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Explotados a ambos lados del Atlántico

Jornaleros del teléfono

Fuentes: Rebelión

«Buenas tardes, mi nombre es Miguel y llamo de Citibank. ¿Puedo hablar con el señor Eduardo Martínez?». Esa voz amable, versátil, casi ingenua, que solivianta el silencio de la casa es la de uno de los miles de jornaleros del teléfono que, desde Madrid, Buenos Aires o Tánger, nos llama solícito. ¿Jornaleros del teléfono? El […]

«Buenas tardes, mi nombre es Miguel y llamo de Citibank. ¿Puedo hablar con el señor Eduardo Martínez?». Esa voz amable, versátil, casi ingenua, que solivianta el silencio de la casa es la de uno de los miles de jornaleros del teléfono que, desde Madrid, Buenos Aires o Tánger, nos llama solícito.

¿Jornaleros del teléfono? El joven, licenciado universitario, seguramente se removería inquieto ante la comparación. No, él no es un segador de Novecento, ni en este call-center se desuellan alcornoques, como hacían los Maltiempo que retratara Saramago en «Levantados del suelo». El no se ensucia las manos, y su trabajo, nos diría, lo hace sentado, es cognitivo, inmaterial…

Pero si nos acercamos más quizás encontremos, oculto tras el mito de la tecnología modernizadora, las huellas de la vida precaria. Estos otros temporeros y temporeras de nuestros días trabajan también por campañas, aunque lo que recolecten sea encuestas o tarjetas de crédito o reclamaciones del servicio de la luz o del agua. También aquí, en el telemárketing, la eventualidad es la norma y el contrato por obra o servicio determinado, el rey absoluto de la jungla.

No llevan, como los jornaleros de antes, una fiambrera con torreznos y costillas de la matanza. Ahora la tartera de siempre se transmutó en «taper», pero la laboriosa teleoperadora dispone del mismo tiempo de descanso para engullir la comida: media hora, en el caso de que se trate de jornada partida.

«Coge cajas y te pones en el corte». El manijero de la finca respondía así de concluyente al requerimiento del obrero: no hacían falta más preámbulos para trabajar en la cosecha del tomate. A las empresas del telemárketing también les agrada este estilo resolutivo y taciturno : «60 puestos de teleoperador en fidelización-emisión de llamadas. Requisitos: don de gentes, facilidad de palabra y ganas de trabajar. No es imprescindible experiencia»(1). Solo es preciso saber usar un ordenador, saber hablar y saber obedecer…

«Producir significa respirar con el mercado» nos dicen, emocionados, los fabuladores de la Arcadia del posfordismo. Y mientras tanto, just in time, «el mercado» compulsivamente inspira y expira precarios, trabajadores de usar y tirar, voces baratas y etéreas. «Lo que se requiere de los obreros no son altas cualificaciones, sino una disponibilidad de tiempo, una completa disposición para entrar o salir del sistema productivo, según los requerimientos de la producción»(2).

No son «siglos de aceitunas» los que atan a estos temporeros, como antaño a los jornaleros altivos de Jaén, sino apenas dos décadas de «Calidad Total», como han dado en llamar los apologistas del capitalismo contemporáneo a la ofensiva empresarial y la consiguiente reestructuración productiva. Aquellos, aceituneros adheridos a los ciclos naturales del olivo y a las leyes del latifundio; estos otros, precarios anexos a la sístole y la diástole del turbocapitalismo, a las contracciones ciegas del mercado, a los preceptos y caprichos de la bolsa, la publicidad y el consumo dirigido.

«Calidad Total es el estado del arte en la gestión gerencial moderna». Perfeccionan las tramas de la competencia y visten su codicia con ropajes de estética. Pero ya aprendimos a traducir los eufemismos de su negocio, el significado de la imposible lírica del dinero. Hablan de calidad total y sabemos que farfullan subcontrata, deslocalización, beneficio….

