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La guerra de Bush contra las drogas afganas

Fuentes: TomDispatch

En el quinto aniversario del inicio de la guerra en Afganistán por parte de la administración Bush, el secretario de Defensa, Rumsfeld, escribió un optimista artículo en The Washington Post sobre la «esperanzadora y prometedora» trayectoria de este desgraciado país. Citaba solamente dos cuestiones como menos «esperanzadoras»: «la legítima preocupación de que haya incrementado la […]

En el quinto aniversario del inicio de la guerra en Afganistán por parte de la administración Bush, el secretario de Defensa, Rumsfeld, escribió un optimista artículo en The Washington Post sobre la «esperanzadora y prometedora» trayectoria de este desgraciado país. Citaba solamente dos cuestiones como menos «esperanzadoras»: «la legítima preocupación de que haya incrementado la producción de amapolas opiáceas podría convertirse en factor de desestabilización» y el «aumento de la violencia en el sur de Afganistán».

El aumento de la violencia -una ofensiva a escala total de los renacientes talibanes- devolvió a Afganistán a los titulares este verano y consternó a los gobiernos de la OTAN (desde Canadá hasta Australia), cuyos soldados mueren actualmente en un país que habían llegado a creer pacificado después de una «historia exitosa». El teniente general David Richards, el comandante británico de las tropas de la OTAN que asumió la seguridad en el asediado sur de Afganistán en substitución de los Estados Unidos en julio, advirtió al momento de que «aquí realmente podríamos fracasar». En octubre sostenía que si dentro de seis meses la OTAN no ha aportado seguridad y una reconstrucción significativa del distanciado sur pastún -la misión que los Estados Unidos no han logrado cumplir durante los últimos cinco años-, la mayoría de la población podría virar hacia simpatías por los talibanes.

Pero entre las preocupaciones de la OTAN y los ataques talibanes, ¿qué debemos hacer respecto de la «legítima preocupación» sobre la producción de amapolas opiáceas que este año proveerá del 92 % de los suministros mundiales de heroína? ¿Y qué debemos hacer respecto de la determinación presidencial de George W. Bush, hecha pública justo antes de la visita a Washington en septiembre del presidente afgano, Hamid Karzai, según la cual el gobierno afgano debe «ser responsable» respecto de la cosecha de amapolas opiáceas, no debiendo sólo «impedir y erradicar el cultivo de amapolas opiáceas» en el país, sino también «investigar, perseguir y extraditar a los narcotraficantes»?

Innegablemente, el comercio de amapolas opiáceas y el resurgimiento de los talibanes están estrechamente vinculados. Los talibanes prohibieron el cultivo de amapolas opiáceas en 2000, en un esfuerzo por conseguir el reconocimiento y ayuda de los Estados Unidos, y actualmente apoyan tanto como reciben apoyo de este rentable cultivo. Actualmente las políticas occidentales respecto de talibanes y amapolas opiáceas están completamente inconexas y en contradicción una con la otra. Mientras las tropas de la OTAN van trampeando, entre batallas, por reconstruir infraestructuras rurales, los asesores norteamericanos instan a la policía afgana antinarcóticos a erradicar el sustento de dos millones de agricultores pobres.

Hasta ahora el programa de erradicación de amapolas opiáceas, ampliamente financiado por los Estados Unidos, no ha cesado. El año pasado se pretendió haber destruido 38.000 acres de amapolas opiáceas y más de 12.000 el año anterior, pero durante el mismo período el cultivo mundial se disparó de 104.000 a 165.000 hectáreas (o 408.000 acres).

Cuando la administración Bush invadió Afganistán, en octubre de 2001, las amapolas opiáceas habían crecido tan sólo 7600 hectáreas. Bajo la ocupación norteamericana subsiguiente a la derrota de los talibanes, el cultivo de amapolas opiáceas se extendió a todas las provincias y la producción global se ha incrementado exponencialmente desde entonces (este año, el 60 %).

