Traducido para Rebelión por Germán Leyens
En abril de 1848, los franceses realizaron una elección nacional basada en el sufragio masculino, adulto y universal. Esto parece algo poco extraordinario en nuestros días, pero fue una innovación audaz en su época, Ni Gran Bretaña ni Estados Unidos habían tenido una elección semejante; incluso en los países occidentales más progresistas, los requerimientos de propiedad limitaban el derecho a voto. En Francia, un país de 30 millones de habitantes, sólo 170.000 habían tenido derecho a votar bajo la monarquía constitucional de Luis Felipe. En la nueva elección votaron nueve millones.
La pequeña burguesía y los trabajadores asalariados de París se habían rebelado en febrero, derribaron a Luis y llevaron al poder a un gobierno provisional, influenciado por el pensamiento socialista. Adoptó una serie de medidas bastante radicales para la época. Abolió la pena de muerte, prohibió la esclavitud en las colonias francesas, limitó la jornada laboral a 10 horas, eliminó las restricciones a la prensa, promulgó el «derecho al trabajo» y estableció «talleres nacionales» para apoyar a los desocupados. Decenas de miles de franceses marcharon a París para encontrar trabajo en esos establecimientos. El sufragio masculino universal fue sólo una parte de un ambicioso programa de cambio social, que tuvo resonancia en círculos radicales en toda Europa y ayudó a provocar levantamientos en Alemania, Austria-Hungría e Italia. Eran tiempos vertiginosos; un mes antes de la rebelión en Francia, Karl Marx y Federico Engels habían escrito el Manifiesto Comunista.
La elección de abril no tenía precedentes en su legitimidad democrática. Por desgracia, ganó el lado equivocado. Los vencedores rechazaron la reforma social en lugar de abrazarla. El campesinado francés votó el Domingo de Pascua, después de ir a misa. Debido al papel de la Iglesia en la educación primaria y en la vida de las aldeas en general, jugó un papel crucial en la formación de la opinión pública – y la Iglesia era profundamente reaccionaria. Influenciadas por sermones hostiles a las reformas, las masas de campesinos llevaron el poder a partidos políticos determinados a paralizar el poder emergente del proletariado parisino. Estos partidos querían conservar los progresos democráticos de la Revolución Francesa de 1789 e impedir el retorno de la monarquía absoluta, pero temían las consecuencias del creciente poder de la clase trabajadora. El nuevo régimen excluyó por lo tanto toda participación de alguna importancia de los trabajadores, y eliminó los talleres nacionales, ordenando a los trabajadores que habían solicitado puestos de trabajo que se alistaran en el ejército. Esto condujo a un levantamiento de trabajadores que Alexis de Tocqueville llamó «la más amplia y más singular insurrección que haya ocurrido en nuestra historia… «
En los «días de junio» decenas de miles de trabajadores se alzaron para rechazar los resultados de la elección «democrática». Como respuesta, la Asamblea Nacional conservadora otorgó poderes dictatoriales al general Eugène Cavaignac, encargado de reprimirlos. (Sus fuerzas mataron a unos 3.000 insurgentes y deportaron a 4.000 a la colonia francesa de Argelia.) La Asamblea revocó el sufragio universal que la había llevado al poder, y preparó el camino para que el sobrino de Luis Napoleón, sobrino de Napoleón Bonaparte, obtuviera la presidencia en diciembre. Tres años más tarde, el presidente se otorgó poderes dictatoriales y como Napoleón III restauró el Imperio. Pero después de su captura en batalla en 1870 y el anuncio de que los prusianos marcharían sobre París para aceptar la derrota francesa, los trabajadores de París volvieron a alzarse, repudiando el imperio y la monarquía y exigiendo una república arraigada en las clases trabajadoras. Esta vez se mantuvieron en el poder durante dos meses antes de que su Comuna fuera ahogada en sangre.
«Cretinismo parlamentario»
La moral de la historia es la siguiente: elecciones (incluso las más libres) no tienen nada que ver necesariamente con la libertad. El voto libremente depositado por un individuo cuyas opiniones han sido formadas por una estructura social opresora puede convertirse fácilmente en un voto por más opresión. La República de Weimar en Alemania (1919-1933) fue, desde un punto de vista constitucional, una de las más democráticas que el mundo había conocido, pero degeneró en el Tercer Reich a través del proceso electoral. Gente buena y decente, sin saber lo que hace, puede votar por la peor calaña de dirigentes, incluyendo a los fascistas. En noviembre de 1932, los nazis de Adolph Hitler obtuvieron un 30% de los votos en Alemania, más que ningún otro partido. Poco después Hitler fue nombrado Canciller.