CARNE DE SUBCONTRATA Y DESLOCALIZACIÓN

«Llamo de Movistar», «Le llamamos en nombre de Iberdrola», «Soy el responsable de su tarjeta de crédito de BSCH», «Departamento de suscripciones de El País, dígame»….. La teleoperadora cimbrea la voz casi hasta la ternura. Su sonrisa telefónica desgrana la denominación de una gran empresa para la que no trabajará nunca. Su empresa se llama Atento o Unísono o Research, pero sus palabras acarician el nombre de la Marca intocable.

«La empresa que lo contrata no es la misma en nombre de la cual vende. Actúa de ventrílocuo, de mediador clandestino. El trabajador del call center está al servicio de una marca que parece espiritual y secreta, a la vez que tiene carácter público y con consumidores de carne y hueso»(3).

Voces y vidas subcontratadas. La multinacional organiza la gran sinfonía mercantil mientras las invisibles hormigas autistas duplican las bondades de la marca, la humanizan, la defienden, la absuelven. La Gran Empresa, «el cliente», la empresa-madre planifica el Big-Bang de la producción y desmigaja el trabajo desdoblándolo en franquicias, contratas y subcontratas.

Empresas cabezas y empresas manos. Mientras los filósofos posmodernos proclaman el triunfo de la cultura fragmentaria, las grandes empresas se convierten en los entes de totalización, en el comité supremo planificador de la producción, del consumo y de la vida misma. La utopía del obrero colectivo, nos dicen, ha muerto. Y en su lugar se naturaliza la realidad del empresario-colectivo, la empresa-red omnisciente, el Altísimo que dispone la organización de la sociedad.

«Telefónica apunta, Atento dispara». De esta forma tan significativa resumía la CGT la represión concertada por ambas empresas para despedir a delegados del sindicato, incluido el secretario confederal de acción sindical, Ángel Luis García. La subcontratación es, antes que nada, un mecanismo de fortalecimiento del poder patronal sobre los trabajadores, un dispositivo para garantizar su mando.

El círculo de la dominación lo cierran combinando la subcontratación con la deslocalización empresarial. La amenaza de «cerrar la plataforma» y desplazar la actividad a otra ciudad o a otro país está presente de forma permanente y se convierte en chantaje explícito a poco que los operadores telefónicos se decidan a organizar la defensa de sus derechos más elementales.

«Si nos preguntan de dónde estamos llamando, no podemos decir jamás que de Argentina. Nos dan una dirección que es Independencia en Madrid»(4). El teleoperador aprende en su propia precariedad la mentira de la globalización. En la actualidad ya se atienden clientes españoles de Vodafone en Argentina, Panamá y Chile; de Telefónica y Movistar en Perú, Colombia, Argentina y Marruecos; de Jazztel, también en Argentina y de Amena en este último país y en Chile.

Es la gran Verbena del Capital. Sus servidores practican malabares con el trabajo: en cuestión de meses desaparece el empleo de teleoperador a 750 euros de media en España y aparece pagado a 250 euros en América Latina. Los trabajadores dan vueltas, hasta marearse de racismo, en la noria de la competencia: localizados contra deslocalizados, localizantes contra deslocalizantes… Los gobiernos, chicos y grandes, estatales o autonómicos, de derechas o de izquierdas, porfían entre ellos y amenizan la velada con exenciones fiscales, subvenciones «por creación de empleo» y legislación laboral ex profeso. Mientras tanto, suena de fondo el pasodoble universal del libre comercio, la economía abierta y las sociedades democráticas…

Cuando los inmigrantes marroquíes empezaron a organizarse en la campaña de la fresa de Huelva, los empresarios de la zona dieron en contratar inmigrantes rumanas, polacas, búlgaras… Los dueños, embargados de ternura, dijeron que «la fresa necesita manos de mujer», que requiere una especial delicadeza…

Manos de mujer para la fresa y voces cautivadoras para la llamada telefónica: Son las metáforas del capital en su inagotable búsqueda de mercancía humana desvalida y sumisa. En cada país atizan el miedo de los humildes a la inmigración y les animan a abrazarse a su respectiva bandera nacional, y entretanto inducen, a conveniencia, o bien a la deslocalización de empresas o bien a la emigración de personas, a la explotación sin fronteras en definitiva.

