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La cubanidad: entre el nacionalismo y la república

Fuentes: OnCuba

El ajíaco no era plato de todas las mesas Actualmente, vivimos cierta celebración banalizadora de los aportes de Fernando Ortiz sobre la cubanidad, que pretende, con un entusiasmo digno de mejor causa, convertir ese concepto en lo que nunca fue: una representación de la nación esencializada culturalmente y marcada políticamente. En algunas apropiaciones primitivas, Ortiz […]

El ajíaco no era plato de todas las mesas

Actualmente, vivimos cierta celebración banalizadora de los aportes de Fernando Ortiz sobre la cubanidad, que pretende, con un entusiasmo digno de mejor causa, convertir ese concepto en lo que nunca fue: una representación de la nación esencializada culturalmente y marcada políticamente.

En algunas apropiaciones primitivas, Ortiz aparece casi como precursor del «socialismo marxista patriótico» actual.

Si bien el sabio no rehusaría versiones del patriotismo ni del socialismo, hizo el trabajo intelectual cubano más asombroso de todo el siglo XX para producir una noción de cubanidad muy compleja, tanto desde el punto de vista intelectual como político.

La idea de «cubanidad» no nació con los guanajatebeyes ni fue tema de debate entre los taínos. Los símbolos nacionales que hizo suyos el patriotismo cubano en el XIX fueron el tricolor, el Himno de Bayamo y las medallitas de la Caridad del Cobre, pero los mambises no marcharon a degüello al grito de «Viva la Cubanidad».

La elaboración de este concepto corresponde a un periodo específico -los 1930-, y a un proceso determinado por actores y agendas singulares en disputa por el control ideológico del campo político cubano en las condiciones de la modernización del Estado y la sociedad insulares tras la revolución del 30.

En las primeras décadas del siglo XX latinoamericano, las revoluciones «de 1911», como les llamó Ángel Rama a la mexicana y la uruguaya, produjeron un cambio en la comprensión sobre el nacionalismo. Las demandas promovidas por esas conmociones -educación popular, nacionalismo, asentar al Estado sobre una mayor base social, la crítica contra la corrupción y las exigencias de redistribución de riqueza- significaron la mayor réplica democrática frente a la concepción elitista de los «ilustrados» de la modernización.

Los relatos nacionalistas habían explicado tradicionalmente los procesos de construcción de ciudadanía desde el a priori de la virtud «intrínseca» del Estado nación para servirles de cauce, y construían una relación necesaria entre nacionalización y democratización. Para los 1930 la crisis de ese relato era terminal, y carecía de poder simbólico para reformular una nueva hegemonía política sobre la nación.

La propuesta central del nuevo nacionalismo sería la inclusión de la cuestión social y de los sujetos culturales preteridos históricamente por el discurso nacional, como los indígenas y los negros. La idea traducía a la política la concepción del pueblo-nación, en la que este representa el interés común frente a los intereses particulares, el bien común frente al privilegio. En los años 1930, ese discurso quedó recogido bajo la cobertura ideológica de conceptos del tipo «argentinidad», «mexicanidad», «ecuatorianidad» o «cubanidad».

En Cuba, la metáfora tuvo que bregar para asentarse como nombre de lo nacional.

A la altura de 1940 Orestes Ferrara podía preguntarse: «¿Por qué nosotros hemos inventado esto de cubanidad?» Alberto Lamar Schweyer, en uno de los libros más polémicos del período, aseguró en 1929 que la cubanidad era una «fuerza espiritual».

Así entendida, debía ser «aquello que siendo en cada caso una forma de pensar individual, se repite en todos los ciudadanos constituyendo ese estado de ánimo colectivo, seguro de reaccionar siempre frente a determinados problemas, en una forma igual y precisa.» Lamar necesitaba la «cubanidad» así concebida por los objetivos de su discurso: si no existía ese estado de armonía, no existía entonces la cubanidad, por ende, no existía el patriotismo.

Rafael Soto Paz calificó de «cubanidad negativa» el proyecto blanco, esclavista y aristocrático de la sacarocracia cubana, dizque fundador de la nación. Era una manera de decir que la cubanidad había sido un proyecto inexistente en la realidad para los negros cubanos.