Sin embargo, el contraproducente programa de erradicación ha tenido éxito en una cosa: arrojar a la miseria a cientos de miles de pequeños agricultores. ¿Qué les ocurre? El Senlis Council, un grupo de expertos en políticas internacionales sobre drogas, informa de que el programa de erradicación de drogas no sólo ha arruinado a pequeños agricultores, sino que además los ha arrojado a los brazos de los talibanes, que les ofrecen créditos, protección y la oportunidad de plantar nuevamente. Los grandes agricultores, por otro lado, son impermeables al programa de erradicación de amapolas opiáceas; simplemente sobornan a la policía y a los funcionarios asociados, extendiendo así la corrupción y malogrando cualquier esperanza de gobierno honesto.

En 2002, el presidente Bush aseveraba que «debemos reducir el consumo de drogas por una gran razón moral. Cuando luchamos contra las drogas, luchamos por el alma de nuestros compatriotas americanos». Hay aquí profusión de ironías. En los años ochenta, los Estados Unidos sostuvieron una guerra de poder contra la Unión Soviética en suelo afgano apoyando a los islamistas extremistas (entonces «nuestros» soldados) y preparando el escenario para los talibanes. Actualmente otra administración republicana pone de nuevo a afganos contra afganos en una suerte de guerra de poder absurda, supuestamente por las almas de los heroinómanos estadounidenses. ¿Desde cuándo los republicanos quieren hacer algo por los drogadictos que no sea encerrarlos?

Es este el tipo de extraña «política exterior» que se consigue cuando la base es una entusiasta guerra contra las drogas y existen múltiples materias reales de que no se puede hablar fuera de la Oficina Oval (y a veces incluso dentro de ella). Como, por poner un ejemplo, que los talibanes controlan actualmente la ciudad de Quetta, fronteriza con Paquistán, cuestión amablemente omitida cuando Bush recibió recientemente en la Casa Blanca a los presidentes de Paquistán, Pervez Musharraf, y de Afganistán, Karzai. Como el hecho de que Paquistán entrega a regañadientes comandos operativos de Al Qaeda a los Estados Unidos, pero hace la vista gorda ante el rutinario tráfico transfronterizo talibán hacia Afganistán. O que mantiene conversaciones con los ancianos líderes talibanizados de su propia área tribal de Waziristán, a través de los cuales puede haber accedido a Al Qaeda y quizás al propio Osama Bin Laden. O como el hecho de que no hay nación alguna que haya combatido más duramente contra las drogas que nuestro enemigo del eje del mal Irán, mientras que nuestro «firme aliado» Paquistán presta apoyo al tráfico de drogas así como a los talibanes.

Si debemos estar preocupados por la producción de amapolas opiáceas mientras todos los demonios se desatan en el sur de Afganistán y las bombas suicidas golpean a la capital, Kabul, ¿hay algún modo más «legítimo» o efectivo de preocuparse?

Un negocio floreciente

De entrada nos podemos olvidar de todo lo referente a los heroinómanos norteamericanos. Se han cumplido exactamente cien años desde que los funcionarios públicos se reunieran por vez primera en Londres para prohibir el comercio internacional de opio. Un siglo de duras medidas contra la producción de amapolas opiáceas desde el Triángulo de Oro del sudeste asiático, pasando por la Medialuna de Oro de Asia central hasta Méjico ha verificado un hecho básico de la economía agrícola. Cuando se corta el suministro en algún lugar, surge otra área de crecimiento de amapolas opiáceas para satisfacer la demanda. Liquídense las amapolas opiáceas en Afganistán y mañana -antes de que uno pueda decir misión cumplida- los heroinómanos estadounidenses se estarán inyectando heroína procedente de Paquistán, Tailandia o la Luna. Éste es un hecho seguro.

Pero ninguno de estos factores de falsa compasión por los drogadictos americanos se encuentra entre las «legítimas preocupaciones» de Rumsfeld. A éste lo que le preocupa es el propio efecto «desestabilizador» del tráfico de drogas sobre el gobierno de Karzai, Afganistán y la región de Asia central.

