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La destrucción de los filósofos

Fuentes: Ladinamo 29

Por tres veces el Corán, libro sagrado de los musulmanes, cita a los «sabeos», junto a judíos y cristianos, como monoteístas protegidos por la tolerancia divina y merecedores de salvación. ¿Quiénes son estos «sabeos»? Las pocas noticias que tenemos de ellos nos permiten inscribirlos vagamente en la ambigua constelación de los «gnósticos» orientalizantes, pero también […]


Por tres veces el Corán, libro sagrado de los musulmanes, cita a los «sabeos», junto a judíos y cristianos, como monoteístas protegidos por la tolerancia divina y merecedores de salvación. ¿Quiénes son estos «sabeos»? Las pocas noticias que tenemos de ellos nos permiten inscribirlos vagamente en la ambigua constelación de los «gnósticos» orientalizantes, pero también asociarlos a la historia emocionante de la antigua ciudad de Harrán, en el norte de Mesopotamia, muy cerca de la actual Mossul. Entregada sin resistencia en los primeros años de la conquista árabe, sólo setenta años más tarde se construyó en su recinto una mezquita y dos siglos después de la Hégira sus habitantes seguían sin islamizar, fieles a sus propios cultos y costumbres. Hacia el año 830 d.C., el califa al-Ma´mun, hijo de Harun ar-Rachid, los enfrentó a una angustiosa alternativa, la de convertirse a una de las religiones del Libro o morir, y los harraníes, para conservar la vida y evitar la islamización, declararon compartir «las creencias de los sabeos». Pero, ¿en qué creían, a qué rendían culto los «sabeos» de Harrán? El llamado «Heródoto de los árabes», el historiador Abul-Hassan-al-Mas´udi, nacido en el año 871, los llama «falasifa» o, lo que es lo mismo, «filósofos» y recuerda que habían erigido templos en honor de «las sustancias intelectuales» (el Templo de la Causa Primera y el Templo de la Razón, entre otros) y que en el frontispicio del edificio donde se reunían figuraba en siriaco una frase de Platón. Esta curiosa etnia filosófica, residuo de la helenización mestiza de Mesopotamia, resulta particularmente simpática en una época de rampante irracionalismo como la nuestra; su artimaña, además, ofrece un refugio honorable a los ateos -cada vez más contra la pared- en caso de una victoria del fanatismo islámista en el contemporáneo forcejeo de tinieblas. Como «sabeos» podremos tal vez seguir defendiendo públicamente el pensamiento, el marxismo y la luz del cuerpo humano (aunque la destrucción del último templo de Harrán hacia el año 1.000 invita poco a la esperanza). En caso de victoria del catolicismo, el evangelismo o el judaísmo, tendremos que proteger los progresos históricos de la razón en la clandestinidad de las criptas y las catacumbas.

La culta minoría de Harrán jugó un papel decisivo en esa labor de traducción y aclimatación de la filosofía griega que luego centralizaría al-Ma´mun en la Escuela de la Sabiduría de Bagdad. Pero su intervención no fue la de un simple estibador de conocimientos ajenos. En El legado filosófico árabe (editorial Trotta, Madrid 2006, traducción del árabe de Manuel Feria García), Mohamed Abed Yabri, veterano intelectual marroquí, combate polémica y densamente dos ideas consolidadas en la rutina académica de ambos lados del Mediterráneo. Contra los que -sobre todo en Europa- interpretan la filosofía árabe en clave «orientalista», como una mera deglución y regurgitación del pensamiento griego original, Abed Yabri llama la atención sobre todo lo que hay en ella de adventicio y novedoso, como instrumento de intervención finísimamente adaptado a los vaivenes políticos del contexto cultural árabe (conflictos de dinastía o de clase). Contra los que -sobre todo en el mundo musulmán- contemplan la filosofía árabe como una tradición lineal, más o menos ascendente, en la que unos autores se desprenderían de otros sin cuestionarse, Abed Yabri insiste en la fractura geográgfica y política entre dos escuelas o modelos desigualmente fecundos: uno «oriental» que, rompiendo con el racionalismo original de Al-Kindi y Al-Farabi, acabaría imponiendo con Avicenas un pensamiento «espiritualista y gnóstico», de inspiración harraní y persa; y otro «occidental», localizado en Al-Andalus, que abriría el camino para el desarrollo de la ciencia con independencia de la religión y que, tras Abentufail y Avenpace, encontraría su expresión más estructurada y completa en Averroes. La conclusión de Abed Yabri no puede ser más provocativa: «Después de Averroes, y tras haber sido introducido el momento aviceniano en el islam por Algazel y precisamente por habernos aferrado a él, los árabes nos hemos condenado a vivir fuera de la historia, mientras que los europeos se aplicaban a vivir la historia justamente por haber tomado de nosotros el averroísmo y haber vivido ese momento».

Traducido por primera vez al castellano demasiado tarde (la edición original de El Legado es de 1980), toda la obra del filósofo e historiador marroquí está orientada a afrontar al mismo tiempo la decadencia cultural árabe y la colonización mental europea. En Nahnu wa at-Turaz («Nosotros y la tradición»), Abed Yabri recogía de Bachelard y Althusser el concepto de «ruptura epistemológica» para aplicarlo a la historia de las culturas y localizar en el interior de la propia «razón árabe» puntos de fuga que habrían quedado desgraciadamente sin explotar (eso que otro gran intelectual árabe, Mohamed Arkun, llamaba lo «no pensado» de la tradición musulmana). Esas vías obstruidas o cegadas Abed Yabri las encuentra en al-Farabi, el «rousseau medieval» que concedió a los gobernantes el derecho a reinterpretar el Corán en beneficio de la «felicidad pública»; en Abentufail y Avenpace, que despiojaronn de mística la filosofía; y sobre todo en Averroes, cuyo «pensamiento prospectivo y racionalista» anticipa el Renacimiento europeo y el espinozimo (sin olvidar ese corolario imposible de la «ciencia histórica» de Ibn-Jaldún).

«¿Cómo puede el pensamiento árabe contemporáneo retomar y asimilar los aspectos racionalistas y liberales de su propia tradición cultural, y asignarles una nueva función que, fiel a su sentido original, combata el feudalismo y el gnosticismo, y contribuya a erigir la ciudad de la razón y la justicia, la ciudad liberada, democrática y socialista de los árabes?». Esta pregunta con que se cierra la larguísima introducción de El Legado sigue siendo la adecuada y ahora es también la nuestra, porque desgraciadamente Averroes no ha sido vencido por Avicena sino por Mohamed abd-al-Wahab, el reformista puritano del siglo XVIII que, a través de la dinastía saudí y el apoyo estadounidense, ha conseguido convertir -dice Hamadi Redissi- una diminuta secta retrógrada en ortodoxia activa; y porque Averroes no sólo ha sido derrotado en el mundo musulmán, de donde lo tomamos cuando ellos lo olvidaban, sino también en este Occidente pre-ilustrado que allana el nuevo advenimiento de Cristo con bombas de racimo y puñaladas a Darwin. Al final, sí, nos tendremos que conformar con poder ser al menos, todavía, modestamente, un poco «sabeos».