Para Soto Paz, figuras como José Antonio Saco, José de la Luz y Caballero y Domingo del Monte eran tres arquetipos de «falsa cubanidad». Al ser propietarios de esclavos fueron al mismo tiempo enemigos del abolicionismo, ultraconservadores, y así «negadores de la capacidad del cubano para gobernarse, y sobre todas las cosas, condenadores persistentes de todos los movimientos organizados en pro de la independencia de Cuba».

Discursos como los de Lamar Schweyer o Soto Paz no fueron mayoritarios. Diversas elaboraciones trataron con más «éxito» de darle forma propia al término en un proceso de disputa cultural e ideológica. No era un debate solo «intelectual»: definir la cubanidad significaba asignar lugares sociales y roles políticos a respectivos actores nacionales.

En los 1930 pueden identificarse varios proyectos diferentes de nacionalidad cubana elaborados por respectivos actores cubanos: 1) la «raza» cubana como parte de «la raza americana»; 2) la «raza» negra como «nacionalidad oprimida»; 3) la nación cubana como «conglomerado étnico», y 4) la «cubanidad» como resultado de la fusión «afrocubana».

Todas estas versiones soportaban distintas acepciones de «pueblo», y comprendían diversas maneras de integrarlo y de delimitar los alcances de la inclusión.

La tesis de la «raza americana» era propuesta por los gobiernos de las «21 repúblicas americanas». Respondía a la posición de la región ante la guerra mundial, al nuevo liderazgo de los EE.UU., al proyecto de «pacificación» de las relaciones de América latina con España, propiciaba su diferenciación de otras «razas», y se distanciaba del uso racial del fascismo.

Para los 1930 este nacionalismo americanista se producía en Cuba en imágenes como «el blanco (pobre) y el negrito», de razas separadas, pero fraternales entre sí y era estimulado por las celebraciones oficiales del «día de la raza».

La «raza cubana» tendría las ventajas de su «autoctonía»: podría dejar atrás lo peor de la herencia española, cuyos vicios aún no habían sido vencidos por el «esfuerzo que han realizado los hombres de la República» y también podía combatir el «snobismo yanquizante».

Con el poder renovador de la raza cubana como «escudo» se podría al fin abandonar la dependencia espiritual cubana, otrora de la metrópoli española, ahora de Washington, y romper con la tara nacional de esperar siempre el advenimiento del hombre providencial, o la emergencia de algún suceso extranjero que llenase de oro el país.

El poder de la nueva raza haría valorar el «esfuerzo interior» que organizaría de «manera sólida la cubanidad». El uso de la noción de «raza americana» se complicaría del todo con la rebelión fascista de Francisco Franco tras 1936 contra la Segunda República española.

La tesis de la raza negra como «nacionalidad oprimida» fue defendida por el primer Partido Comunista cubano en la primera mitad de los 1930. Respondía a una política del Comintern. La noción de nacionalidad «separada» justificaba crear la «faja negra de Oriente». Para esta opinión, «las masas negras tenían un carácter de minoría nacional».

Si estas masas constituían en Cuba más del 20 por ciento de su población total, en la zona negra de Oriente (La Maya, Caney, Cobre, Guantánamo, Palma Soriano, Baracoa, Santiago de Cuba, y parte de Bayamo), más del 50 por ciento de la población era negra, y ocupaba un territorio continuado, una economía propia, un lenguaje común y una cultura unitaria.

Desde esa posición, Martín Castellanos estableció que la opresión del negro no se debía a factores culturales o biológicos, sino estrictamente clasistas. La diferencia se localizaba entre explotadores y explotados, no entre blancos y negros. El enfoque de clase desestimaba el recurso de la «guerra de razas» como solución al problema negro, pero defendía su segregación estratégica.

