Resulta preocupante observar cómo una gran parte de la militancia ecologista parece estar más enfocada en mantener los pocos privilegios que posee.
En 2018 la publicación del Informe Especial sobre Calentamiento Global de 1,5ºC por el Grupo Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) marcó un punto de inflexión en el movimiento climático. Este informe alertaba sobre las consecuencias catastróficas del calentamiento global y urgía a la comunidad internacional a tomar medidas radicales. Este llamado a la acción impulsó una ola de movilización sin precedentes, dando lugar a una nueva generación de movimientos que no solo pusieron la crisis climática en el centro del debate institucional y social, sino que también la entrelazaron con otras luchas como la obrera, la decolonial, la feminista y la antiespecista.
Sin embargo, con el tiempo, el fervor inicial de estos movimientos parece haber disminuido. Lo que comenzó como un desafío radical a los poderes hegemónicos ha ido transformándose en una serie de iniciativas más orientadas a la autocomplacencia y la terapia de grupo. En muchos casos, las organizaciones parecen conformarse con realizar protestas que se asemejan más a campañas de marketing destinadas a captar nuevas activistas que a un verdadero desafío al statu quo.
El cambio de paradigma en el movimiento climático
En la teoría de cambio de estos movimientos, se contemplaba originalmente la necesidad de generar una tensión social tan potente que los gobiernos no pudieran ignorarla, obligándolos a encontrar una solución y posicionarse claramente: o cooperaban aceptando las demandas o se exponían como servidores de las corporaciones destructoras del futuro. Este enfoque radical buscaba interpelar directamente a las instituciones y presionarlas para que tomasen medidas concretas en respuesta a la crisis climática y ambiental que enfrentamos.
Sin embargo, actualmente observamos cómo muchas organizaciones del movimiento climático limitan su actividad pública al despliegue de pancartas y la organización de una gran convocatoria anual. Estas acciones, si bien visibles, a menudo no van más allá de gestos simbólicos que no desafían las estructuras de poder ni generan la presión necesaria para provocar cambios significativos. Esto debería provocar una reflexión profunda dentro del movimiento climático sobre si está realmente actuando en pos de una revolución integral o si se está conformando con actividades que aseguran cierta visibilidad en la esfera pública.
El movimiento se enfrenta al riesgo de diluir su mensaje y su impacto potencial al centrarse en métodos que, aunque importantes para la concienciación y la visibilidad, no desafían las raíces profundas de la crisis climática y la injusticia ambiental. La pregunta crucial que surge es si las organizaciones están dispuestas a adoptar estrategias más confrontativas y disruptivas que realmente pongan en jaque a las estructuras de poder, o si prefieren mantener un activismo más cómodo y predecible que no genere demasiado problema a los responsables políticos y económicos.
En última instancia, la reflexión sobre la efectividad y la dirección estratégica del movimiento climático es esencial para asegurar que las acciones no solo sean perceptibles públicamente, sino que también conduzcan a cambios tangibles y sostenibles en la política y la economía hacia un futuro más justo y sostenible para todas.
Desgaste y desafección: la crisis interna del movimiento
El desasosiego y la decepción por no lograr un cambio radical en cuestión de unos pocos años han generado un desgaste considerable en la militancia ambientalista. La falta de resultados tangibles ha llevado a una desafección generalizada respecto a la posibilidad de mitigar los peores escenarios pronosticados por la comunidad científica. Este sentimiento de frustración se ve exacerbado por la constante presión de los plazos cada vez más urgentes impuestos por la crisis climática. En respuesta a estas dificultades, parte del activismo climático ha adoptado una postura de “poner los cuidados en el centro”, enfocándose en proyectos y actividades internas que promueven el bienestar de sus miembros. Esto sirve de excusa para evitar el riesgo de enfrentar la represión externa y la implicación efectiva en las tareas de gestión de la colectividad, que terminan recayendo en otras personas con un mayor sentido de la responsabilidad colectiva. El resultado es que, paradójicamente, quienes están más implicadas no son cuidadas. Evidentemente nuestra lucha tiene que pasar por poner los cuidados en el centro, pero esto no puede ser un limitante de nuestra actividad política, sino una praxis en la que la solidaridad y el apoyo mutuo sean los ejes vertebradores de la colectividad.
Al mismo tiempo, estos grupos que priorizan el cuidado interno sobre la ocupación del espacio público han demostrado a menudo una nula capacidad o una falta de interés en desarrollar una respuesta resiliente a las tensiones y conflictos internos. Esta dinámica ha llevado, en el mejor de los casos, a que las situaciones se estanquen sin una resolución clara, y en el peor, a la pérdida de militantes altamente capacitadas y comprometidas a lo largo del tiempo. La falta de estructuras y procesos efectivos para abordar las disputas internas y promover la cohesión, así como de militantes dispuestas a responsabilizarse de sacar adelante estos procesos, ha debilitado la capacidad del movimiento para mantenerse unido y efectivo en su lucha por la justicia climática, y la posibilidad de obtener aprendizajes que refuercen a las colectividades.