La promoción de «elecciones democráticas» como un fin por sí solo puede enmascarar el apoyo para sistemas sociales altamente represivos. El Departamento de Estado de EE.UU. valida rutinariamente como «democráticas» votaciones realizadas en toda América Latina y al mismo tiempo elige a Cuba para calificarla de tiranía anticuada. Mientras una nación realice votaciones en las que participa más de un partido, que llevan a una dirección aceptable para Washington, es una democracia o avanza para convertirse en una. No importa hasta qué punto la riqueza esté repartida de modo antidemocrático. No importa si algunos partidos están prohibidos, o identificados para ser atacados legal o ilegalmente, o si un puñado de magnates de los medios y patrocinadores corporativos determinan los votos. En algunos casos la gente tiene la obligación legal de votar, incluso si considera que las elecciones constituyen una farsa, y así se puede alardear de una «participación récord» validando cualquier resultado que se sea.
Marx, uno de los más perspicaces comentaristas de la elección francesa de 1848, rechazó la fe en «elecciones democráticas» en sociedades divididas en clases como «cretinismo parlamentario, que mantiene a sus víctimas cautivadas en un mundo imaginario y las despoja de todo sentido común, toda memoria y todo entendimiento del duro mundo externo». Habló de «un desorden que penetra a sus desafortunadas víctimas con la solemne convicción de que todo el mundo, su historia y su futuro, están regidos y determinados por una mayoría de votos en ese órgano representativo en particular que recibe el honor de tenerlos entre sus miembros». Apoyó claramente la exigencia de los trabajadores del sufragio universal, sugiriendo (de modo un poco demasiado optimista) que en Inglaterra, ya que el proletariado (en 1852) formaba la «gran mayoría de la población», el «resultado inevitable» del sufragio sería «la supremacía política de la clase trabajadora». Pero subrayó que los propios puntos de vista de los votantes son producidos por una estructura del poder que los rodea y que limita la «libertad» de toda votación.
Herbert Marcuse, el decano de los intelectuales de la Nueva Izquierda en los años 60, analizó a EE.UU. como una sociedad «unidimensional» en la que ciudadanos seducidos por una cultura del consumo posible sólo en una sociedad capitalista avanzada pueden darse por contentos con la ilusión de que son verdaderamente libres y que sus alternativas políticas (demócratas pro-capitalistas contra republicanos pro-capitalistas) eran adecuadamente diferentes. «Bajo el imperio de un todo represivo», escribió, «la libertad puede ser utilizada como un poderoso instrumento de dominación. La elección libre de los amos, no cambia ni a los amos o a los esclavos. La libre elección entre una amplia variedad de bienes y servicios no significa libertad si esos bienes y servicios apoyan a los controles sociales sobre una vida de trabajo duro y de temor – es decir, si sustentan la alienación».
El paradigma dominante en los días del apogeo de Marcuse fue «el Mundo Libre contra el Comunismo». «La libertad» era una manera conveniente de decir libres mercados y capitalismo, y así el Mundo Libre pudo incluir confortablemente Indonesia de Suharto, Zaire de Mobutu, España de Franco y una serie de brutales dictaduras. Pero la democracia política (la libertad en el intercambio de ideas) era considerada el corolario óptimo para el capitalismo (libertad en el intercambio de mercancías, incluyendo la mano de obra). Es lo mismo en la actualidad. El tan manoseado objetivo político de EE.UU. es la promoción de la democracia política y de los libres mercados, aunque no necesariamente en el mismo orden. Ya que se piensa que el capitalismo (en China, por ejemplo) conduce inevitablemente hacia instituciones políticas de estilo estadounidense, el florecimiento de mercados abiertos al capital extranjero es en sí suficiente motivo para una diplomacia cordial, relaciones formales y el manejo discreto de los temas de «derechos humanos». La libertad del capital de EE.UU. vale más casi siempre que la libertad del proletario del Tercer Mundo.
En este país, tu ubicación y condición económica te consignan a sistemas educacionales en los que se forman en gran parte tus pensamientos y actitudes. Las necesidades del capital determinan tus posibilidades y horas de trabajo. Esos factores deciden cuánta atención puedes destinar a las noticias – a todo el mundo fuera de tus circunstancias inmediatas – y cuán críticamente digieres las noticias que consumes. Un puñado de corporaciones te alimentan con noticias, acompañadas por declaraciones de que su transmisión es «justa y equilibrada». Mientras tanto, la cultura popular sugiere generalmente que deberías estar «orgulloso de ser estadounidense, ‘ya que por lo menos sabes’ que eres ‘libre'» – incluso si te sería difícil argumentar que eres más libre que un sueco, un neocelandés o un japonés. Influyentes voces religiosas (en EE.UU. de hoy y en Francia de 1848) predican que Dios Mismo se opone a todo cambio social importante, y quiere que votes por el candidato que Él ha escogido.
Más de un 40% de los estadounidenses se describe como fundamentalista o como cristianos «vueltos a nacer». Más de un 40% cree que George W. Bush merece un segundo período. Más de un 40% cree, porque han sido engañados o simplemente porque quieren creerlo, que Sadam Husein tuvo que ver con el 11-S. Probablemente gran parte de estas categorías de creyentes se entrecruzan; reciben mucho aliento de sectores de la prensa «libre» y de poderosos organismos bien financiados que ejercen su libertad de influenciar a los votantes. Y lo mismo, por cierto, un porcentaje comparable de votantes por cualquiera-excepto-Bush. Por más profunda que sea la discrepancia sobre los temas, incluyendo la guerra, han sido persuadidos por el sistema de que el sistema es válido, y de que merece el apoyo que le otorgan al votar. Todo voto, después de todo, es un voto por el sistema.
