Gaza, en manos de Hamas, con militantes enmascarados sentados en la silla del presidente; la franja occidental, en el filo; campamentos del ejército israelí, precipitadamente levantados en los Altos del Golán; un satélite espía sobre Irán y Siria; la guerra con Hezbollah, a pique de estallar; una clase política rebosante de escándalos, que ha perdido […]
Gaza, en manos de Hamas, con militantes enmascarados sentados en la silla del presidente; la franja occidental, en el filo; campamentos del ejército israelí, precipitadamente levantados en los Altos del Golán; un satélite espía sobre Irán y Siria; la guerra con Hezbollah, a pique de estallar; una clase política rebosante de escándalos, que ha perdido todo crédito público.
A primera vista, las cosas no parecen ir bien para Israel. Pero he aquí el enigma: ¿por qué, en medio de tamaño caos y de tal carnicería, florece desapoderadamente la economía israelí como no lo hacía desde 1999, con un rugiente mercado de valores y tasas de crecimiento cercanas a las chinas?
Thomas Friedman ofreció recientemente en el New York Times su teoría: Israel «nutre y recompensa la imaginación individual», de manera que sus gentes no dejan de acometer ingeniosas empresas de alta tecnología, cualesquiera que sean los desastres que provoquen sus políticos. Después de leer atentamente proyectos de clase realizados por estudiantes de ingeniería y ciencias de la computación de la Universidad Ben Gurion, Friedman lanzó uno de sus famosos pronunciamientos falsarios: Israel habría «descubierto petróleo». Ese petróleo, aparentemente, estaría en las mentes de los «jóvenes innovadores y emprendedores capitalistas» israelíes, demasiado ocupados haciendo supernegocios con Google como para dejarse distraer por la política.
He aquí una teoría alternativa: la economía de Israel no es próspera a pesar del caos político que acapara titulares, sino a causa, precisamente, de ese caos. Esa fase de desarrollo data de mediados de los 90, cuando Israel estaba en la vanguardia de la revolución de la información -la economía más dependiente de la tecnología en el mundo-. Tras el estallido de la burbuja del punto.com en 2000, la economía de Israel quedó devastada; fue su peor año desde 1953. Luego vino el 11 de septiembre, y, subitáneamente, se abrieron nuevos horizontes de beneficio para cualquier compañía que se declarar capaz de detectar terroristas en masa, sellar fronteras frente a cualquier ataque y sacar confesiones de prisioneros mudos.
En tres años, buena parte de la economía tecnológica de Israel ha sido radicalmente reorientada. Dicho en términos friedmanescos: Israel pasó de inventar instrumentos reticulares para el «mundo plano» a vender vallas para un planeta trocado en apartheid. Muchos de los más exitosos empresarios del país utilizan el status de Israel como estado-fortaleza, rodeado de furiosos enemigos, como una especie de sala de espectáculo permanente, como un ejemplo vivo de que se puede gozar de relativa seguridad en medio de una guerra ininterrumpida. Y la razón de que Israel experimente hoy un supercrecimiento es que esas compañías están exportando frenéticamente ese modelo al mundo. Eso hace de Israel la cuarta potencia del mundo en comercio armamentístico, por encima de Gran Bretaña.
La discusiones en torno al comercio militar de Israel se centran habitualmente en el flujo de armamentos que llega al país: en los bulldozers oruga, fabricados en EEUU y empleados para destrozar hogares en la franja occidental, así como en las compañías británicas que suministran piezas para los F-16. Lo que se pasa por alto es el gigantesco negocio israelí en expansión. Israel vende ahora 1.200 millones de dólares de productos de «defensa» a EEUU, un incremento espectacular, si se compara con los 270 millones del año 1999. En 2006, Israel exportó 3.400 millones de dólares de productos de defensa, más de mil millones más de lo que recibió en ayuda militar norteamericana.
Buena parte de su crecimiento procede del llamado sector de «seguridad interior». Antes del 11 de septiembre, la seguridad interior apenas existía como industria. Para fines del presente año, las exportaciones israelíes en el sector llegarán a los 1.200 millones de dólares, un incremento del 20%. Los productos y servicios clave son vallas de alta tecnología, zánganos no tripulados, procedimientos biométricos de identificación, equipos audiovisuales de vigilancia, sistemas de detección de pasajeros aéreos y de interrogación de presos: en fin, y precisamente, todos los instrumentos y tecnologías de que se ha servido Israel para clausurar los territorios ocupados.