Un objetivo de los autores de la tesis de la nacionalidad negra era mantener la cultura negra fijada a la conciencia de clase, para con ella mantener abierta la lucha, sin permitir la «neutralización» de su radicalidad, como sucedería, en su opinión, en caso de asimilación o de mezcla «indigna» con la cultura «blanca dominante». Para dicho enfoque, la cultura negra podía corromperse también en manos de negros sin conciencia de clase. Compartían, por ejemplo, que el Blues y el Jazz habían «rodado por el mundo de manera indigna, arrastrándose por todos los antros, pasando de mano en mano, alcoholizados y prostituidos, vendiendo su alma y su cuerpo por dinero», a diferencia del spirituals negro songs, que conservaba la «pureza» del dolor y la lucha del negro.

Para la tercera de la tesis sobre la nacionalidad cubana mencionadas, que la entendía como «conglomerado étnico», la causa del negro era la causa de la nacionalidad. Este punto de vista criticaba el «afrocubanismo».

La geografía, la economía, la historia y la cultura habrían forjado «un tipo cubano» que no respondía ni al África ni a España. Para Alberto Arredondo, «responde a Cuba, a una nueva realidad tiempo-espacial.»

Al hablar de la «nacionalidad», al decirse «cubano», se hablaba a la vez del blanco y del negro. El resultado era un producto mezclado, pero no indiferenciadamente «mestizo».

Con este enfoque, cuestionaban las comparsas (recuperadas en 1937, después de estar prohibidas desde la década de los 1910) como una «tradición inventada» -tomo prestado el concepto de Hobsbawm-, que respondía a las necesidades del presente cubano, y no a las «purezas» de un pasado africano. Por lo mismo, impugnaban la «despolitización» de la llamada «poesía negra», que celebraba un espacio de vida para el negro en el que este no deseaba vivir y que de hecho luchaba por dejar atrás.

Para esta mirada, el «afrocubanismo» se saltaba el trayecto republicano del negro, obviaba que eran sujetos contemporáneos, no «ancestrales», y «abducía» a los negros desde el pasado colonial para soltarlos, como máquina del tiempo, en los 1930 con «su cultura» lista para ser «redescubierta». Esta visión afirmaba una novedad radical en la fecha: no había que «incorporar» al negro a la nación, porque este se encontraba allí desde su mismo origen.

En las primeras décadas del siglo XX, la representación gráfica del programa de la raza cubana como «raza americana» fue Liborio: un campesino blanco, encuadrado en la utopía de un nacionalismo de corte agrario -cuando era muy escasa la propiedad real del campesino cubano sobre la tierra, que miraba al «negro» como algo externo a sí mismo. Sin embargo, al calor de los procesos sociales experimentados con el avance del siglo, el debate sobre, y las mutaciones de, ese símbolo ofrece otra ventana para asomarse a los conflictos políticos subyacentes en la elaboración de la «cubanidad».

Liborio es más complicado de lo que parece

Antes de producirse la explosión de lo negro como parte ineludible de la «cubanidad» -proceso iniciado en los 1920 y profundizado en los 1930- la cultura «cubana» se había representado en el punto criollo, en el zapateado, en la guaracha y en el bolero, pero no en las expresiones culturales de lo negro.

Eduardo Sánchez de Fuentes lo había asegurado con energía entre 1923 y 1924, cuando organizó conciertos de música popular y excluyó de la música nacional la rumba, el guaguancó y la conga, entre otros géneros, «porque esos ritmos bárbaros evocaban lo africano, que era extranjero a la idiosincrasia nacional».

La Cuba blanca se representaba en el viejo Liborio, cuya imaginación sería combatida a fondo en Cuba hacia los 1930. Para esa altura, eran ya old fashion hasta sus patillas españolas. En 1933 Israel Castellanos explicó que incluso el guajiro, a medida que se habían ido americanizando los hábitos y costumbres cubanas, había ido recortando sus patillas «al extremo de que dentro de muy pocos años [de] la típica patilla […], no restará más que el histórico dibujo de Landaluze».

Pero el país tenía cosas más importantes para criticarle a Liborio que sus patillas.

El personaje, creado por Ricardo de la Torriente en 1900 -primero con el nombre de «El Pueblo»-, había expresado hasta entonces una noción de pueblo, que si bien había participado activamente de la lucha por la independencia, y poseía un firme sentido antimperialista frente a los EE.UU., permanecía «indocto» e «incapacitado» desde el punto de vista político. El personaje representaba a un sujeto entrado en años (canoso), blanco, campesino sin tierra, racista, de inteligencia «natural» y dependiente sentimental y materialmente del poderoso.