«El capitalismo no cesa de huir por todos los cabos»(5). La globalización es la expresión contemporánea de su necesidad inmanente de expansión. La fábrica se desdobla, el call center salta océanos, la publicidad invade los refugios íntimos.

La deslocalización y la externalización se convierten en las dos piezas fundamentales para garantizar el jaque permanente a las clases trabajadoras y el predominio absoluto del capital. La velocidad y la movilidad aparecen como atributos naturales del paisaje de «la producción flexible», como benéficos instrumentos de modernidad y bienestar.

El delirio del capitalismo adquiere así el estatuto de racionalidad. Los costes ambientales de la distancia entre productor y consumidor son ignorados; la precarización de millones de personas es percibida como una desagradable pero inevitable consecuencia de la lógica filantrópica del mercado. El trabajo es subcontratado, externalizado, dividido, licuado y desmigajado en nombre de la flexibilidad y de la «producción ligera».

COMPETENCIA Y PANÓPTICO

«Esther hizo ayer más que tú». El supervisor se afana en su tarea, alecciona a la teleoperadora a rivalizar con su compañera en número de encuestas, siembra en ella metódica y minuciosamente la competencia.

«Los del turno de mañana hacen más que vosotros». El coordinador llama a elevar el rendimiento al grupo de la tarde. La gran familia telefónica se compone de distintos nosotros en pugna permanente. Es el peligro constante de la «nominación» que aprendimos en el concurso televisivo. Y aquel que nos convoca a la contienda entre compañeros es el supervisor o coordinador, jamás capataz, palabra añeja de los tiempos remotos de la lucha de clases…

Un teleoperador pregunta a otro: «¿Cuántas llevas?». Son las dos palabras más repetidas en la plataforma telefónica, la espoleta del destajo expreso o encubierto, la brasa de esta disputa por el salario incesantemente avivada. Es la ley de la competencia, el Gran Hermano difuso y molecular, el aval de nuestro sometimiento.

Capitalismo a fuego lento. Van pasándonos poco a poco por el asador: el metro, los capataces, las leyes y reformas laborales que siempre nos guardan alguna sorpresita, y para terminar la competencia ciega, inútil, suicida, entre los trabajadores.

«La competencia entre los trabajadores es el lado más triste de su actual condición, el arma más aguda contra el proletariado en manos de la burguesía»(6). Hoy como ayer, cuando Engels escribiera estas palabras esclarecedoras, la principal garantía de conservación del capitalismo es la reproducción sistemática de nuestra división.

Los instrumentos para asegurar la salud de la competencia son innumerables. Una teleoperadora con más antigüedad en la empresa, pero aún aspirante a un contrato indefinido, es utilizada para hacer de «liebre» y tirar del rendimiento del grupo; un gran cartelón situado frente a los operadores telefónicos recuerda el objetivo semanal, la ratio diaria deseable y los niveles de «productividad» de cada uno; los cuatro trabajadores telefónicos que más tarjetas de crédito activen recibirán un incentivo económico… Las empresas se aplican a la invención y renovación de dispositivos que confirmen la persistencia de la cizaña.

El salario es aquí variable por definición. Los incentivos, el pago por tarea realizada y todos los mecanismos retributivos están destinados a «remunerar, de manera personalizada, la autogestión de la obediencia»(7). El destajo se enseñorea del call center. Se paga por encuesta, por entrevista, por tarjeta vendida. El esfuerzo del teleoperador adopta así la apariencia de «trabajo objetivado ya en el producto»(8). Marx sonríe amargamente desde su tumba: «El destajo tiende por un lado a desarrollar la individualidad y con ella el sentimiento de libertad, la independencia y el autocontrol de los obreros y, por otro lado, la competencia de unos con otros y contra otros», «El salario a destajo es la forma de salario que mejor cuadra al modo de producción capitalista».

