la contestación y de las ocupaciones de las aulas: en las fábricas y en la sociedad en general. No es casual que por entonces se empezara a hablar de la juventud como una nueva clase social y que en EEUU se creara incluso un partido de los jóvenes.»

De ahí la «cultura juvenil», con su aspiración a la diferencia en todo o en casi todo: «en el vestir, en la imagen física, en el relacionarse con otros, en el aparentar, en la forma de escuchar música o de hacer teatro, en el contar». A medida que la contestación estudiantil fue en aumento, desde 1964 a 1969, tanto en USA como en Europa, la edad media de los participantes en asambleas, sentadas, demostraciones lúdicas y manifestaciones de protesta iría descendiendo, recordaba FFB, «al incorporarse ya numerosos estudiantes de la enseñanza secundaria o media, de los institutos y liceos, que estarían entonces entre los 14 y los 17 años.»

La subcultura juvenil de los movimientos de protesta de aquellos años sesenta se solía identificar con lo que entonces se llamaba contracultura y con el movimiento hippy. También sobre esto se había escrito mucho. Pero, preguntaba FFB:

«[…] ¿qué rasgos tuvo realmente aquella contracultura? En verdad, muy heterogéneos. Tan heterogéneos que sin el trasfondo de la guerra de Vietnam, que… actuó de elemento catalizador, seguramente la contracultura nos parecería hoy un mosaico de ideas y actitudes fragmentadas y tal vez incomponibles.»

Lo primero que había que decir a ese respecto era que lo que se llamó contracultura, «aunque cuajó mayormente entre los jóvenes, sobre todo en EEUU», era, más bien, «una combinación de las expectativas y actitudes juveniles con ideas, experiencias o manifestaciones artísticas de la generación beat (William Burroughs, Jack Kerouac, Allen Ginsberg)» y con teorías procedentes de pensadores maduros, en absoluto jóvenes, para aquel entonces como Marcuse, Alan Watts, Timothy Leary, Goodman o McLuhan.

De ellos y de autores muy leídos por los jóvenes contraculturales, como Aldous Huxley, Ursula Le Guin -de quien él mismo hablaría con detalle y admiración en Utopías e ilusiones naturales- o Kurt Vonnegut -ibidem-, habría que haber desconfiado por su edad, «si nos atenemos al eslogan del Free Speech Movement antes mencionado».

«Ni siquiera Theodore Roszak, autor del libro que para muchos fue la Biblia de la contracultura, en el que se recogían y resumían buena parte de estas ideas, The Making of a Counter Culture era precisamente un joven.»

Manuel Sacristán reflexionó de manera magistral sobre el libro de Roszak en sus clases de Metodología. No podemos detenernos en ello.

Ya eso sugería que había que relativizar, también en este caso, la importancia del factor generacional. La «contracultura» de aquellos años había tenido, para empezar, un halo neorromántico. En su filosofía y en su práctica había varios temas y actitudes que recordaban el romanticismo histórico.

Los siguientes entre ellos: «la crítica radical de la ciencia y del complejo tecno-científico; la exaltación del comunitarismo frente a la familia tradicional y la sociedad de consumo; la atracción por el misticismo, el espiritualismo y por las religiones orientales; el énfasis rousseauniano en la vuelta a la naturaleza; el papel central concedido a los sentimientos y a la imaginación frente a la razón, sistemáticamente calificada de tecnocrática e instrumental; la atracción por las drogas y los alucinógenos (tanto por evasión como por experimentar nuevos estados de conciencia); la importancia concedida a lo cognitivo frente al punto de vista analítico; la tendencia a relacionar todo con todo; el pensamiento holístico; la aspiración a una psicología crítica de las alienaciones y al mismo tiempo geltaltista, etc.»

La contracultura, la cultura a la contra, tan presente actualmente en algunos movimientos alternativos, había tenido una primera y muy aparente manifestación en el lenguaje mismo.

