Con motivo del correcto traspaso de poderes observado en el Gobierno de Israel tras la incapacitación de Ariel Sharon, mucho se ha insistido en que eso es lo normal en un Estado democrático. Se recalca de ese modo esta positiva cualidad de Israel, en contraste con los regímenes autoritarios árabes que constituyen su esfera geopolítica. […]
Con motivo del correcto traspaso de poderes observado en el Gobierno de Israel tras la incapacitación de Ariel Sharon, mucho se ha insistido en que eso es lo normal en un Estado democrático. Se recalca de ese modo esta positiva cualidad de Israel, en contraste con los regímenes autoritarios árabes que constituyen su esfera geopolítica. No conviene, sin embargo, llevar las cosas al extremo, porque la susodicha democracia israelí presenta anomalías que la ponen en entredicho y le confieren rasgos que rayan en lo teocrático.
Bien es verdad que para analizar esta cuestión no es preciso salir fuera del país ni tener que recurrir a la barata y desdeñable literatura antisionista, sino que basta con leer lo que se publica en Israel, cosa que no sería posible en los regímenes no democráticos.
Un editorial del diario Haaretz (18-12-05) recordaba que en Israel sigue estando en vigor la clasificación de los ciudadanos por su adscripción religiosa, lo que, como uso democrático, deja bastante que desear. El caso es que, de entre los inmigrantes llegados a Israel en los últimos diez o quince años, cerca de 300.000 no han sido reconocidos oficialmente como judíos y tampoco se definen ellos a sí mismos como cristianos o musulmanes. Por eso, los órganos estadísticos los clasifican como «otros», lo que les somete a serias limitaciones en su vida privada, por ejemplo, en lo que respecta al matrimonio, pues no existe en Israel matrimonio civil. Se da también el caso de soldados muertos en acto de servicio que, al no ser oficialmente judíos, no pueden ser enterrados con honores en los cementerios militares.
Conviene recordar que, según la legislación en vigor (la llamada Ley del Retorno), sólo se tiene por judíos a los hijos de madre judía o a los que han sido aceptados como tales por un tribunal rabínico. Es también sabido que, por lo general, el rabinato tiende a restringir las conversiones, temeroso de que un excesivo número de nuevos judaizantes debilite la ortodoxia religiosa, a la vez que los políticos las alientan, para aumentar el número de los auténticos israelíes y no perder esa pugna demográfica a largo plazo que, desde la artificial creación del Estado de Israel, es la tónica dominante entre judíos y palestinos para la supervivencia final, a falta de mejores perspectivas de acuerdo y entendimiento mutuo.
Lamentablemente, según el citado diario, solo un 0,5% de los inmigrantes no judíos se convierte al judaísmo por la vía oficial ordinaria. Ésta impone trabas bastante molestas para la familia del posible converso, no siempre fáciles de superar. De ahí la tendencia oficial a forzar las conversiones religiosas. Esta simple idea ya debería producir sorpresa en cualquier ciudadano del mundo democrático, pues nos retrotrae a aquellas épocas nefastas de la humanidad, cuando la conversión o la apostasía respecto a una u otra religión implicaban terribles dramas personales y familiares, si no sangrientas guerras en defensa de distintas concepciones de lo divino.
Lo más sorprendente del caso es que existe una vía especial que facilita mucho la conversión: se trata del «sistema militar de conversiones». Lleva funcionando con éxito en las fuerzas armadas de Israel, donde una tercera parte de los que al alistarse no profesan el judaísmo se convierten a él durante el servicio militar, para lo que basta con seguir unos cursos organizados por los ejércitos. En éstos la conversión no implica tantas molestias para la familia del convertido como el complejo procedimiento ordinario. El asombro del lector no iniciado en esta materia se multiplica al saber que el argumento utilizado es que, para un militar, el ejército es su verdadera familia y, como en él se observa fielmente la ley religiosa judía, el problema queda resuelto sin más para él y sus familiares.
Desde cierta izquierda israelí se critica, con sobrada razón, que la comunidad judía haya de ser definida basándose preferentemente en parámetros militares: en la obligación de servir a las armas y en el juramento de fidelidad militar. Ambas condiciones forman la puerta de entrada a la más auténtica ciudadanía israelí y le confieren plena legitimidad. Esta peligrosa mezcla de racismo (en el sentido de definir quién es o no plenamente judío e israelí) y de militarismo (porque sólo en los ejércitos se alcanza a la vez la fidelidad religiosa y la ciudadanía israelí) constituye una extraña aberración en los usos habituales de cualquier democracia.
Este problema cobra nueva relevancia a la hora de adivinar hacia dónde se inclinarán los votos de los israelíes sin religión oficial (los clasificados como «otros») en las elecciones a celebrar a finales de marzo, sobre las que ya existe un ambiente de incertidumbre. Las promesas de modificar una atrabiliaria legislación, teñida de mitos religiosos, que define quién es o no judío y, en consecuencia, quién es o no ciudadano israelí de pleno derecho, formarán parte inevitable de la campaña electoral que se avecina, aunque no conduzcan.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)