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Katrina, la izquierda y la ecología

Fuentes: La Jornada

La especie humana, desde siempre, está modificando profundamente el ambiente natural. Ya en las culturas agrícolas precapitalistas (de la Mesopotamia o de Mesoamérica) los torpes drenajes de los pantanos y la deforestación para extender los cultivos produjeron desiertos, a pesar de que la densidad demográfica era baja, los instrumentos, primitivos, y, obviamente, se desconocían los […]

La especie humana, desde siempre, está modificando profundamente el ambiente natural. Ya en las culturas agrícolas precapitalistas (de la Mesopotamia o de Mesoamérica) los torpes drenajes de los pantanos y la deforestación para extender los cultivos produjeron desiertos, a pesar de que la densidad demográfica era baja, los instrumentos, primitivos, y, obviamente, se desconocían los agroquímicos actuales. En realidad, ya la agricultura en gran escala de los estados de la antigüedad constituyó una violación irreversible de la naturaleza (véase si no qué pasó allí donde funcionaron los latifundios cerealeros de los romanos).

Antes del capitalismo, la producción de mercancías ya destruía el ambiente a medida que crecían los centros urbanos que había que alimentar y que eran importantes consumidores de agua y productores de desechos (el monte Testaccio, en Roma, por ejemplo, se formó con los pedazos de las cerámicas convertidas en basura). Si el desastre no fue aún mayor en el Medievo es porque las ciudades de la antigüedad clásica eran entonces sólo ruinas casi deshabitadas, como Roma, que pasó del millón de habitantes, en tiempos del emperador Adriano, a 12 mil en tiempos de Bonifacio VIII, o Atenas o Esparta con muy pocos habitantes.

El capitalismo potenció después ese papel destructor trayendo aparejado, en los tres últimos siglos y en particular en la docena de lustros últimos, un enorme aumento de la población, un proceso brutal y veloz de urbanización y la depredación de los territorios para despojarlos de los productos mineros o para practicar una agricultura extractiva «minera» de virtual monocultivo, con gran incidencia de los agroquímicos de todo tipo y una bestial destrucción de la capa forestal protectora.

Marx decía que el trabajo es el padre de la riqueza, pero la naturaleza es la madre. Como en la familia, el padre sometió a la madre y la mundialización actual, dirigida por el capital financiero, está cometiendo a la vez un parricidio y un matricidio al ofrecer cada vez más salarios y condiciones de trabajo incompatibles con la reproducción misma del trabajador y de la civilización, y al depredar el ambiente y los recursos naturales para obtener ganancias privadas a costa de la socialización de los daños y de las pérdidas, que corren a cargo de las clases explotadas y oprimidas, a las que se despoja del agua, de los alimentos terrestres, de los peces, del aire mismo, cada vez más irrespirable. El capital se ha adueñado literalmente del clima, al que modifica con las emisiones de gases industriales, que no quiere reducir porque eso afecta su ganancia. Y se ha adueñado del derecho a vivir, a disfrutar del agua, a respirar. Y es que aquí aplica la misma concepción propia de las primeras hordas según la cual los recursos naturales y las otras especies están ahí a disposición de la especie humana, para su uso indiscriminado y, dentro de nuestra especie, para la saciedad, la acumulación y el disfrute de los que mandan.

Por la misma razón por la cual el gobierno de Washington declara al mundo en capilla con su teoría de la guerra preventiva contra el país que, en el futuro, pudiera amenazar la seguridad de Estados Unidos (léase, las ganancias de sus empresarios), ese mismo gobierno se niega a firmar el Protocolo de Kyoto sobre las emisiones de gases industriales y contribuye así, con 25 por ciento de la contaminación mundial, a crear los agujeros en la capa de ozono y el recalentamiento del globo terráqueo. Las ganancias de las empresas están por sobre los intereses colectivos más vitales. El resultado es que mientras Washington dedica más de 400 mil millones de dólares anuales a las fuerzas armadas, y en Irak ha gastado ya 240 mil millones en su campaña de muerte, las sumas para la protección ambiental y la protección civil en territorio estadunidense se reducen todos los días. Además, la desregulación ha eliminado miles de puestos de bomberos, enfermeros, asistentes sociales, ecólogos, urbanistas, y ha agravado así la fragilidad del territorio urbano y periurbano en el país más rico del mundo, el cual destruye también sus zonas pobres urbanas.

La tragedia de Nueva Orleáns no se debe, por lo tanto, a un desastre natural, sino a las políticas que trastornan el ambiente en función del lucro privado, y que ahora se convierten en un bumerán para la Casa Blanca al elevar el precio del petróleo y al costar más de 100 mil millones de dólares, o sea, la mitad de la guerra de Irak, y cinco veces más en vidas.

La inundación de Nueva Orleáns tendrá efectos políticos, como los tuvo el terremoto de México en 1985, porque pone al desnudo la impotencia e insensibilidad del gobierno y la inhumanidad del sistema. La izquierda tradicional, sin embargo, prestó y presta muy poca atención a la ecología y a la defensa del ambiente, el cual es la base para mantener nuestra civilización. Estamos a la puerta de que este modo de producción depredador provoque una aguda crisis en ésta y un nuevo Medievo con tecnología de punta. El mundo marcha a una catástrofe si el capitalismo sigue destruyendo las bases para la vida humana y preparando así el fin de todos, victimarios y víctimas. El presidente argentino, Néstor Kirchner, ha exigido a «los países industrializados» (léase, Estados Unidos) que firmen el Protocolo de Kyoto y «paguen su deuda ambiental con la humanidad» reduciendo la emisión de gases. ¿Y la izquierda, qué dice?

Publicado en La Jornada
http://www.jornada.unam.mx