Estos desafíos internos y externos subrayan la complejidad y la urgencia de revitalizar el activismo climático con estrategias que no solo promuevan el bienestar interno, sino que también enfrenten directamente las barreras sistémicas y las amenazas externas que impiden un progreso significativo hacia un futuro sostenible y equitativo. Es crucial para el movimiento encontrar un equilibrio entre el autocuidado y la acción efectiva que desafíe activamente las estructuras de poder responsables de la crisis climática global.
La desconexión con las comunidades vulnerables
Aunque la crisis climática afecta a toda la población, son las comunidades más vulnerables y marginalizadas las que sufren desproporcionadamente la violencia real y tangible que resulta de ella. Lamentablemente, estas comunidades quedan muchas veces fuera del radar de las grandes organizaciones climáticas, las cuales suelen adoptar posturas más conservadoras y tradicionalistas. Aunque estas organizaciones pueden haber ejercido una influencia inicial sobre movimientos sociales más jóvenes con buenas intenciones, también han limitado las prácticas radicales que caracterizaban a estos movimientos en sus inicios.
La influencia dominante de las grandes ONG ha llevado a una estandarización y moderación de las prácticas radicales que emergían desde los movimientos más jóvenes. Estos movimientos, a menudo, adoptan las estrategias y enfoques de las grandes organizaciones, percibidas como autoridades establecidas en el activismo climático. Además, la cooptación de personas destacadas de estos movimientos por parte de las ONG ha debilitado su capacidad de autogestión y ha contribuido a una pérdida de la autonomía y la creatividad que caracterizaban sus primeras iniciativas.
Esta dinámica ha dado lugar a la organización de manifestaciones festivas en las que la actitud de las participantes no refleja adecuadamente la gravedad de la amenaza existencial que pretenden enfrentar. Estos eventos suelen adoptar un tono ligero y despreocupado, convirtiéndose más en espacios de socialización y entretenimiento que en momentos de verdadera lucha y resistencia. La prioridad en estos contextos se centra en crear un ambiente relajado donde todas se sientan cómodas, lo cual diluye la urgencia y la seriedad del mensaje fundamental que se intenta comunicar. Esta discrepancia entre la forma y el contenido de las acciones ecologistas revela una desconexión alarmante con la realidad apremiante de la crisis ecológica y sus profundas implicaciones socioeconómicas.
En última instancia, existe el riesgo de trivializar la lucha por la justicia climática y de no movilizar efectivamente a la sociedad para hacer frente a las amenazas existenciales que se ciernen sobre nuestro planeta. La disonancia es clara si utilizamos una metáfora que organizaciones ecologistas suelen emplear para definirse: son quienes avisan de que nuestra casa se quema. Si en un incendio pretendes que te tomen en serio, no vas a buscar unas maracas y un disfraz que ponerte antes de dar la voz de alarma; rompes cristales y aporreas puertas para que todo el mundo preste atención.
La interseccionalidad: un concepto malentendido.
Las feministas del Combahee River Collective postularon que la emancipación solo sería posible de manera colectiva. Al introducir el concepto de interseccionalidad, reconocieron que su libertad política como mujeres negras y lesbianas dependía de la liberación global de todos los grupos desposeídos y oprimidos por las estructuras de poder dominantes, especialmente el orden capitalista. Para ellas, la verdadera interseccionalidad significaba luchar no solo por el reconocimiento individual de las múltiples identidades oprimidas, sino por una emancipación colectiva que abarcase a todas ellas.
En contraste, en el movimiento climático contemporáneo, la interseccionalidad a menudo se limita a prácticas internas o individuales y a estrategias comunicativas más que a una verdadera implicación en la emancipación colectiva. Se entiende principalmente como una forma de reconocer y abordar la intersección de opresiones de manera individual con cada participante dentro de la colectividad, como en una suerte de competencia de a ver quién es sujeto de más opresiones dentro de la propia organización, lo que evita que se traduzca en una acción conjunta y solidaria que vincule la lucha climática con las de otros movimientos sociales. En algunas ocasiones, incluso se percibe la interseccionalidad como una complicación potencial, ya que las posturas más tradicionalistas temen que mostrar solidaridad con otras causas pueda provocar tensiones internas o ahuyentar al público general de participar en las actividades del colectivo.
Esta visión reducida de la interseccionalidad dentro del movimiento climático puede limitar su capacidad para formar alianzas sólidas y efectivas con otros movimientos sociales, como los de justicia racial, de género, laboral y de derechos indígenas, entre otros. Adoptar una interseccionalidad más profunda y comprometida sería crucial para construir una coalición verdaderamente inclusiva y potente que no solo enfrente la crisis climática, sino que también aborde las injusticias sistémicas subyacentes que perpetúan tanto la desigualdad social como la degradación ambiental a nivel global. No podemos olvidar que la crisis climática es la consecuencia última de los distintos sistemas de opresión, la máxima expresión de un proceso cultural basado en la consideración de que determinados individuos de nuestra especie tienen derecho a poseer y, por tanto, explotar, aquello que nos rodea.