Tales rasgos no eran privativos de su versión en el humor ilustrado. En 1911 Enrique Barbarrosa le otorgó rasgos similares cuando utilizó a Liborio en una correspondencia ficticia con José Miguel Gómez sobre los problemas de la República en esa fecha.

El personaje le recriminaba al Presidente, con tristeza y lealtad, varios aspectos de su gobierno. Gómez, con el paternalismo típico del caudillo, le respondía que había procurado amoldar su programa de gobierno «a [los] males y necesidades» de Liborio, pero se encontró con «escollos» y con una voluntad «más fuerte que la voluntad del hombre (…) la voluntad de Dios». Al término de su carta, «Tiburón» le pedía a Liborio: «Ten calma y no te impacientes».

La visión pasiva y dependiente del pueblo -ingenuo, pobre, agradecido y paciente, sujetado al latifundio y al caudillo-, representada por Liborio, contó desde temprano con críticos entre sectores populares. En 1909 Julián V. Serra criticó a fondo el imaginario de Liborio desde las páginas de Previsión, periódico del Partido Independiente de Color:

«Alguien ha tenido la peregrina idea de personificar al grupo cubano en la típica figura del campesino blanco de este país. Esta premeditada ocurrencia carece de un detalle digno de ser tomado en consideración; y es que el tal Liborio es blanco, o parece serlo, y no se explica que siendo el pueblo cubano uno de los más heterogéneos del mundo, pueda estar bien personificado en la típica figura de este humilde ciudadano que por su tipo, no representan nada más que a una de las dos entidades étnicas que forman el total de la población cubana.»

En contraste, Serra proponía:

«la no menos interesante figura de José Rosario, el cual tenemos el alto honor de presentar como cubano criollo también.» José Rosario era de «carácter enérgico y un valor rayano en la temeridad, con poca instrucción, con muy buen sentido práctico, de costumbres en extremo sencillas y sin pretensión alguna (…)» Era beligerante y luchador, y no dejaba de «traer el [machete] yaguarama al cinto nunca; pues con ese contundente instrumento ha ganado todo cuanto posee».

Serra le atribuía rasgos sociales negativos a Liborio. Este habría trabajado como «mayoral» al servicio del dueño esclavista y colonial, pero era discriminado junto a José Rosario por ser ambos «hijos del país». No obstante, Liborio tenía «miedo atroz» a rebelarse.

En la crónica de Serra, José Rosario no olvidaba lo sucedido a Aponte ni a «su primo» Plácido, pero no era «débil y afligido» como Liborio. José Rosario prometía tomar para sí la parte «más difícil» de la lucha, pero con la condición de que uno debía morir a manos del otro en caso de traición.

Serra concluía que «a eso obedece que Liborio esté disimulando los desaires que recibe por alcanzar la protección del vecino de enfrente, [los EE.UU.] con la esperanza de que lo ayude a dejar impune la falta de cumplimiento de su palabra». Liborio encubría su actuar ante José Rosario afirmando que «hay que tener en cuenta que la República es ‘con todos y para todos’.»

El argumento de Serra comprendía la beligerencia de José Rosario por sus derechos y lo que consideraba la astucia taimada del pueblo blanco cubano para encubrir sus traiciones y permanecer con el control y el beneficio del proceso al que ambos habían contribuido. Serra afirmaba algo que sería un núcleo permanente de las demandas del negro cubano en el escenario republicano: su aporte histórico a la construcción de la nación para legitimar sus merecimientos en el presente.

El personaje de José Rosario, marcado racialmente como «el ébano», no podía prosperar como símbolo nacional en la Cuba cercana a 1912, el año en que fue cometida la más grande masacre racista perpetrada por el estado republicano cubano en toda su historia.

En su lugar, Liborio continuó su andadura como «representación folklórica del pueblo cubano». Así, décadas después, sería la imagen de la cerveza La Tropical, «la bebida de Liborio», esto es, la cerveza «del pueblo».