«En los países anglosajones se hizo habitual en aquellos años hablar de (y defender) «anticulturas» y «antientornos», «antiteatro» y «antipoesía»; las comunas eran presentadas como «antifamilias»; la liberación psíquica y sexual fueron asimiladas a la «contra-psiquiatría»; los experimentos alternativos en el ámbito de la enseñanza se llamaron «antiescuela» o «contrauniversidad». Se aspiraba, en todos los casos, a crear «contra-instituciones». «Contra» y «anti» quería decir, en suma, definitivamente fuera del sistema o, a lo sumo, en sus márgenes».

De ahí nació también la aspiración a otro tipo de prensa, a la prensa underground -«no sólo a un uso alternativo de los medios de comunicación existentes»-, así como la idea «de crear redes o canales de comunicación escritos o de transmisión de músicas y de imágenes fuera de los circuitos institucionalmente establecidos.»

No estamos en sendas muy alejadas.

Algunas de las cosas citadas habían estado en los orígenes del movimiento hippy, primero en los USA y luego en Europa. Así, «la rebelión contra la homogeneidad estandarizada producida por el sistema, el rechazo del consumismo, el canto a la vida simple, natural y comunitaria, la exaltación del pacifismo, la afición al rock psicodélico y al folk contestatario», al igual que la prédica de la revolución sexual o la práctica del amor libre, o «el uso de drogas como la marihuana, el LSD y otros alucinógenos, la mirada ecologista, la exaltación del viaje (material y espiritual), la atracción por ciertos aspectos espirituales de las culturas orientales, la revalorización de la estética frente a la politiquería…»

En suma, muchas de las cosas que aparecían en La isla, la utopía de Huxley, muy representativa de ese momento.

«Puesto que para la contracultura la forma alternativa era tan esencial como los contenidos se difundió la idea de que en todo -anti hay ya un elemento de subversión de lo establecido. Así, por ejemplo, en las entonces muy divulgadas justificaciones del LSD y de otras drogas. He aquí una: «El imperio se enriquece, se urbaniza y depende cada vez más de cosas materiales, y es entonces cuando los nuevos movimientos subterráneos salen a la superficie […] Todos son subversivos. Todos tienen un mismo mensaje: drógate, sintoniza, abandona. ¿Acaso puede funcionar el mundo sin LSD?».

Lo interesante, política, culturamente, era que en ese ámbito llegaran a aproximarse y a coincidir figuras tan distintas como «el hippie radicalmente pacifista, los panteras negras defensores de la violencia en favor del poder negro en EEUU, dirigentes estudiantiles que, como Mario Savio, eran al mismo tiempo los mejores estudiantes del establisment universitario y activistas contraculturales como Abbie Hoffmann y Jerry Rubin, fundadores del Youth International Party, amantes de la provocación y de la parodia y con una orientación radical y libertaria». A primera vista, señala FFB, el conjunto parecía una heterogénea e inconsistente Arca de Noé. No habían sido pocos los analistas de aquellos años que «llamaron la atención sobre su incoherencia ideológica y la ausencia de programa político propiamente dicho, puesto que en principio los hippie se consideraban apolíticos mientras que los otros oscilaban entre el anarquismo, el socialismo libertario y el liberalismo radical.»

Tal vez lo más característico de lo que se llamó «contracultura», apunta FFB, fue la proliferación de formas y actitudes distintas en un marco que Marcuse, un pensador que él nunca como menospreció (como tampoco Sacristán) definió en su momento como «el gran rechazo» o «la gran negación».

«Rechazo y negación del dinero, de la sexualidad reprimida, de la autoridad impuesta, del control social, de la razón instrumental, del poder establecido. Mientras un día los hippies de Nueva York invadían la bolsa y hacían pedacitos con los billetes de dólar para luego tirarlos como confetti, otro día en San Francisco aparecían grupos que se manifestaban por el centro urbano completamente desnudos para llamar la atención sobre la tolerancia represiva en cuanto a las costumbres sexuales».