Un movimiento mermado por el efecto clase media
El movimiento climático actual está predominantemente compuesto por jóvenes de clase media. Esto ha alejado el foco de las luchas radicales y estructurales hacia una perspectiva más cómoda y menos confrontativa. Es frecuente ver iniciativas que buscan acercar la problemática de la crisis climática a las vecinas de los barrios, pero estas suelen ser aproximaciones desde lo ajeno. En lugar de integrarse en el día a día del barrio o el municipio y empaparse de su realidad y problemáticas, las organizaciones ecologistas optan por realizar formaciones, talleres y reuniones con la esperanza de atraer a su causa a quienes ya están preocupadas por otras cuestiones.
Frente a la situación crítica en la que nos encontramos, con el cambio climático acelerándose, la pérdida de biodiversidad y la creciente contaminación afectando a todos los rincones del planeta, resulta preocupante observar cómo una gran parte de la militancia ecologista parece estar más enfocada en mantener los pocos privilegios que posee dentro del actual sistema socioeconómico. Esta actitud conservadora se manifiesta en una reticencia a cuestionar y desafiar las estructuras de poder y las dinámicas económicas que perpetúan la crisis ambiental. En lugar de abogar por una transformación radical que rompa con las lógicas capitalistas y neoliberales que han llevado al mundo al borde del colapso ecológico, muchas activistas se conforman con reformas superficiales que no alteran fundamentalmente el statu quo. Esta perspectiva limita la capacidad del movimiento ecologista para construir un mundo de iguales, donde la justicia social y ambiental sean realmente alcanzables, y perpetúa un ciclo de inacción y complacencia que amenaza el futuro del planeta y de todas sus formas de vida.
La falta de conciencia de clase dentro del movimiento ecologista ha llevado a situaciones tan esperpénticas como la desvinculación radical con aquellos sectores del movimiento que están sufriendo con más crudeza el castigo institucional. Este fenómeno se observa, por ejemplo, en la falta de solidaridad y apoyo a los propios movimientos ecosociales que enfrentan cargos policiales por sus acciones, sobre los que la mayoría de organizaciones climáticas han realizado un cerco de seguridad para evitar que se les pueda vincular. En el mismo sentido, también se evidencia la falta de apoyo a las comunidades indígenas, campesinas y de trabajadoras que enfrentan represión, desplazamiento y violencia por defender sus tierras y recursos naturales. La militancia ambientalista parece tener dificultades para comprender que la única herramienta para evitar que, el día de mañana, la represión institucional caiga sobre ellas es combatirla junto a quienes más la padecen hoy.
Si la militancia ambientalista no se une a estas luchas y no entiende que la represión institucional es una herramienta utilizada para silenciar cualquier forma de disidencia, se queda sola y vulnerable. Al no solidarizarse y luchar conjuntamente con quienes ya están siendo atacadas, pierde la oportunidad de construir alianzas fuertes y resilientes que puedan enfrentar la represión de manera más efectiva. Es en la unión y la solidaridad donde se encuentra la fuerza para resistir y superar las tácticas represivas del sistema.
Además, esta falta de visión estratégica limita la capacidad del movimiento ambientalista para alcanzar cambios estructurales. La represión no es solo un problema de ciertos grupos; es una manifestación de un sistema que busca perpetuar las injusticias socioeconómicas y ambientales. Si la militancia ambientalista se compromete a combatir la represión en todas sus formas, no solo estará protegiendo a otros movimientos, sino que también estará creando un frente común más amplio y poderoso para enfrentar las crisis ecológicas y sociales de nuestro tiempo. En última instancia, la lucha por la justicia ambiental es inseparable de la lucha por la justicia social, y solo a través de una resistencia conjunta y solidaria se puede aspirar a un cambio real y duradero.
La necesidad de una reflexión crítica
El movimiento climático necesita una reflexión crítica sobre su dirección y sus prácticas actuales. Es fundamental recuperar la esencia radical que lo caracterizó en sus inicios y reconectar con las comunidades más afectadas por la crisis climática. Solo así se podrá construir un movimiento verdaderamente inclusivo y efectivo en la lucha por un futuro sostenible y justo.
Para lograr esto, es fundamental que las organizaciones climáticas revisen su enfoque y se comprometan a un activismo más valiente y desafiante. Esto implica estar dispuestas a enfrentar la represión y a solidarizarse de verdad con todas las luchas de los sectores oprimidos. La interseccionalidad debe ser más que una estrategia comunicativa; debe convertirse en una práctica cotidiana que guíe todas las acciones del movimiento.
Es necesario entender que debemos implicarnos en otras luchas no porque queramos que tengan en cuenta la crisis climática o porque esta vaya a afectar al sujeto político de aquellas, sino porque es simple y llanamente justo y necesario para conseguir un cambio en la cultura de la dominación que nos ha traído hasta aquí.
Bilbo Bassaterra es cofundador de Futuro Vegetal.