La pirámide jerárquica de la plataforma telefónica se hace más compleja, más ubicua y sutil. La cháchara del «liderazgo situacional y democrático» apenas alcanza para tapar la tupida red de controles que dominan la actividad del operador. El poder empresarial se camufla tras la metáfora deportiva de «equipo». Los jefes ya no son tales, sino «team lider», los encargados ahora se llaman supervisores y algunos de los responsables de subordinarte se denominan coordinadores. La permanente y siempre renovada jerarquía entre las víctimas engrasa su discordia.

Y tras los jefes visibles, el control invisible de la empresa matriz, en ese edificio o en otro, en esa ciudad o en otra. Un panóptico en el que lo único que no se ve es el puesto de mando. El teleoperador es visto, olido, escuchado y grabado, mientras ellos, la autoridad, las empresas para las que trabaja, juegan con él al escondite, ahora estoy-ahora no estoy, ahora te vigilo-ahora no te vigilo…

A los ojos censores del supervisor ostensible se suman los oídos recónditos de la empresa cliente. Yo te vigilo, tú me controlas, el te fiscaliza. Gramática del dominio. El teleoperador declina todos los tiempos y modos posibles de la inspección: la empresa ha hecho circular el rumor de que algunos de las personas entrevistadas son llamadas ficticias, topos contratados por ella.. «El ojo no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve»: Leyeron a Machado contra nosotros, lo convirtieron en un bucle más de su neurosis de dinero y de nuestra forzada paranoia de supervivencia.

El programa informático se encarga de completar el diseño y la eficacia del panóptico. El supervisor no sólo escucha la llamada, además simultáneamente ve la pantalla del teleoperador; el sistema de códigos almacena y ordena todo tipo de datos: tiempo medio de llamada, tiempo entre llamadas, tiempo de descanso… La familiaridad del trabajador con las herramientas informáticas contribuye a interiorizar la disciplina. Se acrecienta el vínculo entre técnica y dominación, en tanto que la técnica es naturalizada: todo el dispositivo técnico, encaminado a la eliminación o minoración de los tiempos «porosos», aparece con el halo de neutralidad, como conjunto de requisitos necesarios y consustanciales al trabajo.

LAS FÁBRICAS DE LA TERNURA

«El vaso está medio lleno, siempre». El responsable del departamento de formación de la empresa va desmenuzando las claves de la «excelencia telefónica». Nuestro hombre es un joven, pedagogo de profesión, con aspecto, maneras y lenguaje que no dudaríamos a primera vista en calificar como «alternativos». Escucha activa, personalizar, empatía: el maestro metido a adiestrador comercial desglosa las palabras fetiche de las profesiones de ayuda…. Por un momento habíamos olvidado que estamos en un minicurso de dos días para promover la activación de las tarjetas de crédito de una entidad financiera. El curso forma parte del proceso de selección: «Si no superas la selección no cobras» el tiempo de formación y si se la superas lo cobras a razón de 2’51 euros la hora.

«Las palabras malsonantes: no, nunca, jamás». El formador va delineando los contornos de una comunicación telefónica estandarizada pero al mismo tiempo habitada por la afabilidad. «Hay que conectar con el cliente, pero al mismo tiempo mantener la distancia». Nuestro instructor imagina sonrisas telefónicas, seductores televendedores, sinuosas ventas con final feliz.

Pero junto a nuestro bisoño profesor, que importa con naturalidad su experiencia de los movimientos asamblearios a la empresa atrapalotodo, se encuentran también los responsables de la entidad financiera para la cual, subcontrata mediante, vamos a trabajar. «Lo que queremos, más allá de esta campaña concreta de promoción, es habituar a nuestros clientes al uso de la tarjeta como medio de pago». Al fin, de la mano de nuestros formadores, la impecable síntesis del telemárketing: pedagogía y comercio, comunicación y venta, seducción y mentira.

El lenguaje ha sido atrapado en las redes del nuevo capitalismo. Ahora «comunicación y producción forman una misma cosa»9. El lenguaje es asalariado, puestas a trabajar todas sus capacidades, movilizada toda su potencia para rendir plusvalía. El lenguaje mismo se convierte así en objeto de explotación.

