Imaginemos a un sirio que soñase con un poco de democracia, un poco de libertad, un poco de justicia social: en definitiva, con un poco de dignidad humana. ¿Contra qué -y cuántas- fuerzas tendría que luchar? En primer lugar, contra una dictadura dinástica que, desde hace más de cuarenta años, ha reprimido, empobrecido y asesinado […]
Imaginemos a un sirio que soñase con un poco de democracia, un poco de libertad, un poco de justicia social: en definitiva, con un poco de dignidad humana. ¿Contra qué -y cuántas- fuerzas tendría que luchar?
En primer lugar, contra una dictadura dinástica que, desde hace más de cuarenta años, ha reprimido, empobrecido y asesinado a su pueblo y que, desde hace tres años, no duda en utilizar contra él la tortura, las ejecuciones extrajudiciales, los bombardeos aéreos y hasta las armas químicas, sin olvidar el envenenamiento sectario y la propaganda más abyecta.
En segundo lugar ese sirio soñador tendría que luchar contra los grupos yihadistas que, al amparo del caos y con más o menos tolerancia del propio régimen, tratan de imponer, como alternativa a la dictadura, su propia y no menos atroz dictadura basada en una concepción oligosémica, primitiva y fanática de la religión, concepción mohosa y repugnante que no les impide, sin embargo, usar las armas más modernas ni los más sofisticados medios de comunicación y propaganda.
En tercer lugar, ese sirio soñador tendría que luchar contra los barrotes de una jaula geopolítica de innumerables cerrojos: los aliados protoimperialistas de la dictadura (Irán, Rusia o Hizbullah) y los aliados protoimperialistas de los yihadistas (Arabia Saudí, Qatar, Turquía), todos los cuales, en defensa de sus intereses en la región, alimentan la confrontación mientras la desvían de su inicial impulso democrático. Ese sirio soñador, por decirlo así, está enterrado bajo una colosal masa de estratos geológicos multinacionales que aplastan sus sueños y su respiración.
En cuarto lugar, y para rematar la montaña de escombros (materiales y políticos) bajo la que se mueve nuestro sirio soñador, está el tándem del que, en última instancia, dependen todos los desplazamientos en la relación de fuerzas de la región: la alianza entre EEUU e Israel, que en el caso de Siria –como bien recuerda Yassin Al-Haj Saleh– ha escogido claramente apoyar pasivamente la dictadura y/o la prolongación de la agonía, con la consiguiente destrucción del país.
Si ese sirio soñador fuese además kurdo, tendría que luchar contra un quinto elemento: la desconfianza, si no hostilidad, de otros sirios soñadores que consideran que la «nación árabe» y la «lengua árabe» son evidencias innegociables.
Pues bien, ese sirio soñador no era uno sino miles en 2011, cientos de miles, miles de miles, y si hoy son menos o tienen menos peso y visibilidad es porque algunas de estas fuerzas geológicas los han matado y otras los han abandonado, incluyendo los medios de comunicación y la mayor parte de los partidos e intelectuales de izquierdas, los cuales -por omisión o por acción- han acabado aceptando con toda naturalidad los barriles de dinamita del dictador y casi justificándolos con arrogante pragmatismo frente a las atrocidades de los yihadistas.
Esta es la situación de un sirio soñador realmente existente. Pero, con variaciones en el grado e intensidad de la tragedia y en la combinación de los elementos, puede aplicarse a cualquier ciudadano soñador del mundo árabe. Lo mismo le pasa a un iraquí soñador, obligado de repente a escoger entre el Estado Islámico, apoyado o consentido por los restos del partido Baaz de Saddam Hussein, y el gobierno sectario y autoritario del Maliki, apoyado por EEUU e Irán; y lo mismo le pasa a un libio soñador, atrapado entre un golpe de Estado «saudí» y unas milicias sin proyecto nacional; o a un egipcio soñador, sometido a la bota de una nueva dictadura militar, pro-saudí y pro-israelí, que alimenta la violencia yihadista que justifica la dictadura; o incluso a un tunecino soñador, que ve retroceder todas sus conquistas en las angosturas de la oposición binaria entre un consenso de élites y el terrorismo yihadista (que la semana pasada se cobró 14 víctimas mortales). Aclaremos, en todo caso, que estos sirios, iraquíes, libios (etc) soñadores no son sólo soñadores sino también luchadores, y al precio a menudo de su vida o su libertad, y que merecen por ello al menos tanta solidaridad y apoyo (si no más, dado el número de enemigos y los riesgos a los que están expuestos) que un hondureño soñador o un griego soñador.
