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La educación ambiental como vía hacia el desarrollo sustentable

Fuentes: www.eco-sitio.com.ar

La incidencia del ser humano sobre su entorno no es un proceso nuevo. Consideraciones termodinámicas explican que no hay otra forma de construir nuestro orden físico que no sea desordenando nuestro alrededor. Cultivos, ciudades, unidades productivas o vías de comunicación han supuesto intervenciones en el medio de los que, en su momento, se derivó un […]

La incidencia del ser humano sobre su entorno no es un proceso nuevo. Consideraciones termodinámicas explican que no hay otra forma de construir nuestro orden físico que no sea desordenando nuestro alrededor. Cultivos, ciudades, unidades productivas o vías de comunicación han supuesto intervenciones en el medio de los que, en su momento, se derivó un daño asociado. Y si bien desde la elaboración de los primeros instrumentos y el uso del fuego se están produciendo impactos en el medio, durante muchos siglos lo han sido a tan pequeña escala que aquél pudo perfectamente dispersarlos e integrarlos en sus propios ciclos. Eso no excluyó que cuando el ser humano acometió actuaciones de mayor envergadura, los impactos se multiplicaran llegando a causar daños, en algunos casos, irreversibles, como ocurrió con las grandes trampas para cazar mamíferos, las Pirámides de Egipto o las talas masivas de árboles para la construcción de armadas.


La llegada del Renacimiento y, más tarde, de la Ilustración alumbraron un nuevo modelo de hombre y sociedad. Desde el rescate del ser humano y sus potencialidades de los prejuicios oscurantistas medievales hasta la apuesta decidida por la razón y el progreso como motores de la historia, se fue abriendo paso la vía del crecimiento permanente como forma de desarrollo. Nadie, ni en el Este ni en el Oeste cuestionó el progreso así entendido, pues cuanto más se creciera, mayor grado de desarrollo y bienestar se alcanzaría. Este modelo de crecimiento sin límites fue puesto seriamente en cuestión por el Club de Roma en 1972, aunque continuó como modelo hegemónico, con más fuerza aún tras la caída del muro de Berlín.

Sus consecuencias comenzaron a hacerse patentes en las últimas décadas del pasado siglo. La despiadada explotación del medio que se había iniciado en los albores del capitalismo y en donde todo valía para obtener un beneficio económico, fue pasando factura hasta llegar a la situación de crisis ambiental por todos conocida. Nadie duda ya de su existencia, pues la información sobre daños ambientales es desgraciadamente habitual (así como las leyes y normas que intentan prevenirlos), pero conviene que nos detengamos en los aspectos más significativos de la crisis actual que la diferencian claramente de situaciones anteriores.

El primero de ellos es la globalidad. A lo largo de la historia se habían sucedido impactos locales, algunos de ellos considerados como episodios graves, y que en los casos de mayor alcance habían derivado hacia problemas regionales. Como ejemplo, los originados por la lluvia ácida, consecuencia de las emisiones de óxidos de azufre y de nitrógeno, que podían trasladarse desde unos países a otros como lo reflejan los miles de lagos escandinavos afectados, receptores de la contaminación transfronteriza de otras áreas europeas industrializadas. Con todo, hoy el perfil es diferente pues, por primera vez en su historia, la humanidad se enfrenta a problemas que afectan a toda la Tierra: la reducción del ozono estratosférico o el cambio climático son buena muestra de dos impactos de alcance planetario, aunque no todos los países hayan tenido igual responsabilidad en su generación.

Un segundo rasgo es la rapidez a la que estos impactos se están produciendo, lo que nos lleva a afirmar que el problema no está tanto en el impacto en sí como en el periodo de tiempo tan extremadamente corto en el que acontece. Si hablamos de cambio climático, veremos que a lo largo de la historia se han sucedido con frecuencia -los últimos, las glaciaciones cuaternarias y sus correspondientes periodos interglaciares- pero nunca de forma tan inmediata. Los cambios que se producen de este modo, basados en nuestro caso en el crecimiento exponencial de los vertidos atmosféricos, impiden a las especies adaptarse apropiadamente a las nuevas condiciones y someten a los ecosistemas a un fuerte estrés de resultados inciertos. El tiempo de recuperación, en el supuesto de que el impacto cese, puede abarcar largas épocas históricas.

En último lugar, la persistencia, esto es, el resultado de impactos basados en la emisión de determinados productos de difícil degradación y que permanecen muchos años en las cadenas vitales y en el propio medio. Los clorofluorocarburos (CFC), los pesticidas halogenados, los PCB, los metales pesados o algunos hidrocarburos aromáticos pueden figurar entre las familias de productos o subproductos que han venido utilizándose asiduamente y cuya destrucción natural es lenta. Añádase los residuos radiactivos y, en menor escala, otros productos residuales, como plásticos o algunos gases de los que participan en el efecto invernadero, como el óxido nitroso o el propio dióxido de carbono. El resultado de nuestras actividades supone la permanencia en el entorno de compuestos indeseables mucho más tiempo del que cabría esperar, traspasando los problemas a las generaciones venideras.

A la hora de preguntarnos sobre los orígenes de esta crisis, no puede haber otra respuesta que no señale directamente a nuestro modelo de desarrollo. En algún momento se nos quiso hacer creer que éste era el precio del progreso, un pesado tributo que habría que pagar a cambio de nuestros niveles de bienestar y calidad de vida. Pero más bien era el resultado del crecimiento sin límites, un modelo basado en el consumo que no admitía ningún cuestionamiento en la búsqueda incesante del beneficio rápido y con pocos riesgos. Mas la situación actual no es una realidad ineluctable, sino algo en lo que podemos intervenir y, en lo posible orientar -si de verdad nos lo proponemos- hacia presupuestos más racionales y sostenibles, que conduzcan a una verdadera calidad de vida para todos y no sólo para las zonas más privilegiadas del planeta.