«No hay que hablar de cuotas», «Sin coste alguno ni por la tarjeta ni por la promoción», «Máximo de descuento, 60 euros, solo se dice al final». Los adiestradores de la entidad financiera van desmenuzando las tretas y celadas de la promoción.

Fábrica de voces dulces, fábrica de falsas ternuras. El capital capturando los sentimientos nobles, haciéndolos moneda, objetivándolos en forma de mercancía. Vender es mentir. «Yo desde este departamento no le puedo pasar» contesta el teleoperador a la queja reiterada del usuario, repitiendo el engaño hasta institucionalizarlo: ni él trabaja en un departamento de la empresa destinataria de la reclamación ni, aunque quisiera, podría pasarle a otro negociado de la misma pues no sabe siquiera dónde está…¿Pasarle?¿A otra subcontrata, a otra ciudad, a otro país?

«La profesionalidad en el interior de un call center, por ejemplo, es conversar, consolar, informar, mentir. Actos lingüísticos, como les llaman los filósofos del lenguaje. Son actos fundamentales: se convence, se consuela, se informa, durante todas las horas del día»(10). Paolo Virno nos señala donde reside la novedad y fortaleza de este régimen productivo y social capaz de subordinar y rentabilizar las capacidades humanas genéricas. De ahí la dificultad para «enfrentarse con un capitalismo que valoriza a su modo la misma naturaleza humana»(11).

Las capacidades asertivas, afectivas y psicológicas del operador telefónico se movilizan. Al principio flexiona la voz, la contonea, repite las consignas como si se tratara de un juego, de un ritornelo infantil; vende como si jugara, como si le tocase contar con los ojos tapados hasta 50 mientras los otros se esconden… Pero la ficción estalla y la tensión surge una y otra vez: «Usted es el cuarto que me llama pero nadie me da una solución», «Esto luego es todo mentira»,»Si es algo de bancos, estoy comiendo; respetarme por favor», «Siempre les digo lo mismo, no tengo trabajo, no tengo dinero»…

El teleoperador se acostumbra a torear las broncas, pulsa el mute desahogando el desgaste acumulado, trata de «gestionar toda esa carga de violencia y agresividad que forma parte de la relación mercantil y de consumo»(12). Pero a veces es inútil y el equilibrio se rompe. Las cifras altísimas de absentismo, que enarbola como arma arrojadiza la patronal, sólo traducen toda esa fatiga mental, el cansancio, el asco, el éxodo sin potencia…

LA CADENA QUE HABLA

«Esos tiempos, esas llamadas»: el supervisor amonesta paternalmente a los teleoperadores . «Codifícame esa llamada», censura a otro de ellos, emplazándole a dar paso a una nueva entrevista. Los tiempos muertos son el constante enemigo a batir para la dirección del call center.

«El cronómetro ha entrado en el taller»: con esa metáfora resumía Benjamin Coriat el cambio histórico que supuso el fordismo en las formas de producción y en las relaciones de fuerza entre las clases en el interior de la fábrica. Pero el cronómetro llegó para quedarse y, a pesar de algunas enternecedoras leyendas sobre el»posfordismo», no tiene la más mínima intención de ausentarse. «El cronómetro es, ante todo, un instrumento político de dominación sobre el trabajo»(13). La dominación se viste de ratios, de racionalidad tecnológica y el trabajo es allí llagado, atrapado el tiempo del obrero.

Fordismo y posfordismo se superponen, se amalgaman, se combinan, se abrazan como las culebras. El nuevo capitalismo se nutre de todos sus antecesores, de las figuras más depredadoras y también de las que mejor exhiben su impostor «rostro humano». La cadena de montaje se dispersa en el territorio, pero no desaparece. El capital disgrega aún más el proceso de trabajo, pero mantiene permanente y unilateralmente el control sobre el mismo. La externalización no es, en modo alguno, un elemento nuevo en el capitalismo. Gaudemar nos recuerda la importancia del subcontratista ya en el siglo XIX trayendo a la memoria el texto de Leroy-Beaulieu, que escribía en 1896, que con el marchandage «el ojo del amo queda de algún modo subdivido y multiplicado al punto de estar siempre presente en cada grupo»(14).