Pero esta es la situación, sí, en el mundo árabe, con al menos diez guerras frías o calientes abiertas en su territorio. Tenía razón, pues, Bachar Al-Assad cuando decía, en su reciente discurso de investidura que «las revoluciones árabes sólo han traído caos y violencia a la región». ¿La tenía? Para medir hasta qué punto son razonables estas palabras del dictador sirio basta recordar que en realidad son un plagio de una declaración de Netanyahu, hace poco más de un año, en el mismo sentido. Bachar Al-Assad señala con el dedo las ruinas de su país y dice: «mirad la destrucción que ha traído vuestra reclamación de democracia». Netanyahu señala hoy Gaza y dice a los palestinos: «mirad la destrucción que ha traído vuestro apoyo a Hamas«. No, lo que ha traído caos y destrucción al mundo árabe -que, no hay que olvidarlo, llevaban ahí décadas bien asentadas- es la contrarrevolución, de la que los bombardeos de Assad son la fuente más activa y antigua; y lo que ha traído caos y destrucción a Palestina es la ocupación israelí, de la que los bombardeos de Netanyahu son una mera prolongación.
Porque algo habrá que decir también de los palestinos soñadores, enterrados más o menos bajo el mismo espesor geológico de piedras y escombros que todos sus hermanos, pero en otro orden o en otra combinación. Porque en el caso de Palestina, el tándem Israel-EEU, que corona la montaña en Siria o en Yemen o en Jordania, pesa aquí de manera directa, sin mediaciones o estratos interpuestos, sobre el territorio y sus habitantes. Esto sin duda justifica la unanimidad solidaria -o la atención privilegiada- que no reciben los sirios o los egipcios o los iraquíes o los tunecinos. Israel, protegido por EEUU, decide sobre la vida y la muerte de millones de seres humanos en territorios que no le pertenecen. Su particular relevancia tiene que ver con el hecho de que –como recuerda Alain Gresh– es el «último conflicto colonial» (o uno de los últimos).
El otro día recordaba en este mismo medio que el sionismo fue un «proyecto europeo», colonialista y racista, que hizo realidad, de manera paradójica y perversa, el «asimilacionismo» que la combinación de antisemitismo y sionismo abortaron en Europa el siglo pasado: Israel europeizó a los judíos fuera de Europa y contra otros pueblos. Pero no es menos cierto que Israel, como bien dice el editorialista del diario Al-Quds, se ha convertido ya en «otro régimen árabe». Lo es en primer lugar porque surge, como todos los otros regímenes árabes, de forma directa o indirecta, al hilo del reparto colonial cristalizado en los acuerdos Sykes-Picot (1916) que configuraron política y territorialmente el mundo árabe tras el fin del imperio otomano. Pero también porque, en términos de comportamiento político y militar, en nada difiere de otros regímenes árabes. No es una casualidad que hoy, cuando los aviones israelíes, como los sirios, desmigajan casas y despedazan niños, Netanyahu encuentre su más sólido y proficuo apoyo en el «régimen árabe» por excelencia, el Egipto del dictador militar Sisi (o en los Emiratos, Jordania y Arabia Saudí o en la propia pasividad de Siria y de la Liga Árabe). Israel es otra dictadura árabe que, como todas las otras, sólo podrá ser derribada por una nueva «primavera árabe» que, esta vez sí, alcance sus objetivos.
¿No hay ninguna diferencia entre Israel y, por ejemplo, Siria o Egipto? La hay. La primera: que el número de ‘yihadistas’ israelíes es muy superior al de los países vecinos, como lo demuestra la reacción, complacida y hasta orgásmica, de la mayoría social israelí frente a las atrocidades de su ejército en Gaza (el nihilismo de muchos israelíes, que vitorean la muerte de niños y reclaman el uso de napalm o bombas atómicas contra «esas alimañas», sólo es comparable al de los decapitadores del Estado Islámico). La segunda: que el número de israelíes soñadores es también mucho menor que el de sirios o egipcios o tunecinos soñadores. Son menos, pero tampoco hay que olvidarlos (Amira Hass, Gideon Levy, Uri Avnery, Michel Warschawski, Ilan Pappé y tantos otros) porque sin ellos -y sin todos los judíos antisionistas que se juegan el pellejo en todo el mundo adoptando la posición más difícil, la de los justos entre los injustos- la próxima «revolución árabe» tampoco triunfará.
(*) Santiago Alba Rico. Filósofo y columnista.
Fuente original: http://www.cuartopoder.es/tribuna/israel-y-la-proxima-revolucion-arabe/6121