Hace unas semanas las protestas volvieron a hacerse presentes en Jordania, repitiendo una costumbre de movilizaciones cíclicas. En 1989, la llamada “intifada jordana” sacó a las calles a miles de personas que protestaban tras la eliminación de los subsidios al pan, en 2018 las protestas giraron en torno las medidas de austeridad y subida de impuestos del gobierno. En esta ocasión, la chispa desencadenante ha sido el precio del combustible. En todas ellas, además de las demandas puntuales, algunas de ellas estructurales, también se deja sentir un rechazo al régimen monárquico jordano.
Si bien la llamada “Primavera Árabe” no tuvo la misma influencia que en los países vecinos, sus repercusiones influyeron y afectaron directa o indirectamente en el estado jordano. Antes de la misma, la oposición al régimen era heterogénea, y buscaba dar pasos en busca de una estrategia común. Aunque sus posturas diferían en política doméstica, mantenían una unidad de acción en torno a la política ante el estado sionista de Israel, de rechazo a las injerencias de Washington y en general ante el imperialismo occidental. A partir de entonces, la unidad de acción se volvió más compleja y dificultosa, con el aparato estatal maniobrando además para dividirla o desmovilizarla.
La monarquía jordana sabe aprovechar a su favor tanto esa división interna de la oposición, como el apoyo de dos sectores claves de la élite política gobernante: la vieja guardia, proveniente del este del país y forjada en torno a la burocracia, los servicios de seguridad y las fuerzas armadas; y por otro lado, una élite más reciente, reunida en torno al monarca actual y que está formada por tecnócratas y empresarios, y con mayor peso en la zona oriental del país y entre los ciudadanos de origen palestino.
El régimen ha combatido la disidencia siguiendo un guión preestablecido hace décadas. Esa estrategia se basa en la cooptación, contención, coerción y materialización de ciertas reformas. Además, ha puesto el énfasis en la llamada “seguridad blanda”, mostrando un supuesto impulso reformador. Sin embargo, como afirman fuentes opositoras, “mucha fanfarria sobre las reformas, pero poca profundidad de cambio real”.
Jordania y el régimen monárquico han sido muy hábiles en el “arte de salir del paso y sobrevivir contra viento y marea. Pero en algún momento, las probabilidades pueden cambiar, la tensión será demasiado elevada o algo saldrá muy mal”.
A día de hoy, la fotografía económica jordana es muy preocupante. Con una crisis fiscal crónica, un déficit presupuestario muy elevado, pocos recursos naturales, altas tasas de desempleo (22,6, disparándose hasta el 50% entre los más jóvenes), la pobreza en aumento, la inflación en torno al 5,2%, pero con un aumento elevado de los precios de los alimentos, el combustible y otros productos básicos.
Además, teniendo en cuenta que la política exterior y las alianzas con actores extranjeros son las herramientas esenciales para la supervivencia del régimen monárquico, éstas tampoco atraviesan por un buen momento. En el contexto regional de los últimos años, el conflicto armado en Siria, la aparición del Estado Islámico y la formación de otros grupos jihadistas, y las oleadas de refugiados, han impactado directamente en Jordania.
El contexto internacional está repleto de riesgos para el régimen jordano: el aumento del precio de las materias primas, los problemas con las cadenas de suministros y la reducción de la ayuda económica exterior son ejemplos de ello.
Jordania está atrapada en un círculo vicioso: el país ha soportado la peor parte de las oleadas de refugiados, principalmente debido a los conflictos y las guerras en la región. El aumento de la población ha ejercido continuamente una presión extrema sobre la economía, la estabilidad política, los recursos naturales, el agua y la seguridad alimentaria del país, y también ha intensificado las preocupaciones y prioridades de seguridad nacional debido a la violencia armada. Junto a estos factores, Jordania depende de la ayuda exterior de EE. UU. y otras potencias occidentales y de los estados árabes del Golfo. Además, Jordania está en manos de EE. UU. en materia de cooperación en seguridad, asistencia, entrenamiento antiterrorista, y en el intercambio de inteligencia. En definitiva, Jordania está atrapada en una relación de dependencia de otros países en cuanto a asistencia económica, militar, de seguridad y de desarrollo.
Todo parece indicar que los elementos del cóctel formado en torno a Jordania pueden desencadenar la tormenta perfecta. La debilidad económica, la corrupción persistente y estructural, la dependencia de la ayuda exterior, la crisis económica interna, agravada por la situación internacional, la situación demográfica, la agitación política regional e interna (con las llamadas intrigas palaciegas), la escasez de agua, son algunas de las tensiones y desafíos que está afrontando el régimen.
A pesar de esa situación, todavía, para la mayoría de los jordanos, la sucesión monárquica no es una preocupación importante. Muchos quieren ver cambios significativos en el sistema político, pero son más los que están preocupados por el costo de vida, las altas tasas de desempleo y las perspectivas para ellos y sus familias. Como apunta un observador local, “puede que no sea probable, pero Jordania tiene el potencial de desmoronarse o explotar. El nivel de ira y frustración reprimidas es extenso. Suponer que “eso no puede suceder en Jordania” sería una ingenuidad irremediablemente”. Pero de manera similar, asumir tal explosión es ciertamente igual de defectuoso. Desde su independencia en 1946, los rumores sobre implosión inminente de Jordania siempre han resultado ser exagerados, aunque eso no significa que en algún momento no será cierto. Pero hasta ahora, Jordania ha logrado abrirse camino a través de innumerables crisis internas y regionales.
De momento Jordania seguirá aplicando las mismas fórmulas para superar este contexto: profundizará su agenda neoliberal, implementará reformas cosméticas para aplacar a la oposición, y seguirá basando buena parte de su sobrevivencia en las fuerzas y aparatos de seguridad, diseñados para proteger al rey y preservar la monarquía. Sin olvidar, que como hasta ahora, el régimen también hará uso de las divisiones entre identidades étnicas, entre tribus, entre ideologías, entre regiones, religiones o géneros para apuntalar su status y retrasar cualquier cambio profundo.
Probablemente estemos ante otro ciclo de protestas que se repiten cada un determinado tiempo en Jordania, y tampoco en esta ocasión la ruptura con el régimen aparece en un horizonte cercano. Tal vez la monarquía vuelva a optar como en el pasado, por algunos cambios en el gobierno, pero éstos no se sitúan en clave transformadora. De todos modos, y como señala un miembro de la oposición, “somos optimistas, pero no ingenuos, llegará nuestro momento de definir más reforma o una ruptura”.
Txente Rekondo, Analista internacional
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