De aquí que el caos en Gaza y en el resto de la región no sólo no represente un serio problema para Tel Aviv, sino que llegue incluso a inducir su prosperidad económica. Israel ha aprendido a hacer de una guerra interminable un recurso económico marca de la casa, convirtiendo su actividad de desarraigo, ocupación y contención del pueblo palestino en una ventaja comparativa de cincuenta años en la «guerra global al terror».
No es casual que los proyectos de los estudiantes en Ben Gurion que tanto impresionaron a Friedman lleven nombres como: «Matriz de covarianza innovativa para detección de blancos en imágenes hiperespectrales», o: «Algoritmos para la detección y elusión de obstáculos». Sólo en el último semestre, se han creado en Israel treinta compañías de seguridad interior, gracias en parte a espléndidos subsidios gubernamentales que han transformado el ejército israelí y las universidades del país en incubadoras de seguridad y nuevos desarrollos armamentísticos (algo que habría que tener en cuenta, cuando se discute sobre el boicot académico a Israel).
La próxima semana, las más consolidadas de esas compañías viajarán a Europa para la Muestra Aeronáutica de París, el equivalente a la Semana de la Moda de la industria armamentista. Una de las compañías israelíes que participa en la Muestra es Suspect Detections Systems (Sistemas de Detección de Sospechosos, SDS), que exhibirá su Cogito 1002, un garito de seguridad blanco, como de ciencia ficción, que pide a los pasajeros de avión que contesten a una serie de preguntas, generadas por computador, sobre sus países de origen, al tiempo que estudia su mano con un sensor de «biofeedback». El ingenio lee las reacciones del cuerpo a las preguntas, y determinadas respuestas marcan al pasajero como «sospechoso».
Como otros cientos de inventos de seguridad israelíes, el SDS se jacta de haber sido creado por veteranos de la policía secreta israelí y de haber sido puesto a prueba sobre la marcha con palestinos. No sólo ha instalado la compañía terminales de biofeedback en un puesto de control de la franja occidental; sostiene que «la idea está avalada y se ha visto robustecida gracias al conocimiento obtenido y asimilado a partir del análisis de miles de estudios de casos de personas-bomba suicidas en Israel».
Otra estrella de la Muestra Aeronáutica de París será el gigante de la defensa israelí Elbit, que planea exhibir sus Hermes 450 y 900, aeronaves no tripuladas. Hace apenas unas semanas, en mayo, de acuerdo con informes periodísticos, Israel utilizó esos zánganos no tripulados en misiones de bombardeo en Gaza. Una vez probados en esos territorios, están listos para exportar: el Hermes ha sido usado ya en la frontera de Arizona con México; terminales de Cogito 1002 están siendo ahora auditadas en un aeropuerto estadounidense del que se ignora el nombre; y Elbit, una de las compañías que está detrás de la «barrera de seguridad» de Israel, se ha asociado con Boeing para construir la valla fronteriza «virtual» alrededor de EEUU, financiada por el Departamento de Seguridad Interior con 2.500 millones de dólares.
Puesto que Israel comenzó su política de sellar los territorios ocupados con puestos de control y muros, los activistas de derechos humanos suelen comparar Gaza y la franja occidental con cárceles al aire libre. Pero lo que a mí me llama la atención al investigar el explosivo auge del sector de seguridad interior de Israel (un asunto que estudio con gran detalle en mi próximo libro: The Shock Doctrine: The Rise of Disaster Capitalism) es que son también otra cosa: laboratorios en los que los terroríficos instrumentos de nuestros estados de seguridad son puestos a prueba. Los palestinos -vivan en la franja occidental o en lo que los políticos israelíes acostumbran ahora a llamar Hamasistán- no son sólo blancos. Son también conejillos de Indias.
En cierto modo, pues, Friedman lleva razón: Israel ha descubierto petróleo. Pero el petróleo no está en la imaginación de sus tecno-empresarios. El petróleo está en la guerra al terror, en el estado de miedo constante que crea una demanda sin límites de ingenios de vigilancia, escucha, contención e identificación de «sospechosos». Y el miedo, a lo que se ve, es el último grito en recursos renovables.
Naomi Klein es la autora de No Logo: Taking Aim at the Brand Bullies (Picador) y, más recientemente, Fences and Windows: Dispatches From the Front Lines of the Globalization Debate (Picador).
Traducción para www.sinpermiso.info: Amaranta Süss