El surgimiento del movimiento de la memoria en España ha servido para desmitificar el papel de los historiadores profesionales como los únicos autorizados para hablar sobre el pasado
Rendición de milicianos republicanos en Somosierra (1936). DESCONOCIDO /MUSEO REINA SOFÍA
Si en España hubiera un Museo de la Guerra Civil y del franquismo, ¿qué relato contaría? Como sabemos, no hay narración que no tenga principio y final. Pero, ¿dónde arrancaría esta historia, y dónde terminaría? ¿Quiénes serían los protagonistas y qué papel se les asignaría? Es fácil imaginarse los enconados debates que se desatarían en torno al tema. Como señaló hace poco Antonio Muñoz Molina a propósito del Valle de los Caídos, los españoles siguen «sin alcanzar la clase de acuerdo básico de conmemoración y convivencia» que sería necesario para, por ejemplo, convertir el Valle en un monumento a la memoria de los presos, de la resistencia y de las víctimas de la dictadura y «albergar en ese espacio el gran archivo y el relato histórico preciso de todos esos años». Irónicamente, las contribuciones polémicas sobre memoria e historia del propio novelista -incluida su afirmación de que el renovado interés ciudadano por la República y la Guerra Civil ha sido una «gratuita fantasmagoría»- no han servido, precisamente, para fomentar ese acuerdo básico.
¿Es posible imaginarse un Museo de la Guerra Civil? Tal vez el mayor desafío no sería precisamente historiográfico, sino didáctico. ¿Cómo contar medio siglo de historia a una visitante joven de forma que comprenda ese pasado en toda su complejidad al mismo tiempo que el relato museológico pueda informar su comprensión del presente? Fue un reto de esa misma índole el que se propuso Arturo Pérez Reverte en La Guerra Civil contada a los jóvenes (Alfaguara, 2015), y que han retomado, año y medio más tarde, Carlos Fernández Liria y Silvia Casado Arenas en un libro que adopta el mismo formato que el del novelista: ¿Qué fue la Guerra Civil? Nuestra historia explicada a los jóvenes (Akal, 2017). Los límites autoimpuestos en los dos proyectos son importantes: pretenden contar más de medio siglo de historia española en una treintena de capítulos breves, escritos en un lenguaje claro y sencillo e ilustrados con imágenes de cómic (de Fernando Vicente en el primer libro y David Ouro en el segundo).
El libro de Pérez Reverte se presentó como respuesta a una doble ausencia. Primero, un déficit de conocimiento sobre la historia del siglo XX entre la juventud española (un «agujero de enormes proporciones», como afirma Fernando Hernández Sánchez). Segundo, una falta de material apropiado, de fácil acceso, que pudiera remediar ese déficit. El libro de Liria y Casado es, a su vez, una respuesta a ciertas lagunas en el de Pérez Reverte, que, en su opinión, deja cosas importantes fuera. «Si bien es cierto que no faltaba a la verdad», afirmaron en una entrevista, «guardaba demasiados silencios, y sobre todo presentaba la Guerra Civil como una suerte de fenómeno fatal que cada cierto tiempo se da entre los españoles, sin atender a las causas políticas, sociales y económicas, de manera que el hecho histórico de la guerra queda completamente despolitizado».
La enorme semejanza a nivel de presentación, formato y diseño de los dos libros -hasta en los colores de la portada- hace que resalten sus diferencias. Las dos mayores afectan al encuadre narrativo y al tono empleado. Pérez Reverte subraya desde el comienzo la dimensión dramática de una «guerra entre hermanos» («Todas las guerras son malas, pero la guerra civil es la peor de todas»). Es una premisa narrativa que lleva implícita la promesa del único final feliz posible: la reconciliación familiar. Es un final que, según el novelista, se consiguió de forma limpia y relativamente sencilla mediante una Transición magistralmente orquestada por el Rey, («A la muerte del dictador, España se convirtió en una monarquía parlamentaria por decisión personal del rey Juan Carlos», escribe; fue él quien «volvió a legalizar los partidos políticos» y «procuró la reconciliación nacional».) No es casual que el libro de Pérez Reverte termine en 1978.
Liria y Casado, en cambio, señalan como motor principal de los acontecimientos la tensión entre los sectores que buscan modernizar España, luchando por la democracia, la igualdad y la justicia social, y otros sectores que ven sus intereses amenazados por esas aspiraciones y están dispuestos a cortarlas de raíz por todos los medios posibles. Para Liria y Casado, además, esta lucha por la democracia y la justicia continuó durante una Transición nada perfecta y todavía no amaina. Si Pérez Reverte ubica su final feliz en 1978, para Liria y Casado aún está por llegar. Después de sendos capítulos sobre el golpe de Tejero, el «régimen del 78» y la Ley de Memoria Histórica, su cronología termina con la crisis del bipartidismo, el 15M y la entrada al Parlamento de Podemos y Ciudadanos.