En 1944 Antonio Iraizos explicaba aún que el personaje guardaba diferencias con otros símbolos nacionales, como el Tío Sam o John Bull, que no inspiraban conmiseración, sino cierta autoridad vigilante:

«nadie se los imagina capaces de ser burlados. Ellos mandan. Ellos dominan. La nación va íntegra en ellos. Ningún sector social queda fuera del símbolo. […] No pasa igual con nuestro Liborio. Nuestro Liborio lo vemos siempre infeliz, esquilmado, desatendido, ingenuo, inspirando lástima, nunca temor. Así que logramos la República, él la personificó. […] Penosos y reiterados hechos, la extensión de la desconfianza, trajo una falta de fe y de seguridad, que Liborio, siéndolo todo, ha acabado de no ser nada. Y sin embargo, es nuestro querido símbolo nacional…»

Después de la revolución popular de 1930-1933 contra Machado, la gran mayoría de los sectores sociales cubanos no quería reconocerse en la imagen de Liborio.

La demanda de una Cuba «nueva» expresaba la sospecha, e incluso el desdén, de muchos por esas características y por la forma en que los había combinado la república oligárquica.

En específico, la visión de Liborio como imagen del pueblo despolitizado, siempre sufriente, atomizado y solitario, sin organización social, con el recurso único de su «humor popular» para enfrentar su circunstancia, y sin capacidad, en consecuencia, de inspirar temor, era una imagen incompatible con el pueblo que había desarrollado en las calles y campos de Cuba una revolución popular de grandes proporciones y había ganado, a precio de sangre, conciencia cívica, estructuras de organización, votos por otorgar y presencia pública en las calles.

La descripción de Liborio por parte de Iraizos identificaba la escisión oligárquica entre Estado y nación, entre poder y pueblo, entre los que «mandan y dominan» y quienes «sufren y son esquilmados».

En contraste, los discursos de los actores populares emergentes en la revolución de 1930-1933 demandaba hacer más dependiente al Estado del pueblo, esto es, emplear al Estado como un recurso a favor de la ciudadanía, reconciliando al poder y al pueblo en un Estado efectivamente nacional, cuya cobertura republicana alcanzara tanto al Estado como al pueblo.

Por lo mismo, se pensaban como un vasto conjunto social que, cuando especificaba a los trabajadores, lo hacía como individuos pero también como sujetos colectivos, organizados en asociaciones, gremios y sindicatos.

En ello, la representación de Liborio debía experimentar cambios. En los 1930, en la revista Carteles el humorista gráfico Roseñada utilizó el símbolo con el nombre de «Liborito». Aparecía escéptico como siempre, pero con criterio independiente, bien avisado, y bien colocado, sobre la circunstancia nacional, y ubicado espacialmente fuera del entorno campesino, aunque mantuvo guayabera y sombrero mambí. En los años 1950, apareció «Liborito Pérez» en las páginas de Zig Zag, de la mano de Castor Vispo y del propio Roseñada.

Así lo ha explicado la historiadora Olga Portuondo:

«Liberado de la pluma de Torriente, Liborio sobrevivirá en la República posterior al machadato, porque la imagen esencial que el pueblo tuvo de sí mismo maduró en esas décadas. Así se convertiría en figura urbana (conservando el sombrero y la camisa del guajiro), irónico hasta el cinismo, con apariencia de tonto, pero sagaz e intuitivo; tal y como lo reclamaba una sociedad más ducha en materia de política, mejor armado en aquellas lides, profundo sabedor de una conciencia soberana. Éste es el Liborito que llegará hasta mediados de los años 50 del siglo XX.»

El personaje de Liborio ha sido asociado siempre, aún con estos problemas, con el «pueblo cubano», pero no siempre apareció nombrado para representar la «cubanidad». La explicación se encuentra en que ninguna versión exitosa de la cubanidad podía construirse sin hacer suya en pleno al negro cubano.