«Está terminantemente prohibido no leer literalmente, no matizar las escalas»(15): las Normas del Departamento Telefónico expresan la paradoja irresoluble de los nuevos tiranos. Nos quieren contestador automático y nos quieren alma. Nos quieren robots y al mismo tiempo seductores, autómatas y complacientes, literales y libérrimos. Te ordeno que seas espontáneo…

En el telemárketing se acoplan distintos modelos. Las subcontratas de las subcontratas montan su CATI en cualquier cubil; sin embargo el aspecto de las empresas más poderosas del sector es lo más parecido a una gran fábrica. Centenares de cubículos donde absortos teleoperadores ajustan su pieza lingüística a la producción flexible de la cadena que habla y susurra.

El discurso apologista de la flexibilidad laboral y de las nuevas formas de empleo exalta, confundiendo deseos y realidad, las bondades de la polivalencia, el fin del trabajo rutinario y las capacidades infinitas de la cooperación. Pero esas potencialidades de la cooperación humana se encuentran en nuestro mundo sometidas, subordinadas, parasitadas por el capital.

«Al coordinarse de un modo sistemático con otros, el obrero se despoja de sus limitaciones individuales y desarrolla la capacidad de su especie»(16). La capacidad de cooperación es, efectivamente, una competencia consustancial al género humano, pero se encuentra cautiva del capital. Éste aparece como condición de la cooperación (¡cuántas veces hemos escuchado decir eso de «sin las empresas no tendríamos trabajo»!) y la propia cooperación se nos presenta como una forma histórica peculiar del proceso de producción capitalista…

ROBINSON, LAS MARCAS Y LA MULTITUD

«30 de septiembre de 1659. – Yo, pobre Robinson Crusoe, después del naufragio del buque en que iba, soy arrojado a esta isla, a la cual doy el nombre de isla de la Desesperación. Toda la tripulación pereció y aun yo mismo me encontré en la playa casi moribundo».

«Si alguien no quiere que le llaméis de ninguna manera lo incluís en la Lista Robinson»: la supervisora explica el funcionamiento del banco de datos donde va a parar la información sobre los irredentos, aclarando que solo deben ir a esa lista aquellos que se opongan reiterada y radicalmente a que se les llame. Curiosa vuelta de tuerca sobre el personaje: Robinson Crusoe pasa de ser la parábola sobre la resistencia del individuo abandonado en la naturaleza a la imagen del intratable, del perro verde que se niega a participar de la naturaleza de nuestro tiempo, la sociedad consumista.

«No me interesa», «No me hace falta nada», «Mire, estoy durmiendo. No me interesa nada y quiero que pasen de mí los de Citibank para siempre», «Yo ya no estoy para estos trotes», «Llama a otro, hijo de mi alma»: son las respuestas de los tibios, de los tentados a convertirse en Robinson. Y nosotros, altruistas teleoperadores, estamos llamados a evitar que esas almas se pierdan para el Mercado, que la misantropía se apodere de ellas y les conduzca a la isla, sin mercancías, de la Desesperación.

Hoy somos la voz de Vodafone y mañana la de Repsol y pasado la de Coca Cola. Por nuestra boca habla el capital, hablan ellos. La marca pasa a través de nuestros labios, se abre a lo contingente en nuestras voces, despierta a la comunicación o a la sorpresa en nuestra urgencia de salario. «Los productos se hacen en las fábricas; la marca es lo que compra el cliente y se hace con la mente». Fabulan su metafísica de bolsillo (la marca como experiencia, como estilo de vida, como trascendencia de la empresa) sentados sobre la precariedad de nuestras vidas.