El tono que emplean los dos libros también es marcadamente distinto. Pérez Reverte nos habla desde una posición cómodamente centrista, que asume como dado un sentido común tardoliberal que rechaza toda forma (visible) de violencia política y cree en el orden como un bien de por sí. Aunque señala que en los años treinta había «mucha pobreza, incultura y desigualdades sociales» describe la manifestación social de la insatisfacción «con aquel estado de cosas» de «buena parte de los españoles» como «disturbios y algaradas» que llegan a trastornar «el orden público». De modo similar, divide las actitudes políticas adoptadas entre «moderadas» y «extremistas» e identifica, entre éstas, al fascismo y al comunismo. («Eran tiempos exaltados, y a quienes pedían sensatez, diálogo y entendimiento mutuo para salvar la democracia no se les escuchaba demasiado».) Liria y Casado, en cambio, se mantienen lejos de cualquier insinuación de equidistancia. «No es, ni mucho menos, lo mismo defender un golpe de Estado que una insurrección revolucionaria», escriben, rechazando la «simetría» abrazada por el revisionismo de derechas, que pretende situar el comienzo de la guerra en 1934. Por un lado, los «partidarios del golpe de Estado, los que lo apoyaron y lo financiaron, eran las élites más ricas del país, dispuestas a aliarse con Mussolini y con Hitler». Por otro, los «protagonistas de los intentos revolucionarios eran las clases populares, inmersas por aquel entonces en una pobreza terrible, obreros y campesinos que luchaban por un poco de justicia social». «Algunos dirán», agregan, «que tenían el apoyo de dictadores como Stalin. Esto no es verdad, pues el Partido Comunista Español no era partidario de la revolución …».
Dadas sus limitaciones autoimpuestas, sería demasiado fácil criticar estos dos libros por lo que dejan fuera o rechazar sus resúmenes por simplificadores o esquemáticos. La claridad y la concisión son virtudes de por sí, muy necesarias para alcanzar e interesar a un público joven y general. El libro de Liria y Casado es un poco más largo, pero mucho más sustancial en su información sobre la ideología del franquismo, sobre el exilio republicano, el papel de la Iglesia y las largas secuelas sociales de la dictadura, como el «no te signifiques» como factor de desmovilización ciudadana, o la persistencia actual de actitudes machistas y homófobas. (Curiosamente, ninguno de los dos libros menciona la Guerra Fría como factor en la consolidación del régimen franquista.)
Aun así, cabe preguntarse si la decisión de Liria y Casado de adoptar el mismo formato que Pérez Reverte no ha supuesto una concesión innecesaria: una oportunidad perdida para repensar este proyecto -valiente y necesario- de forma más fundamental. Cuando salió el libro de Pérez Reverte señalé que el novelista fracasaba como pedagogo porque había adoptado un tono de maestro omnisciente que no explica cómo ha llegado a saber lo que cree saber: «Presenta hechos, no enseña a pensar. Invita a la aceptación pasiva del relato presentado, no a su cuestionamiento, ni mucho menos a un proceso de reflexión crítica que dé sentido a ese pasado. Todo lo contrario: da la impresión de que la historia es una serie de actos y eventos claramente definidos, y congelados en ilustraciones de cómic, que piden que los evaluemos moralmente desde un presente superior, con el fin de sacar lecciones fáciles -y por tanto inútiles- de convivencia democrática y sentido común».
Me temo que algo de esto también hay en el libro-respuesta de Liria y Casado. Es verdad que, en su prólogo, hacen referencia a «numerosos estudios [que] han trabajado para devolver la dignidad a todas las personas que lucharon por la democracia en España, durante la guerra y durante la dictadura»; también subrayan la necesidad de estudiar el pasado y «hacer el esfuerzo de pensar y decidir qué es lo que realmente ocurrió». Pero en realidad no llegan a ilustrar en ningún momento cómo es este proceso de búsqueda de verdad. Así como Pérez Reverte, acaban presentando los «hechos» y su significado con el aplomo de un viejo catedrático -un catedrático de izquierdas, eso sí; pero no por ello menos categórico-. Una excepción (relativa) son los dos capítulos dedicados a la «versión revisionista» de la guerra, donde admiten que «todo es discutible». Pero incluso allí la disputa se presenta en términos de verdad y mentira. En este sentido, también el uso de dibujos al estilo de una novela gráfica realista, por bien ejecutados que estén, sirve para incrementar la distancia entre los lectores y los acontecimientos narrados. ¿No habría sido más interesante reducir el nivel de mediación e incluir alguna que otra fuente documental para ilustrar el trecho historiográfico entre archivo e interpretación, entre las huellas del pasado y el relato que de él construimos en el presente? (En mi propio trabajo con alumnos de secundaria y estudiantes de universidad, he notado que hay poco que le entusiasme más a esta generación, cuyo mundo es digital y virtual, que el contacto directo con las fuentes.)
Que Liria y Casado hayan adoptado la misma postura profesoral que Pérez Reverte es una lástima. Porque uno de los aspectos más interesantes del surgimiento del movimiento de la memoria en España ha sido que ha servido para modificar -y desmitificar- el papel de los historiadores profesionales como los únicos autorizados para hablar sobre el pasado. También ha servido para forjar nuevas alianzas entre expertos y movimientos ciudadanos, y para revalidar el testimonio como fuente histórica. Así, ha acabado por reivindicar una mayor participación de la ciudadanía en lo que Ricard Vinyes llama la construcción de la imagen pública del pasado. Que este proceso de construcción de la imagen del pasado nunca termina, que es necesariamente controvertido y que es un proceso democrático en que hay un papel para la sociedad civil, es algo que quizás habría convenido dejar más claro precisamente en un libro pensado para un público joven. No porque todos los jóvenes lectores tengan que convertirse en filósofos de la historia, sino para recordarles que no hace falta ser filósofos o historiadores para estudiar el pasado como forma de comprender el presente y -sobre todo- de cambiarlo.