Los atentados de París, perpetrados por el grupo criminal Daesh(1) (mal llamado ISIS) no se pueden explicar sin una amplia perspectiva política e histórica. Para ello retrocedamos sesenta años, a la Conferencia de Bandung (Indonesia) celebrada en 1955. Bandung fue convocado por tres líderes de talla universal: Gamal Abdel Nasser, de Egipto, Jawaharlal Nehru, de […]
Los atentados de París, perpetrados por el grupo criminal Daesh(1) (mal llamado ISIS) no se pueden explicar sin una amplia perspectiva política e histórica. Para ello retrocedamos sesenta años, a la Conferencia de Bandung (Indonesia) celebrada en 1955.
Bandung fue convocado por tres líderes de talla universal: Gamal Abdel Nasser, de Egipto, Jawaharlal Nehru, de India y Ahmed Sukarno, de Indonesia. Su objetivo fue preparar una alianza global destinada a promover la cooperación política, económica y cultural entre los países del Tercer Mundo, en abierta oposición al neocolonialismo, al racismo y al imperialismo, como también contra la subordinación acrítica a la Unión Soviética. Las «naciones oscuras», sin importar sus diferencias religiosas, geográficas y raciales, se pusieron de pie, y conquistada su independencia, reclamaron el derecho a desarrollar un proyecto propio, basado en su singularidad histórica y cultural. Nació así el Movimiento de Países No Alineados que integró rápidamente a Cuba revolucionaria y a Yugoslavia socialista. Un proyecto tricontinental.
Este movimiento enfrentó a tres grandes enemigos: en primer lugar a las elites extractivas presentes en cada país, que conspiraron para torcer este programa de emancipación. Luego a la oposición de las grandes potencias, especialmente de Estados Unidos, que concertó cientos de golpes de Estado. Por ejemplo, Sukarno fue derrocado por un cruento golpe militar en 1965 al que siguió la masacre de un millón de indonesios, en su mayoría militantes del Partido Comunista, miembros de la minoría china y militantes de Izquierda en un amplio sentido. Y el tercer enemigo fueron las monarquías ultraconservadoras y teocráticas del Medio Oriente, como Arabia Saudita y los emiratos del Golfo Pérsico. Para estos regímenes la propuesta de los No Alineados representaba una amenaza directa, ya que proponía una alternativa que asumiendo los valores locales, los canalizaba en una perspectiva progresista y de justicia social. Por ejemplo, Nasser impulsó decididamente la incorporación de la mujer egipcia en todas las tareas y roles de la sociedad y terminó con el feudalismo. Pero a la vez, sostenía que el socialismo no era incompatible con el Islam. Su discurso remitía al profeta Mahoma como fuente de inspiración para el proyecto que proponía.
En ese momento las casas dinásticas árabes se dieron cuenta que la batalla por su supervivencia les exigía un esfuerzo ideológico y logístico de largo plazo. La familia Al-Saud de Arabia y los emires del Golfo reforzaron sus lazos con la secta del wahhabismo y la comenzaron a instituir como la corriente oficial del Islam sunita. Para eso fundaron, en 1962, la Liga Islámica, con la que crearon una enorme cadena de instituciones de formación generosamente financiadas, expandiendo la construcción de mezquitas y centros de estudio del Corán pro saudíes por todo el mundo. La Liga Islámica nunca ha ocultado que su objetivo es promover la aplicación de la sharia o ley islámica, a nivel global, para restaurar la pureza de un Islam aparentemente contaminado por innovaciones, herejías e idolatría. Este proyecto permaneció en las sombras durante décadas. Pero a fines de los setenta la CIA se dio cuenta de su enorme potencial contrarrevolucionario en el contexto de la disputa imperialista por Afganistán.
La criatura monstruosa ataca a su creador
Desde ese momento EE.UU. comenzó a apoyar decididamente el proyecto wahhabita, expandiendo sus áreas de influencia. En septiembre de 1985 el presidente Ronald Reagan recibió a los líderes talibanes afganos en el salón oval de la Casa Blanca, y les calificó de «el equivalente moral de los padres fundadores de Estados Unidos». A esa altura los yihadistas ya habían asesinado al presidente egipcio Anwar el-Sadat en 1981, y estaban desplegando en sus territorios el mismo nivel de violencia que conocemos hoy. Pero en ese momento a Occidente no le importó, porque era una violencia dirigida contra el «enemigo soviético», los gobiernos antiimperialistas y contra los movimientos antiautoritarios y democráticos que luchaban en contra de las petro-monarquías absolutas, aliadas estratégicamente con Estados Unidos y sus aliados.
La cooperación de los servicios de inteligencia occidentales con los islamistas wahhabitas nunca se ha cortado, ni siquiera después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, ya que la base de este vínculo es el pacto de sangre entre Estados Unidos y esas monarquías árabes. De allí el apoyo occidental a las cruentas incursiones militares sauditas en contra de los movimientos democráticos de Bahrein en 2011 y en Yemen, desde 2012 hasta hoy. Si realmente Occidente quisiera acabar con Daesh confrontaría a sus ideólogos, financistas y padrinos políticos, que están en Riad, Dubai, Kuwait o en Abu Dabi. En cambio prefiere seguir ganando millonarias licitaciones para continuar construyendo sus hoteles e infraestructuras. Incluso la Copa FIFA 2022 ha sido comprada por Qatar. Turquía permite impunemente que Daesh utilice su territorio para traficar el crudo procedente de pozos bajo su control, lo que le reporta al grupo utilidades de un millón de dólares diarios. Y a la vez bombardea las guerrillas kurdas que combaten heroicamente a Daesh en Rojava.