Lo que no era obstáculo para coincidir luego en las marchas, en las manifestaciones no siempre pacíficas contra la guerra imperial en Vietnam con panteras negras, guevaristas y maoístas.

No era fácil entender ahora cómo llegaron a combinarse dos almas tan distintas en la contracultura americana de los sesenta:

«[…] el alma hyppie, que hizo suyo y popularizó el incono pacifista más conocido de todos los tiempos (un icono acuñado por la CDN en Inglaterra en la década anterior) y el alma revolucionaria (guevarista, marxista, marcusiana, de los panteras negras), que inspiró lo que se llamaba «nueva izquierda». Pero fue así. Principalmente en los Estados Unidos de Norteamérica; en menor medida en los campus universitarios europeos. Y no habría que extrañarse demasiado de aquella heterogeneidad puesto que todo movimiento social grande y masivo tiene siempre algo de Arca de Noé y acaba descubriendo, como aquél, que en el fondo todo es política (aunque no en el sentido en que emplean esta palabra los políticos)».

Si se quería bajar de las generalidades a la explicación concreta, habría que decir, sostiene FFB, que lo que hizo coincidir a jóvenes tan diferentes fue la facilidad de la traducción recíproca de los lenguajes de tradiciones y actitudes muy distintas ante el asunto central de la guerra de Vietnam. Un problema, éste, el de la traducción, sobre el que el traductor de Fourier nunca dejó de pensar con detenimiento.

Por debajo de las diferencias en la crítica de la guerra en curso y más allá de las diferencias de lo que entendían por «paz» grupos y movimientos tan distintos, «la oposición al reclutamiento, las llamadas a la deserción y la desobediencia civil unificaban lenguajes.» La primacía de lo concreto, la práctica social como punto unificador.

«Vestirse de flores, usar «bicis blancas» en la ciudad dominada por el automóvil, diferenciarse persistentemente de los mayores en la forma de vestir, dejarse el cabello largo, huir de la familia para ir a establecerse en una comuna rural, proletarizarse, mezclarse con los negros donde eso estaba mal visto, organizar marchas contra la guerra, desertar, participar en una «sentada» solidaria en la que se cantaban las canciones folk de Pete Seeger, las canciones-protesta de Bob Dylan y Joan Baez, el «No, no nos moverán» o el «Submarino amarillo», publicar un periódico underground

habían sido formas varias, unas veces en competición, otras en aproximación, de lo que se había llamado el Gran Rechazo, «formas que seguramente no habrían llegado a coincidir sin el espectro de fondo que atenazaba a los jóvenes y a sus familias: la guerra de Vietnam.»

FFB recordaba a Julián Beck, el director del «Living Theater», que había sido expulsado de Nueva York en 1964. Lo había escrito así en un manifiesto versificado, que era al mismo tiempo un homenaje a los movimientos del 68. Estaba escrito en Londres, llevaba por título Paradise Now:

1968

Soy un mago realista

Veo a los adoradores del Che

Veo al hombre negro

forzado a aceptar

la violencia

Veo a los pacifistas

desesperar

y aceptar la violencia

Veo a todos, todos, todos

corrompidos por las vibraciones

vibraciones de violencia de la civilización

que están sacudiendo nuestro único mundo

Queremos

zaparles

con santidad

Queremos

levitarles

con alegría

Queremos

desarmarles

con filtros de amor

Queremos

vestir al infeliz

con una túnica blanca

Queremos

revestir de música y verdad

nuestra ropa interior

Queremos

que el país y sus ciudades resplandezcan

con actos creadores.

Y lo haremos

irresistible

incluso a los racistas

En síntesis: querían cambiar el carácter demoníaco -¡demoníaco!- de sus oponentes, y hacerlo en una exaltación creadora.

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