El discurso de la Cuba «nueva» -tan caro a los 1930- debía tener entre sus contenidos la renovación de la imaginación sobre la raza. El entonces joven poeta Nicolás Guillén, en dura polémica con Luis A. Baralt le espetó en 1935 que:

«Es triste tener que sacar de su error al doctor Baralt…. Es triste, porque habrá que decirle que esa Cuba «nueva» que él sueña es una Cuba viejísima. Una Cuba unilateral, falsa, hitlerista, compurga de sangre, abecedaria y socialera, que por fortuna no pasará de mera exposición periodística, de tema para conversaciones familiares, de ardiente aspiración que la realidad se encargará de aplastar brutalmente. […] Porque no habrá revolución verdadera sin que las masas hoy ahogadas cuenten en ella y sin que nuestra patria deje de ser una colonia asentada sobre las cenizas, todavía demasiado calientes, de la esclavitud.»

Como he comentado antes, diversas propuestas procesaron reclamos como el de Guillén y formularon diferentes versiones de la nacionalidad y del pueblo cubanos. Se trata de algo poco visibilizado: la definición sobre el lugar del negro se encuadraba en varios proyectos de nación beligerantes entre sí en esa fecha. Entre ellas, la versión mesticista de la nacionalidad y del pueblo haría acto de presencia, con el nombre de «cubanidad», y disputaría, también por este lado, la hegemonía del campo político cubano.

Cómo se cocinó el ajíaco

La «cubanidad» fue una creación propia que no calcó los caminos que siguió el discurso del mestizaje en la región latinoamericana.

El historiador Guillermo Zermeño Padilla ha reconstruido para México la ruta del discurso del mestizaje. La «mestizofilia» reelaboró el sentido del día de la raza, celebratoria de la hispanidad, para celebrar el día del mestizaje o mezcla de la raza indígena y española. La «operación» fue realizada por el régimen de la revolución encabezada por Carranza en 1917.

Así, el Día de la Raza en México fue asociado en ese país a la celebración de la modernidad mexicana, con una noción de mestizaje que supone un espacio «que conjunta el elemento americano y el latino o español.» Años después, ese espacio que absorbe «lo indígena» y «lo español» sería cubierto por José Vasconcelos con el neologismo «mestizaje», y funcionaría «como mito fundador de la nación, que sobrevuela a sus mismos creadores y operadores.»

Una manera de comprender los significados subyacentes, en Cuba, a la elaboración de la cubanidad mestiza elaborada por Fernando Ortiz, es contrastarla con otras tesis que compitieron con la suya en la misma fecha.

En 1940 Rafael Esténger mereció, con un texto titulado «Cubanidad y derrotismo», el primer premio en un concurso convocado por el Consejo Corporativo de Educación, Sanidad y Beneficencia, ente dominado por Fulgencio Batista.

Su texto hacía parte obvia de las búsquedas de la hora para traducir como nacionalismo el programa burgués reformista de hegemonía social, conquista de espacios económicos y dominación política. En ese ensayo, Esténger explicaba: «puede hablarse (…) de la cubanidad [en tanto] somos la fusión incompleta de dos razas -bajo dos pautas cardinales: la tradición europea y el contacto yankee- que suman e invalidan recíprocamente sus caracteres para formar ese total caótico que es el pueblo cubano».

A la altura en que Esténger escribía esas palabras era impensable replicar las ideas de Ramiro Guerra sobre la nacionalidad cubana. Crítico del latifundismo, y propulsor de fórmulas pro keynesianas para Cuba, Guerra había considerado que el pueblo cubano era «en su conjunto, una rama del pueblo español desarrollándose en un medio geográfico e histórico diferente».

Esténger considerada «demasiado simplista» esa tesis, por lo elemental: olvidaba la importancia básica del negro y el mestizo en la integración del pueblo cubano, y no comprendía «la mescolanza étnica».

Esténger recurría a Ricardo Rojas y a la noción de «argentinidad». Lo hacía para subrayar la idea de nación como un espacio de concordia y unidad, que negaba los aspectos conflictivos hacia el interior de las fronteras nacionales. Esténger aseguraba: «en igual sentido puede hablarse también de la cubanidad, por cuanto existe una fuerza espiritual originaria que nos lleva a nosotros, tras heroísmos y vicisitudes, a constituir un tipo peculiar y único de cultura».

