Denunciar el genocidio que Israel perpetra en contra del pueblo palestino se ha convertido en la faceta más deprimente del periodismo, pues cada día queda más claro que ninguna revelación, ningún nivel de barbarie hará cambiar de opinión a los mandamases en Washington y Bruselas, decididos a acompañar y proteger a Tel Aviv hasta el final en su campaña de limpieza étnica. Así, comunicadores y ciudadanos de todo el planeta se ven obligados a contemplar impotentes cómo se lleva a cabo ante sus ojos el peor crimen del siglo XXI, con horrores que la sociedad creía superados.
Sin embargo, acometer la desoladora tarea de consignar los hechos y señalar a los responsables es un deber ético, al cual sólo puede renunciarse al costo de perder la humanidad. Ayer se divulgaron videos en los que se observa a soldados israelíes cargar, patear y arrojar por azoteas cuatro cuerpos, los cuales fueron posteriormente recogidos por una excavadora que se los llevó, privando a los familiares de dar una digna sepultura a las víctimas de una de las innumerables incursiones homicidas en Cisjordania.
Las grabaciones constituyen una elocuente muestra de la mentalidad sádica que guía a las fuerzas armadas y a gran parte de los civiles israelíes, quienes desde la más temprana edad son educados para ver a los palestinos como menos que animales, como meros estorbos en la determinación sionista de apoderarse de toda Palestina. No fue menos significativa la reacción de la Casa Blanca, cuyo portavoz del Consejo de Seguridad Nacional puso en duda la autenticidad de las imágenes y se limitó a decir que, de ser ciertas, supondrían un comportamiento odioso. Crimen de guerra es el nombre correcto de estos actos, el que el funcionario les habría dado de haberlos cometido cualquiera de los muchos países a los que Washington hostiga de manera sistemática.
El tratamiento brutal de los cadáveres es la culminación –momentánea– de una cadena de atrocidades que han sucedido en los últimos días. El 12 de este mes, Israel bombardeó por quinta ocasión una escuela que funciona como campo de refugiados, con un saldo de al menos 18 muertos, seis de ellos trabajadores de la agencia de la ONU para los refugiados palestinos (Unrwa). Con esa masacre, se elevó a 220 el número de empleados de la Unrwa asesinados por Tel Aviv, una cifra que excede largamente a las bajas de personal de Naciones Unidas muertas en cualquier conflicto, sin importar que su magnitud y duración hayan sido mucho mayores a la invasión de Gaza.
Que las bombas cayeran sobre lo que hace meses era una escuela es otro simbolismo macabro, pues recuerda que las principales víctimas del genocidio han sido niños: desde el inicio de la matanza, han fallecido más de 16 mil 700 infantes, al menos seis han sido heridos, 21 mil están desaparecidos, 20 mil perdieron a uno o ambos progenitores y cerca de 17 mil se encuentran solos o separados de sus familias. Por la denegación de acceso a la ayuda humanitaria –otro crimen de guerra– decenas de menores han muerto de desnutrición y en este momento 3 mil 500 se encuentran en riesgo de morir por falta de alimentos.
Nadie puede fingir ignorancia del exterminio que se transmite en tiempo real, por más que el gobierno de Benjamin Netanyahu asesina a todos los testigos que se ponen a su alcance, incluida la activista estadunidense Aysenur Ezgi Eygi, baleada por error. El máximo responsable de la Unrwa, Philippe Lazzarini, califica los sucesos como matanzas sin fin y sin sentido, día tras día; el director general de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus, exige el terminar la carnicería de Gaza; una comisión investigadora de la ONU encontró a las autoridades israelíes responsables de crímenes de guerra y de lesa humanidad, y esta misma semana el organismo multilateral en el que decenas de expertos advierten: El mundo está al filo de la navaja: o avanzamos colectivamente hacia un futuro de paz justa y legalidad o avanzamos a toda velocidad hacia la anarquía y la distopía y hacia un mundo donde impera la ley de la fuerza. En pocas palabras, permitir que continúe la barbarie antipalestina supone admitir que la especie humana, o al menos los líderes occidentales con poder para detener el genocidio, no aprendieron nada del inmenso dolor del Holocausto y el terror atómico.