Y allí nuestra voz, su integridad, peligra. Peligra cuando doblegamos robinsones para gloria del Mercado, cuando encorvamos nuestras palabras con tonos serviles a beneficio de la Marca. Nuestro extrañamiento se convierte directamente en alienación. «Cuanto más se vuelca el trabajador en su trabajo, tanto más poderoso es el mundo extraño….y por tanto más pobres son él mismo y su mundo interior, tanto menos dueño de sí mismo es»(17).

La clase obrera no va al paraíso, la multitud tampoco. Paolo Virno nos invita a pensar la ambivalencia de la multitud, del sujeto de la precariedad. «La multitud es solidaria y agresiva», oscila entre lo inventivo y lo negativo, entre la cooperación inteligente y las pulsiones destructivas y autodestructivas. Tan pronto puede ser avanzadilla antiglobalización como vanguardia del cinismo mercantil…

UN DÍA VOLVEREMOS

«Dame ese papel también y ya veré yo si lo firmo». El teleoperador se enfrenta al responsable de Recursos Humanos, que le ha entregado las nóminas y el finiquito, pero retiene en sus manos el certificado de empresa, documento imprescindible para poder solicitar las prestaciones por desempleo. Traduzcamos al lenguaje de la supervivencia el gesto experimentado del encargado en el momento de proporcionar la documentación del despido: primero te rindes, firmas el finiquito y después te damos los papeles del paro.

En el telemárketing en Navidad, Semana Santa o agosto florecen «las bajas voluntarias» y brotan las finalizaciones de contrato, preavisadas de un día para otro. Ni siquiera les hacen falta cursos sobre «cómo despedir con éxito»(18), están suficientemente entrenados en patear trabajadores.

El telemárketing es uno de los mejores prototipos de la generalización de la precariedad y el proceso vivido en el sector de telecomunicaciones es un emblema de la «revolución neoliberal». En 1992, en Telefónica trabajaban 75.000 personas. Hoy, la plantilla apenas alcanza las 35.000. 40.000 empleos se esfumaron y reaparecieron en filiales y subcontratas como trabajos precarios, remunerados con salarios tres veces más exiguos que los percibidos en la empresa matriz. Y mientras tanto los beneficios de las multinacionales telefónicas y de sus directivos-tiburones no han hecho más que multiplicarse. Juan Villalonga, el expresidente de Telefónica, la abandonó llevándose una prima de 18 millones de euros provenientes de stock options. Cesar Alierta, su presidente actual, anuncia con júbilo las ganancias de la empresa relativas al año 2006: 6.223 millones de euros, más de un billón de pesetas…

Es la crónica de las últimas décadas, el relato del festival canalla del neoliberalismo, de la acumulación capitalista contemporánea. Repitieron y repiten obscenamente la misma cantinela: «liberalización de los mercados cautivos», cuando querían decir saqueo de las empresas públicas rentables; «acabar con los monopolios», entretanto ultimaban sus oligopolios privados; «externalización de los costes», al tiempo que urdían los contratos basura, las ETT, la completa indefensión de los trabajadores.

Mientras a coro invocaban la «Nueva Economía» y el presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos, Alan Greenspan, cual poeta romántico, hablaba de «la exuberancia irracional de los mercados», el campo se llenaba de víctimas, de trabajadores «teleperforados» y «telekemados».

«La sala de café es una sala de descanso, no de reunión»: las Normas de Trabajo y Disciplina de los Entrevistadores nos recuerdan nuestra condición de individuos solos, de átomos en pugna con otros átomos. Hacen fuego con toda la leña: panóptico, racionalización tecnológica, paternalismo, ética del trabajo, delegación, ficción de equipo: la disciplina ni es una solamente ni universal (19). Pero, pese a su minuciosa combinación de disciplinas y formas de dominio, saltan las esquirlas de rabia, los fragmentos de resistencia; contra el destajo, contra los despidos, contra la división, contra la doma.

Nos enseñan la obediencia desde la escuela y desde la televisión. Aprendemos las reglas del concurso: «sana» y permanente competición, excluida la acción común, prohibido el pacto entre trabajadores concursantes. Nos ilustran sobre las lealtades líquidas, nos instruyen sobre cómo apuñalarnos cordialmente, con buen rollito.

