A través de la destrucción de infraestructuras, la negación de permisos y la confiscación de recursos hídricos, Israel convierte el agua en un arma de guerra que profundiza la crisis humanitaria en Palestina.
Desde 1967 el Gobierno de Israel incorpora en su política de guerra el acaparamiento de recursos y la destrucción de infraestructuras en territorio palestino, con el objetivo de desplazar de manera forzosa a la población palestina; todo esto, con el apoyo de las grandes corporaciones y fondos de inversión internacionales. No es extraño entonces que el agua, como otros recursos naturales, se convierta en un elemento central del colonialismo israelí y de la resistencia palestina, funcionando como una herramienta de dominación, despojo y supervivencia. La ocupación israelí manipula el acceso al agua mediante infraestructuras, marcos legales y políticas ambientales diseñadas para privilegiar a las poblaciones israelíes en detrimento de la población palestina. Este sistema de apartheid hídrico quedó institucionalizado en los Acuerdos de Oslo (1995), que establecieron un régimen de distribución profundamente desigual, donde la población palestina depende de permisos e infraestructuras controladas por Israel, mientras que los asentamientos israelíes disfrutan de acceso irrestricto. Esta dinámica perpetúa la fragmentación territorial palestina y obstaculiza cualquier posibilidad de desarrollo autónomo y sostenible.
Israel controla el 80% de los recursos hídricos de Palestina y permite a su población el acceso a solo el 25% del agua de los acuíferos situados en su territorio. Además, la entrada de equipos y materiales para mejorar las infraestructuras de agua requiere de la aprobación israelí, lo que bloquea proyectos de potabilización y saneamiento. Y no solamente esto, los esfuerzos palestinos por construir plantas de tratamiento de agua, pozos y sistemas de riego se ven frecuentemente bloqueados o retrasados con el pretexto de regulaciones ambientales. Esta obstrucción burocrática agrava la escasez de agua, obliga a las comunidades palestinas a depender de agua importada y costosa, es decir, que no está al alcance de parte de la población, y perturba la agricultura local.
Es más, Israel ha destruido el 80% de la infraestructura de agua y saneamiento en Gaza, incluidas seis plantas de tratamiento de aguas residuales, hecho que ha generado una crisis humanitaria sin precedentes. La falta de soberanía palestina sobre los recursos hídricos, agravada por el bloqueo israelí y las restricciones a la importación de materiales, ha convertido el acceso al agua potable en una cuestión de supervivencia. A pesar de la financiación externa, la infraestructura hídrica en Gaza no es sostenible, ya que la ayuda internacional prioriza proyectos visibles, como plantas de tratamiento de aguas residuales, sin garantizar su mantenimiento a largo plazo. Además, la destrucción recurrente de infraestructuras en los bombardeos israelíes obliga a destinar recursos a respuestas de emergencia en lugar de soluciones estructurales.
El modelo de desarrollo israelí ha exacerbado la crisis ecológica al priorizar la expansión agrícola con la sobreexplotación de acuíferos y el uso de aguas residuales en zonas áridas del Néguev y el valle de Arava, desplazando comunidades y afectando la soberanía alimentaria palestina. Asimismo, la exportación de productos con alta huella hídrica fortalece el proyecto sionista, consolidando el control sobre los recursos naturales en Palestina. Frente a esta crisis, las comunidades palestinas continúan resistiendo mediante sistemas tradicionales de gestión del agua, cooperativas agrícolas y estrategias de recuperación ecológica, desafiando la hegemonía colonial sobre los recursos hídricos.
Las restricciones al acceso a agua y electricidad han generado una crisis humanitaria extrema. Incluso antes de la escalada de violencia por parte de Israel en octubre de 2023, la situación ya era alarmante: solo el 60 % de la población palestina disponía de un suministro de agua permanente. En mayo de 2023, la población de Cisjordania tenía acceso a 89 litros al día per cápita y la de Gaza, a 82,7; cifras inferiores a las recomendadas por la OMS de 100 litros al día per cápita. A partir de octubre de 2023, la población gazatí cuenta con menos de 3 litros de agua potable disponibles por persona al día, muy por debajo de los 15 recomendados por la OMS en situación de emergencia humanitaria, aumentando drásticamente las enfermedades transmitidas por el agua y el riesgo de infecciones, especialmente en la infancia. En noviembre de 2023, se registró un incremento del 35% en enfermedades de la piel y un 40% en casos de diarrea. El 18 de febrero pasado, El Salto informaba que, según la OMS el 88% de las muestras ambientales tomadas en Gaza presentan contaminación con polio, lo que supone un riesgo inminente de brotes epidémicos.
En Gaza, el 97% del agua está contaminada debido a la sobreexplotación y la intrusión de agua salina. La única opción para obtener agua potable es la desalinización y el bombeo, ambos procesos dependen de la electricidad. Sin un suministro energético estable, las plantas de tratamiento no pueden funcionar, dejando a la población sin agua segura.
El control de los recursos energéticos por parte de Israel ha sido constante, agravándose a partir de la ofensiva militar. A inicios de este mes de marzo, después de una semana de bloqueo de la ayuda humanitaria que entraba a la Franja de Gaza, Israel ha cortado el suministro eléctrico con el objetivo de presionar a Hamás para la liberación de rehenes. Ello representa una amenaza constante para la salud pública y agudiza el estado de emergencia sanitaria ya grave.
El uso del agua como arma de guerra y mecanismo de limpieza étnica en Palestina constituye una violación grave del derecho internacional humanitario y del derecho humano al agua reconocido por la ONU. La comunidad internacional tiene la obligación de garantizar la restauración de los recursos hídricos palestinos y apoyar un modelo de gestión justa y sostenible.
Es de vital importancia que la comunidad internacional tome medidas urgentes, incluyendo la suspensión de la asistencia militar a Israel, la ruptura de relaciones con el Estado de Israel y la adhesión a la demanda presentada ante la Corte Internacional de Justicia contra Israel por el delito de genocidio.
El acceso al agua en Palestina es una cuestión de justicia ambiental, derechos humanos y autodeterminación. La lucha por el agua es, en definitiva, la lucha por la vida.
No necesitamos que nos lo recuerden:
el Monte Carmelo está en nosotros
y en nuestras pestañas, la hierba de Galilea.
No digas: Si pudiéramos correr hacia ella como un río.
No lo digas:
Nosotros y nuestra tierra somos una sola carne y hueso.
Mahmoud Darwish: “Diario de una herida palestina»
Lola Mata Harroué, Sandra Tous Rodriguez y Jordi Besora Magem son integrantes de Ingeniería Sin Fronteras.