Paradójicamente, en Kabul mucha gente de la calle señala a las amapolas opiáceas como fuente de empleo, salud, esperanza y de la propia estabilidad que el presidente Karzai posee actualmente. El propio Karzai promete librar al Gobierno y al país de los señores de la drogas, pero, como pastún y realista que es, mantiene a sus enemigos cerca. Su estrategia consiste en evitar el enfrentamiento, ayudar a potenciales adversarios y darles despachos, a menudo en su consejo de ministros.

Como Musharraf en Paquistán, Karzai anda en la cuerda floja entre la política doméstica y las exigencias norteamericanas de acciones contundentes -tales como poner fin al tráfico de drogas-, que van claramente más allá de sus poderes. El comercio penetra incluso en el Parlamento electo, lleno de sospechosos habituales. Entre los 249 miembros de los Wolesi Jirga (cámara baja) hay al menos 17 conocidos traficantes de drogas, además de 40 jefes de milicias armadas, 24 miembros de bandas criminales y 19 hombres que afrontan serias acusaciones de crímenes de guerra y violaciones de derechos humanos, cualquiera de los cuales puede ser vinculado al negocio de las amapolas opiáceas. Durante años ha corrido el rumor en Kabul que implicaba en el tráfico de drogas a la familia del propio presidente.

A través de varias administraciones, el propio gobierno de los Estados Unidos está implicado en el tráfico de drogas afganas. Durante la ocupación soviética de los años ochenta, la CIA fomentó el islamismo extremista y, para financiar sus operaciones secretas, fomentó también el tráfico de drogas. Antes de que los mujaidín patrocinados por norteamericanos y paquistaníes acometieran a los soviéticos en 1979, Afganistán producía tan sólo una pequeña cantidad de opio para mercados regionales y nada de heroína. Pero para el final de la yihad contra el ejército soviético de ocupación, estaba ya en la cumbre de los productores mundiales de ambas drogas. Como informa Alfred McCoy en The Politics of Heroin, los mujaidín afganos -los tipos que el presidente Ronald Reagan equiparó de modo célebre a «nuestros padres fundadores»- ordenaron a los agricultores afganos cultivar amapolas opiáceas; los comandantes afganos y los agentes de la inteligencia paquistaní refinaban la heroína, el ejército paquistaní la transportaba a Karachi para envíos al extranjero, mientras que la CIA lo hacía posible proveyendo de cobertura legal a esas operaciones.

Después de que los Estados Unidos invadieran Afganistán en 2001, la administración Bush utilizó a nuestros viejos aliados islamistas y les pagó millones de dólares por cazar a Osama Bin Laden, tarea a que no parecen haberse dedicado en cuerpo y alma. Preguntado en 2004 sobre porqué los Estados Unidos no habían ido tras los reyezuelos de la droga en Afganistán, un oficial norteamericano anónimo dijo al reportero de The New York Times que los señores de la droga eran «los tipos que nos ayudaron a liberar este lugar en 2001», los tipos en que todavía confiábamos para coger a Bin Laden. Entrevistado por el británico The Independent, un soldado norteamericano ofrecía otra razón: «si empezamos a eliminar a los tipos de la droga, ellos empezarán a eliminarnos a nosotros». Reticente a indisponerse con los señores de la droga, aliados nuestros en la guerra global contra el terror, o a arriesgar vidas de soldados americanos en semejante pelea, la administración Bush fue, en lugar de todo ello, a por los pequeños agricultores.

Pronto los británicos, responsables de las operaciones antinarcóticos en Afganistán, intentaron persuadir a los agricultores afganos de que se dedicaran a «sustentos alternativos» -esto es, a otros cultivos-, aun cuando ningún otro cultivo requiriera menos trabajo o produjera una fracción de los beneficios de las amapolas opiáceas. No que los agricultores se hicieran ricos. Dentro de Afganistán, donde quizás tres millones de personas extraen ingresos directos de las amapolas opiáceas, los beneficios puede llegar a los tres mil millones de dólares este año, pero los traficantes internacionales en el mercado mundial pueden obtener, como mínimo, diez veces más.