Conviene insistir en este aspecto: el futuro no está escrito (muchos acontecimientos actuales no dejan de recordárnoslo) y puede ir en la dirección que decidamos. Es evidente que quien lleva el rumbo de la historia no son los pueblos, que en un ejercicio insólito de dejadez y abandono han delegado en los especialistas para que gestionen y manejen su destino. Pero la forma del actual modelo económico, la sociedad de consumo, que por medio de la publicidad pretende llegar a cada ciudadano para crearle necesidades superfluas, puede volverse en su contra si encuentra personas informadas y formadas, con responsabilidad y voluntad para llevar su futuro en otra dirección.
Por tanto, intervenir es posible y cambiar el modelo social también, aunque para ello deba de actuarse personal y políticamente, pues las cosas no suelen arreglarse solas. Nótese la doble dimensión ya que no basta -aun con toda su importancia- la actitud personal; debe recuperarse también la dimensión política -en el sentido aristotélico- el interés por lo público, la realidad histórica y la organización de la sociedad, profundizando en la democracia y los derechos humanos. Para conseguir este nuevo perfil y avanzar hacia un modelo diferente la educación se revela como un instrumento fundamental.

Es aquí donde la educación ambiental puede contribuir a preparar el camino hacia el desarrollo sostenible, tal como lo recomienda la Cumbre de Río de 1992. El primer objetivo de la educación ambiental es crear conciencia, ayudar a comprender los problemas y sus causas, como paso previo para proponer vías de actuación. Y en ello juega la ética un papel fundamental como respuesta olvidada a muchos de los comportamientos actuales.

Decía A. Malraux que el siglo XXI sería ético o no sería. La educación, que pretende emerger lo mejor del ser humano (llegar a ser quien se es, en palabras de Fichte), toca con su esencia ética para que desde ella se pueda construir un comportamiento y una relación con el mundo. La ética ecológica amplía su percepción no sólo a prácticas adecuadas entre seres humanos, sino también con su medio. Las exigencias éticas colocan los valores por encima de las apetencias inmediatas y guían las conductas, aun admitiendo sus riesgos.

Uno de los instrumentos que arman a la sociedad son, precisamente, los valores y la educación ambiental los promueve. Van desde el respeto a la austeridad, pasando por la conservación, la responsabilidad o la equidad. Vivir con valores define un estilo de vida consecuente, ético y revulsivo de los contravalores del modelo económico vigente. Un estilo de vida de este modo no puede ser algo circunstancial y pasajero sino permanente y crítico, pues no olvidemos que detrás del modo de vida de cada uno se está apuntando un modelo social; además de la satisfacción de vivir responsable y armoniosamente, debe haber en el estilo de vida un carácter militante que aspire a construir un mundo mejor en donde todos sean tenidos en cuenta, especialmente los más desfavorecidos.

Tampoco debe olvidarse que las sociedades modernas están organizadas a modo de pirámide, en cuya base estamos todos nosotros. Según apoyemos determinadas opciones o rechacemos otras, podemos indirectamente configurarla. Para reforzar la importancia del compromiso individual como elemento clave hacia una sociedad sostenible, podemos reflexionar sobre el dato de que el 50 % de los científicos del mundo trabajen para la industria militar. Va llegando el momento de que nos planteemos seriamente para qué y para quién ofrecemos lo mejor que hay en nosotros mismos: nuestra vocación, nuestro trabajo. Y de que nos quitemos la venda que nos lleva a aceptar no importa qué por un puñado de dólares. Ya Spinoza supo dar ejemplo de consecuencia personal y pública al rechazar una cátedra contraria a sus criterios (y a cambio quedarse en la calle). Y no fue el primero ni ha sido el último. Hacia qué oriento y en qué gasto mi vida es una cuestión capital en el compromiso de cualquier persona con importantes consecuencias para él y su medio.

La educación es parte sustantiva de este proceso y su práctica no sólo nos hace más libres, en palabras de P. Freire, sino que nos lleva a ser nosotros mismos. La educación, más allá del academicismo, es crecimiento, comprensión, desarrollo. Y desde la educación se genera cultura, que es todo lo anterior expresado a nivel social. Lo ambiental es una dimensión más que rompe el antropocentrismo acercándonos a un medio del que debemos ser conservadores y protectores. Una sociedad sostenible no estará bajo la tiranía del hombre salvaje (que no debe confundirse con el primitivo) explotando y esquilmando recursos para su propio provecho, sino que avanzará armoniosamente colocando al ser humano como cuidador del medio, en quien piensa y considera, para realizar sus proyectos de futuro.

La educación ambiental introduce elementos razonables en la estrecha lógica de las sociedades capitalistas. Sus argumentos van a favor de la historia, la calidad de vida y la supervivencia de nuestra especie. Aboga por el desarrollo para todos los seres humanos presentes y futuros en armonía e integración con su entorno. Es sólida y convincente, aunque no obtenga resultados inmediatos y visibles al requerir la maduración que acompaña a todo proceso educativo. Como se he dicho, no es ni debe ser la única vía de actuación, pero sin ella cualquier propuesta carece de sentido.
Una sociedad educada y culta (en un sentido profundo y transformador) debe ser una sociedad fuerte y vertebrada. Necesitamos que sea así para recuperar el poder, hoy delegado, que nos lleve a tomar el timón de nuestras vidas y de la sociedad. Sólo así puede entenderse lo que se ha declarado repetidamente en las Conferencias Internacionales de proponer la educación ambiental como instrumento y vía hacia una sociedad nueva, sostenible.


Dr. Federico Velázquez de Castro González
Publicado en Revista Futuros No 12.