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El último atentado en Tel Aviv

Ganas de matar

Fuentes: La Jornada

Tiene razón la Casa Blanca: no hay excusa ni justificación para la carnicería perpetrada por un terrorista suicida palestino ayer en Tel Aviv, en plena Pascua de los judíos. Pero la ausencia de un argumento moral que sustente el asesinato de civiles no impide el entendimiento de esta clase de actos. El gobierno de Bush, […]

Tiene razón la Casa Blanca: no hay excusa ni justificación para la carnicería perpetrada por un terrorista suicida palestino ayer en Tel Aviv, en plena Pascua de los judíos. Pero la ausencia de un argumento moral que sustente el asesinato de civiles no impide el entendimiento de esta clase de actos. El gobierno de Bush, al igual que el de Ehud Olmert, conoce perfectamente bien las razones profundas de los atentados. Recientemente Condoleezza Rice dejó de lado su notable formación académica y se expresó como si no hubiera leído en su vida nada más que unos comics del Capitán América y de Supermán: los terroristas, dijo, carecen de otro motivo que las ganas de matar. Así de simple. Es dudoso que alguien se trague tal «explicación», salvo algunos efectivos adolescentes de las tropas de ocupación en Irak o uno que otro ultraortodoxo iluminado de los que nacen y se crían en Brooklyn, se dejan crecer los bucles y emigran a Jericó para defender, AR-15 en mano, las colinas que, según ellos, forman parte de la herencia, debidamente notariada, que Jehová otorgó a Su pueblo.

La violencia de los humanos, incluso en sus expresiones más extremas, como las que se han ejercido, por ejemplo, por órdenes de Hitler, Stalin, Truman, Sharon, Saddam y los Bush, posee, sin embargo, causas reconocibles y es susceptible de ser explicada. Cuando los mencionados perpetraron masacres o acabaron con pueblos y ciudades inermes, actuaban en función de proyectos nacionales (insensatos), intereses económicos (mezquinos) y designios geopolíticos (delirantes). Las ganas de matar no surgen de la nada, y ello vale para los despachos presidenciales lo mismo que para los cuchitriles donde los asesinos seriales se esconden de la policía.

Como en los casos anteriores, hay una actitud criminal en los muchachos palestinos que acuden, con la panza forrada de dinamita y clavos, a sitios repletos de israelíes, civiles casi siempre, para encontrar allí la igualdad de la muerte, la única posible, con los habitantes del país opresor.

Pero las ganas de matar vienen después. Antes de ellas se encuentra la condición de un pueblo convertido en ganado -o en algo peor-, recluido en jirones de su propio territorio, humillado, saqueado y reducido a la miseria, por una potencia militar dotada hasta de colmillos atómicos. A los jóvenes, adultos y ancianos de Gaza y Cisjordania, y a los que están por nacer en esas tierras, la ocupación les ha robado cualquier idea de futuro. Sus vidas transcurren bajo la intimidación, el terror, la agresión injustificada, el despojo de tierras y aguas, la confiscación, el destierro, la amenaza del misil que caerá en cualquier momento sobre sus casas, sus calles, sus automóviles y sus tiendas. Allí no hay que ser terrorista, y ni siquiera parecerlo, para sufrir el castigo y la represalia. Incontables niños que cruzaban un campo han sido muertos a balazos, e innumerables ancianas han ido sepultadas vivas por el embate de los bulldozers.

Ehud Olmert dijo, después del ataque terrorista de ayer en Tel Aviv, que su gobierno recurrirá «a todos los medios a nuestra disposición para prevenir otro atentado»: a estas horas estarán cayendo las bombas sobre calles y casas de Gaza y Cisjordania, los soldados de la ocupación estarán derribando puertas y pateando señoras y despanzurrando muebles para dar con los cómplices del atacante. En el fondo de su corazón, Olmert sabe perfectamente bien que nada de eso, ni los muros infames ni las matanzas ni el tormento de los prisioneros ni los asesinatos selectivos detendrá la violencia. Los helicópteros artillados, los aviones supersónicos, las murallas blindadas y las bombas nucleares son un desperdicio de dinero frente a la desesperación homicida de quienes han sido despojados hasta el punto en que la vida les resulta insoportable y no tienen, en consecuencia, nada que perder si jalan el cordón activador del explosivo pegado al cuerpo.

Ya pueden los gobernantes de Israel, auxiliados por Washington y Bruselas, proscribir al gobierno de Hamas y colocar al frente de la Autoridad Nacional Palestina a una monja clarisa. Eso tampoco detendrá a los atacantes suicidas. La solución al terrorismo palestino -injustificable y bárbaro, sí- es mucho más simple y, al mismo tiempo, mucho más difícil: bastaría con que el gobierno de Israel replegara sus fuerzas tras las fronteras previas a la guerra de 1967, devolviera a sus legítimos dueños la totalidad de Cisjordania, Gaza y la Jerusalén oriental, y dejara en paz a los palestinos.

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