Esa cubanidad acudía en auxilio de la nación para poder colocar al espacio político y social «por encima» de «las frívolas disputas del politiqueo profesional», de «los dramas económicos de hacendistas y colonos, de comerciantes e industriales, que ven zozobrar las últimas esperanzas de una capitalización de sus riquezas»; y sobre «extemporáneos programas comunistas». La crítica a la vieja política, la defensa del capitalismo reformista y la contención del comunismo eran los objetivos de la «cubanidad» de Esténger.

Esa tesis, aunque compartía objetivos, intereses y términos con la propuesta de Fernando Ortiz (en la foto), no podía competir con las elaboraciones del polígrafo y político cubano. Ortiz no solo fue un científico social de primera importancia mundial: fue también uno de los más destacados ideólogos socioliberales de la burguesía cubana reformista.

Se trataba de un rostro capaz de ser reconocido como primera autoridad científica de la nación, al tiempo que un muy reconocido político progresista.

Ortiz había militado primero en el Partido Conservador, y luego, hasta 1927, en el Partido Liberal, dentro del cual había formado, como ha reconstruido Ana Cairo, una pequeña corriente autodenominada «Izquierda Liberal», pero su prestigio político rebasaba ampliamente sus inserciones partidistas puntuales.

El llamado «tercer descubridor de Cuba» lideró un asombroso activismo político y científico antirracista -animó instituciones, dirigió revistas, organizó una cantidad infinita de actividades- en una vastísima campaña cívica de adecentamiento nacional y de valoración del aporte negro a la cultura cubana.

Ortiz podía compartir el programa de Esténger de nueva política, defensa del capitalismo regulado y contención del comunismo, pero el peso que dio a la democracia política como obligación de la República y al reconocimiento del lugar del negro como obligación de la nación llevaron su discurso a donde ninguna de las versiones antes comentadas de «cubanidad» podría llegar.

Al asentar la «cubanidad» sobre una base estrictamente cultural, Ortiz la purgó de toda connotación racial susceptible de ser usada en negativo: «La cubanidad no la da el engendro; no hay una raza cubana. Y raza pura no hay ninguna. […] La cubanidad para el individuo no está en la sangre, ni en el papel ni en la habitación. La cubanidad es principalmente la peculiar calidad de una cultura, la de Cuba. […] Cuba es un ajiaco».

Por ese camino, consideró la «raza cósmica» de Vasconcelos como «pura paradoja» y defendió la «posible, deseable y futura desracialización de la humanidad».

La tesis de Ortiz vinculaba las teorías orgánicas y voluntaristas de la nación en una construcción abierta: se es cubano por nacer en Cuba y formar parte de su comunidad de cultura, y por la «conciencia de ser cubano y la voluntad de quererlo ser». La imagen del «ajíaco», teorizada como «trasculturación», fue elaborada por Ortiz entre 1939 y 1940 como la más poderosa metáfora del mestizaje que tendría la «cubanidad».

Un texto de Diario de Marina había sugerido en 1912 otra metáfora gastronómica para la nación: «de ‘blancos’ y ‘negros’ se compone el arroz con frijoles y es un plato muy típico de Cuba y bastante sabroso». La metáfora del «ajíaco», símbolo de la nación mestiza, que da como resultado de su cocción un producto mezclado que «despurifica» a los blancos y negros que entraron juntos al caldero nacional, alcanzaría éxito arrollador tras los 1930 hasta hoy, por encima de cualquier otra imagen de lo cubano que separase al blanco del negro, del tipo de Cuba como un «arroz con frijoles».

Ortiz elaboró un concepto de nación no comprometido con el esencialismo, pero capaz de tomar como relevante a la cultura y de someter todo el conjunto a preceptos cívicos susceptibles de ser reconocidos como universales.

En ese contexto, la «cubanidad» era un recurso del nacionalismo para re-crear la nación y democratizar la política republicana.

