Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
Cuando Israel aprobó el año pasado una nueva ley antiterrorista, Ayman Odeh, un dirigente de la gran minoría de ciudadanos palestinos del país, describió sus medidas draconianas como «el último suspiro» del colonialismo.
El pánico y la crueldad superaron nuevas cotas la semana pasada, cuando las autoridades israelíes presentaron una demanda de 2,3 millones de dólares contra la familia de Fadi Qanbar, el conductor que estrelló un camión contra un grupo de soldados en enero en Jerusalén matando a cuatro de ellos. Él fue muerto a tiros en el mismo lugar.
La querella solicita que su viuda, Tahani, y sus cuatro hijos pequeños reembolsen la compensación que el Estado entregó a las familias de los soldados.
Como las otras familias de palestinos que cometen atentados, los Qanbar carecen de hogar desde que Israel selló con cemento su vivienda en Jerusalén Este. Otros doce familiares han sido despojados de sus papeles de residencia como anticipo de su expulsión a Cisjordania.
Ninguno de ellos ha hecho nada malo; su único crimen es estar emparentados con alguien a quien Israel define como «terrorista».
Esta tendencia se está acentuando. Israel ha exigido a la Autoridad Palestina que deje de pagar la pequeña ayuda mensual que reciben familias como los Qanbar, cuyo principal proveedor del sustento está en la cárcel o muerto. Las sentencias condenatorias a palestinos de la legislación militar israelí es superior al 99 por ciento.
La legislación israelí pretende incautar 280 millones de dólares de los impuestos que Israel recolecta en nombre de la Autoridad de Palestina, provocando potencialmente su bancarrota.
El próximo miércoles, los conservadores israelíes presentarán en el Senado estadounidense una proposición de ley para denegar igualmente la asistencia que EE.UU. presta a la Autoridad Palestina, a menos que esta deje de «financiar el terrorismo». Issa Karaba, funcionario de la Autoridad Palestina declaró que esta no tiene manera de cumplir dicho requisito: «Prácticamente la mitad de los hogares palestinos… están emparentados con un recluso o un mártir».
Israel ha llevado el castigo colectivo a nuevos extremos. Según sus razonamientos, la única manera de disuadir a los potenciales autores de atentados es haciéndoles saber que sus seres queridos sufrirán duras represalias. Dicho de otra manera, Israel está dispuesto a utilizar cualquier medio para aplastar las motivaciones de los palestinos por resistir su cruel ocupación.
Sin embargo, todos los indicios apuntan a que cuando las personas alcanzan un punto de inflexión en el que están dispuestas a morir luchando contra sus opresores, piensan poco en las consecuencias que esto pueda tener para sus familias. Esa fue la conclusión a la que llegó un estudio del ejército israelí hace ya más de diez años.
En realidad, Israel sabe que dicha política no tiene sentido: no sirve para detener los atentados, pero contribuye a llevar a cabo un complejo programa de desplazamientos. Formas cada vez más sádicas de venganza refuerzan la sensación colectiva e histórica de víctimas que tienen los judíos, al tiempo que desvían la atención de los israelíes de la realidad: su país es un Estado colonial brutal.
Si ese calificativo parece severo, veamos los resultados de un estudio recién publicado sobre los efectos que tienen las operaciones con drones en el personal que las realiza, operaciones que llevan a cabo ejecuciones extrajudiciales cuyos «daños colaterales» suelen ser las muertes de civiles.
Un sondeo realizado en Estados Unidos averiguó que los pilotos que dirigen el vuelo remoto de drones desarrollan al poco tiempo síntomas de estrés postraumático a causa de la cantidad de muerte y destrucción que infligen. El ejército israelí realizó el mismo estudio después de que sus pilotos operaran drones sobre Gaza durante el ataque israelí de 2014, en el que murieron alrededor de 500 niños palestinos cuando el pequeño enclave fue bombardeado durante casi dos meses.
Sin embargo, los médicos se asombraron de que los pilotos no mostraron signos de depresión o de ansiedad. Los investigadores especulan con la hipótesis de que los pilotos israelíes pueden sentir que sus acciones están más justificadas porque se encuentran más cerca de Gaza que los pilotos estadounidenses de Afganistán, Irak o Yemen. Están más seguros de que son ellos los que se encuentran amenazados.
La firmeza por mantener esta imagen que les muestra como las únicas víctimas conduce a practicar un escandaloso doble rasero.
La semana pasada, el tribunal supremo israelí respaldó la negativa de algunos funcionarios a sellar las casas de los tres judíos que secuestraron a Mohamed Abu Khdeir en 2014 y lo quemaron vivo.
En mayo, el gobierno israelí reveló que había rechazado indemnizar al niño de seis años Ahmed Dawabsheh, único superviviente de un incendio provocado por extremistas judíos hace dos años, del que resultó con graves cicatrices.
Esta interminable complacencia consistente en echar sal sobre la herida de los palestinos solo es posible gracias a que Occidente ha consentido que Israel se regodee en su papel de víctima desde hace demasiado tiempo. Ha llegado el momento de pinchar esta burbuja de autoengaño y recordar a Israel que él es el opresor, no los palestinos.
Jonathan Cook es un periodista británico residente en Nazaret especialista en Oriente Próximo y el conflicto israelí-palestino
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