La hipocresía del sistema
Pero algunos de los que más se aprovechan de las elecciones y los propugnadores más obstinados de la votación, han trabajado en realidad por deformar los resultados electorales. El fiasco electoral de 2000 es sólo un ejemplo conspicuo. El asesor político de Bush, Karl Rove, comenzó su carrera con trucos sucios para afectar el proceso democrático a favor de su candidato para tesorero del estado en Illinois. El propio presidente de la Corte Suprema, William Rehnquist, se esforzó por impedir que los afro-estadounidenses votaran (demócrata) en Arizona en los años 60. La lealtad de gente parecida no se orienta hacia los ideales jeffersonianos de participación política, sino a que individuos adecuados sirvan para llevar al poder a su clase de gente.
Esto también se aplica al exterior. Henry Kissinger, como consejero de seguridad nacional de Richard Nixon y amigo de las juntas latinoamericanas, trató con desdén la decisión del electorado en Chile, una de las democracias burguesas más antiguas de este hemisferio. Cuando el político marxista Salvador Allende llegó al poder en 1970, Kissinger declaró: «No veo por qué tenemos que quedarnos mirando cómo un país se vuelve comunista por la irresponsabilidad de su pueblo».
¿Por qué, por cierto? Un golpe patrocinado por la CIA derrocó al socialista moderado y produjo una alternativa fascista calurosamente saludada por la dirección estadounidense amante de la libertad (como sucedería con una alternativa al democráticamente elegido Hugo Chávez en Venezuela). La presión de EE.UU. ha dejado de lado al líder palestino democráticamente elegido Yasir Arafat. En Irak ocupado por EE.UU., el pro-cónsul Paul Bremer III señaló el año pasado que «elecciones realizadas demasiado temprano pueden ser destructivas», agregando que aunque no existe una «regla general» contra la democracia en Irak, y el «no se opone personalmente a ésta», tienen que tener lugar «de un modo que considere nuestras preocupaciones» y «ser realizadas muy cuidadosamente». Es obvio que hasta ahora el camino prescrito por EE.UU. hacia la democracia, tanto en Irak como en Afganistán, no tiene nada que ver con darle poder a las masas, sino que simplemente con el encubrimiento del neocolonialismo con una gran hoja de parra de «elecciones libres».
Un último ejemplo de este fenómeno disparatado: la «democracia». Nuestra palabra en sí proviene del griego (democratia, gobierno del pueblo) y del sistema político en la antigua Atenas, donde todo ciudadano masculino adulto podía votar en el ágora. Ningún equipo falible ponía en duda la exactitud de los comicios. La votación era directa y abierta. Pero esta admirable forma de «gobierno» popular excluía a las mujeres y a los esclavos. Dos milenios y medio más tarde, en casi todas partes, el pleno sufragio adulto es la norma; hombres y mujeres de todas clases realizan el ritual de depositar sus papeletas para los que pretenden representarlos. Si la elección es o no «limpia» desde la perspectiva de una Fundación Carter o de Human Rights Watch, depende de una estructura de clases que limita su legitimidad de un modo muy parecido al de la democracia ateniense limitada por la esclavitud.
¿Quién toma parte en la discusión, a quién se le permite que discuta en público? ¿Quién paga para asegurar que se escuche la voz de un candidato? ¿Quién mercadea los «hechos» que se discuten, decide qué preguntas se formulan? CNN sondea rutinariamente a sus espectadores (democráticamente, si quiere), formulando preguntas como «¿Cuál piensa USTED debe ser el próximo objetivo en la Guerra contra el Terrorismo?» indicando claramente a las masas que la guerra por consenso general es realmente una guerra contra el «terrorismo» y que realmente ésta debe continuar y que el espectador informado debería realmente preferir una o la otra alternativa para expandir la guerra. Esos sondeos nunca ofrecen la opción de decir: «Su pregunta es tendenciosa; rechazo todas las opciones que ustedes me presentan». De la misma manera, el sistema político de EE.UU., enganchado al carro del poder corporativo, ofrece opciones entre las cuales los que ponen en duda el poder corporativo en sí tienen pocas posibilidades de elegir. Uno puede, evidentemente, preferir un veneno lento a la horca, pero ¿por qué íbamos a tener que elegir entre semejantes alternativas? La humanidad puede hacer algo mejor.
Gary Leupp es profesor de historia en la Universidad Tufts y profesor adjunto de religión comparativa. Es autor de: «Servants, Shophands and Laborers in in the Cities of Tokugawa Japan»; «Male Colors: The Construction of Homosexuality in Tokugawa Japan»; e «Interracial Intimacy in Japan: Western Men and Japanese Women, 1543-1900». También colaboró con la implacable crónica de CounterPunch sobre las guerras en Irak, Afganistán y Yugoslavia: «Imperial Crusades».
Su correo es: [email protected]
http://www.counterpunch.org/leupp11022004.html