A estas alturas Estados Unidos ya no puede ocultar estas evidencias. En una entrevista de 2014 la ex secretaria de Estado Hillary Clinton reconoció esta política al afirmar: «Financiamos mal a rebeldes sirios y surgió el Estado Islámico»(2). Y en mayo de 2013 el senador republicano John McCain se reunió públicamente con Ibrahim al Sadri, hoy conocido como Abu Bakr al Bagdadi, líder de Daesh, presentándolo como un «rebelde sirio moderado». Estados Unidos ha contribuido a crear un Frankenstein yihadista con varias cabezas (Al Qaeda, Frente Al-Nusra, Boko Haram, Daesh, etc.) que ya nadie puede controlar, ni siquiera sus financistas y padrinos de las petro-monarquías. La criatura monstruosa se expande y se vuelve cada día más en contra de su creador.
Los que cosechan en esta confusión son los conservadores en ambos campos. La candidata presidencial de la extrema derecha francesa, Marine Le Pen, no ha tardado en afirmar: «Es absurdo separar el peligro yihadista de la oleada de inmigrantes», exigiendo la expulsión de los refugiados que escapan de Siria y las regiones en guerra civil. Y por su parte Daesh publica videos en contra de esos refugiados, donde los sentencia a muerte como traidores: «¿Cómo pueden preferir la vida en Europa cuando nosotros hemos creado el Califato, el Estado más perfecto?».
Lecciones para la izquierda
Los enemigos de la Conferencia de Bandung nunca han perdido su orientación estratégica. Han logrado una y otra vez impedir que los pueblos del Sur global puedan consolidar una alternativa democrática, basada en un modelo de desarrollo justo y solidario. Para ello han hecho de las etiquetas religiosas una forma eficaz de dividir y fragmentar la unidad de los oprimidos. Han logrado instalar la «guerra» entre civilizaciones y religiones como un escenario propicio a sus intereses, que desplaza la confrontación real, que se expresa entre el proyecto emancipador de los pueblos y el programa de las oligarquías nacionales y los imperialismos.
El objetivo del wahhabismo es apropiarse del Islam, tal como en Occidente el integrismo y el fundamentalismo cristiano trata de apropiarse de esta religión por medio de movimientos ultraconservadores, como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, o las sectas neopentecostales dependientes de Estados Unidos. De esa forma, adquieren un capital simbólico que les permite identificar su proyecto con los intereses de todo un pueblo, que olvidando su opresión, termina considerando a sus tiranos como sus protectores y benefactores.
Pero las principales víctimas del yihadismo no son occidentales. La guerra civil en Siria ya ha sobrepasado los 350.000 muertos. El atentado del 10 de octubre pasado en Ankara (Turquía), en una manifestación por la paz convocada por la Izquierda, mató a 97 personas. El atentado en Beirut del 12 de noviembre causó 44 muertos. El atentado múltiple del 15 de noviembre de Boko Haram en Nigeria, causó al menos 100 muertos. Pero de estas víctimas nadie habla porque se trata de sirios, izquierdistas turcos, kurdos, nigerianos y chiitas libaneses…
Por eso cabe afinar el criterio, recordando una sabia reflexión que nos entregó Lenin en 1909: «¿Por qué persiste la religión entre los sectores atrasados del proletariado urbano, entre las vastas capas semiproletarias y entre la masa campesina? Por la ignorancia del pueblo, responderán el progresista burgués, el radical o el materialista burgués. En consecuencia, ¡abajo la religión y viva el ateísmo!, la difusión de las concepciones ateístas es nuestra tarea principal. El marxista dice: no es cierto. Semejante opinión es una ficción cultural superficial, burguesa, limitada. Semejante opinión no es profunda y explica las raíces de la religión de un modo no materialista, sino idealista. En los países capitalistas contemporáneos, estas raíces son, principalmente, sociales. La raíz más profunda de la religión en nuestros tiempos es la opresión social de las masas trabajadoras, su aparente impotencia total frente a las fuerzas ciegas del capitalismo, que cada día, cada hora causa a los trabajadores sufrimientos y martirios mil veces más horrorosos y salvajes que cualquier acontecimiento extraordinario, como las guerras, los terremotos, etc. El miedo creó a los dioses(3)«
Notas
(1) Al-dawla al-islâmiyya fi l-‘Irâq wa l-shâm, Estado Islámico de Irak y Siria.
(2) http://www.theatlantic.com/international/archive/2014/08/hillary-clinton-failure-to-help-syrian-rebels-led-to-the-rise-of-isis/375832/?single_page=true
(3) V. I. Lenin, «Actitud del partido obrero hacia la religión».