El nacionalismo, vía la «cubanidad», representaba la ideología que hacía posible la unidad nacional, el espacio inclusivo de la nación, el cauce de integración de las diferencias sociales, raciales, sexuales y regionales, y la posibilidad de desarrollar una economía nacional. En otras palabras, con la «cubanidad» dio nombre al programa reformista cubano de los 1930 y se definió al pueblo cubano como un espacio atravesado por la demanda conjunta de justicia racial y social.

Ese nacionalismo era asimilacionista (por comprometido con el mestizaje) en lo étnico / racial, pero redistributivo en lo social. Bajo la cobertura de la «cubanidad» en la Convención Constituyente de 1940 se defendieron temas muy disímiles entre sí y todos de gran importancia: las demandas de derechos sociales, de trabajo para los nacionales, de nacionalización de la enseñanza o de paridad entre los hijos habidos dentro y fuera del matrimonio. La penetración cultural del mestizaje como sinónimo de la nacionalidad se afincó sobre esta realidad: funcionaba en un marco que producía un tipo de reconocimiento cívico -respeto y dignidad por las «razas» y valoración positiva de su integración- al tiempo que redistribución en forma de defensa de los derechos sociales.

Como promete la inclusión en el cuerpo universal de la nación, el nacionalismo es habitualmente incapaz de mirar sus exclusiones.

Como ha observado Josep Fontana, la forma estado-nación no surgió de la acción de grupos que, por compartir una conciencia nacional, se dieron a la tarea de construir un estado. El hecho se produjo a la inversa:

«Fueron los viejos estados del absolutismo los que, cuando vieron amenazado el consenso social en que se basaban, optaron por convertirse en naciones. […] La nacionalización del estado ha exigido una compactación de ese conjunto, identificándolo con una nacionalidad dominante en él, lo que podemos llamar un proceso de «etnogénesis», y elevando a quienes formaban parte de él de la categoría de súbditos a la de ciudadanos, iguales en derechos ante la ley, por lo menos en teoría, aunque, durante mucho tiempo, con derechos políticos muy distintos, en función sobre todo de su fortuna.»

La explicación de Fontana aporta posibilidades para comprender el nacionalismo de la «cubanidad» como un espacio transclasista y transracial, desarrollado bajo control de la burguesía reformista cubana.

La cubanidad proponía un republicanismo cívico (era necesario «republicanizar la república», frente al «republicanaje», decía Ortiz) atento a los derechos -no un patriotismo étnico basado solo en aspectos «biológicos» como la tierra y la lengua- pero respetuoso a la vez de las condicionantes culturales del medio en que debía desenvolverse y de sus exclusiones nacionales históricas.

La cubanidad mestiza «ganó» en competencia política con otras visiones de lo nacional. Ganó por razones fundadas, y produjo también sus ganadores.

Era una línea discursiva bien armada: la metáfora del ajíaco era entendible por todos; todos podían verla puesta en escena en terrenos como la poesía y la música negras y las comparsas de carnaval, y alcanzaba estatus científico con el concepto de «transculturación», celebrado en la fecha por Malinowski.

Abarcaba desde el sentido común, hasta la alta cultura, pasando por la ciencia. Además, se acompañaba de reclamos de democracia social, vinculando las que hoy se llaman demandas de distribución y de reconocimiento. No dejó ningún cabo suelto. Ganó también porque sus autores contaban con mayor poder social y capacidad de organización para desplegar su discurso y hacerlo más convincente.

La cubanidad mestiza no era un «mito»: contribuía al «ennegrecimiento» de lo nacional, defendía las demandas de derechos sociales, limitaba el despliegue de la acción política autónoma negra, y mantenía el control de actores burgueses reformistas como dominantes. Reconocer críticamente el proceso de elaboración de la «cubanidad», visibilizar los fines que perseguía, los actores que lo promovían, los avances que procuró y los límites que mantuvo, debería ser parte de cualquier programa que se precie de defender una «cubanidad» inclusiva y justiciera para las condiciones del siglo XXI, recordando que el poder de definir lo cubano significa políticamente asignar lugares sociales y roles políticos a respectivos actores nacionales.
Julio César Guanche es un jurista y filósofo político cubano, miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso, muy representativo de una nueva y brillante generación de intelectuales cubanos partidarios de una visión republicano-democrática del socialismo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.