Y, a pesar de todo, salta Sintel y miles de trabajadores se plantan en la Castellana conjugando la palabra Dignidad; y salta Atento y muchos se rebelan contra la deslocalización; y saltan en la propia Telefónica alternativas y comisiones contra la corrupción del sindicalismo oficial. Son brotes de una misma rebeldía, de un malestar común aún disperso, hilos de la resistencia contra la barbarie de este tiempo. «La posibilidad social del capitalismo está vinculada al hecho de que la fuerza de trabajo no devenga clase obrera, sujeto social alternativo, sino individual»(20).

«Este trabajo es algo transitorio». Lleva 5 años en el telemárketing, pasando 7 horas al día en la máquina de las mentiras, y aún se abraza al mito de la transitoriedad, mientras sale una oposición o un empleo a la altura de su titulación y de su valía. Pero no basta con que nuestro teleoperador consiga abandonar el call center.

Jorge Riechmann nos recuerda que «entre 1920 y 1930 no se construyen prisiones en España: los albañiles afiliados al sindicato anarquista CNT, siguiendo la decisión adoptada por su organización, prefieren estar parados a trabajar en tales obras. No se dejan comprar para la reproducción del orden social dominante»(21). No basta con aspirar a la huida personal del telemárketing, a terminar pronto con una dedicación alienante y alienadora. Es preciso cuestionar no sólo cómo se produce, sino también qué se produce. Debemos aspirar a una sociedad sin telemárketing.

Al fondo suena el gran babel, el murmullo de palabras de un CATI. El teleoperador coge el finiquito, escribe la fecha, pone al lado Recibí No Conforme y firma. Sale de la empresa, aprieta los dientes, vuelve la cabeza, masculla «Un día volveremos».

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

 

  1. Oferta de empleo de «Unísono Madrid» en Infojobs, día 16 de mayo de 2007.

  2. Juan José Castillo. «Contra los estragos de la subcontratación». Sociología del Trabajo, número 34.

  3. Nico Barraco, Marzo y Cris, Colectivo Situaciones (2006): ¿Quién habla?. Lucha contra la esclavitud del alma en los call-centers. Buenos Aires, Ediciones Tinta Limon. Excelente libro: hondura en el análisis, metodología y compromiso militantes.

  4. ¿Quién habla?. Obra citada.

  5. Gilles Deleuze y Felix Guattari (1998): El Anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia. Barcelona, Paidós.

  6. Federico Engels (1979): La situación de la clase obrera en Inglaterra. Madrid, Ediciones Júcar.

  7. ¿Quién habla? Ya citada.

  8. Carlos Marx (1976): El Capital. Libro I, Capítulo XIX. Madrid, Akal.

  9. Christian Marazzi (2003): El sitio de los calcetines. Madrid, Akal.

  10. Paolo Virno en ¿Quién habla?.

  11. Paolo Virno (2003): Virtuosismo y revolución. Madrid, Traficantes de Sueños.

  12. ¿Quién habla?, obra citada.

  13. Benjamin Coriat (2001): El taller y el cronómetro. Madrid, Siglo XXI de España Editores.

  14. Jean Paul de Gaudemar (1991): El orden y la producción. Nacimiento y formas de la disciplina de fábrica. Madrid, Editorial Trotta.

  15. Normas del Departamento Telefónico de la empresa Infomarket en Madrid.

  16. Carlos Marx (1976): El Capital. Libro I Capítulo XI. Madrid, Akal.

  17. Carlos Marx (1995): Manuscritos sobre economía y filosofía. Madrid, Alianza Editorial.

  18. Noticia en Rebelión: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=33406

  19. Gaudemar, obra citada.

  20. Andrés Bilbao (1995): Obreros y ciudadanos. La desestructuración de la clase obrera. Madrid, Editorial Trotta.

  21. Jorge Riechmann (2003): Una morada en el aire. Barcelona, El Viejo Topo.