El escaso porcentaje de beneficios que permanecen en Afganistán enriquece principalmente a los reyezuelos: señores de la guerra, funcionarios, contrabandistas con contactos políticos, etc. Pero así como han construido mansiones en Kabul -«palacios paquistaníes» ornamentados con llamativas tejas y vidrios de colores-, los señores de la droga han creado también empleos y un próspero comercio de toda clase de bienes legales, que va desde cemento hasta ollas y cacerolas. Lo que es más: este pequeño comercio interior suma un 60 % del PIB estimado de Afganistán o más de la mitad de los ingresos anuales del país. Y también es más que el doble de lo que los Estados Unidos han destinado durante los últimos cinco años a la reconstrucción de Afganistán, cuya mayor parte jamás ha llegado al país en modo alguno.

¿Se ha preguntado usted qué pasaría si se detuviera el tráfico de drogas? ¿Y el efecto desestabilizador que implicaría?

Miedo a las flores

Tal y como están las cosas, el cultivador de amapolas opiáceas lleva una vida decente. Las amapolas le permiten mantener su parcela de tierra. Puede alimentar a su familia y enviar a sus hijos a la escuela. Sin embargo, hace dos años algunos cultivadores de amapolas de la provincia de Kandahar fueron realmente persuadidos de renunciar a las amapolas opiáceas por tomates. Fueron presionados por una agresiva campaña americana de irrigación defoliante aérea de los campos, que mató a las amapolas e hizo enfermar a niños y ganado. Los Estados Unidos siguen negando responsabilidades por este episodio y ataques aéreos similares que devastaron la provincia de Helmand en febrero de 2005.

Cuando llegó la noticia de que el Corán había sido arrojado al váter en Guantánamo, había agricultores de Kandahar entre los afganos que se rebelaron en Jalalabad. Para ellos la profanación del Corán fue la gota que colmó el vaso. Ya estaban enfadados por la cuestión de los tomates. Habían obtenido buenas cosechas, pero los vieron pudrirse porque el prometido puente que necesitaban para llevar los tomates a los mercados no se había construido. Es remarcable que los agricultores de Kandahar lo intentaron una vez más con los «sustentos alternativos», pero obtuvieron demasiado poco dinero para alimentar a sus hijos. Este año han anunciado que volverán a plantar amapolas opiáceas.

Un campo de amapolas floreciendo es una bonita vista, especialmente en Afganistán, donde el verdor de las plantas brillantes y sus flores púrpuras se yerguen junto a un paisaje monótono de rocas y arena, testimonio visual de la promesa del esfuerzo humano incluso en las peores circunstancias. Es posible que los afganos contemplen sus campos como metáfora, ya que son grandes amantes de la poesía. Pero son prácticos y también decididos, así que se han propuesto un plan.

Los agricultores propusieron oficialmente a los oficiales británicos antinarcóticos que se les autorizara para cultivar amapolas y producir opio para refinerías de propiedad estatal construidas con donaciones extranjeras. Las refinerías, a su vez, producirían morfina medicinal y codeína para la venta legal a escala mundial, cubriendo así una necesidad global mediante calmantes económicos y naturales. (Después de haber sido hospitalizada recientemente en los Estados Unidos, puedo atestiguar que la morfina funciona sumamente bien, a pesar de ser cara porque, a diferencia de la heroína, se suministra escasamente.)

Los agricultores no han conseguido ir a ninguna parte con esta propuesta, a pesar de ser difícil pensar en algún plan que hubiera podido vincular más efectivamente el campesinado rural al débil gobierno de Karzai, estabilizarlo y reforzarlo. Ahora el Senlis Council ha propuesto el mismo plan, pero de nuevo es improbable que se lleve a cabo. No se trata sólo de que la gran farmacia se resentiría en la competición. Piénsese en la base republicana, para la cual droga legal es un oxímoron.

En noviembre de 2004, de hecho, George W. Bush, apoyado por el liderazgo civil del Pentágono y por poderosos congresistas como Henry Hyde, de Illinois, incrementó repentinamente los fondos norteamericanos destinados a la guerra convencional contra las drogas, sextuplicados hasta los 780 millones de dólares, incluyendo 150 para irrigaciones aéreas. Hyde, que sigue en el caso como presidente de la comisión de relaciones internacionales de la cámara, sugería recientemente cambiar el foco de atención de los agricultores a los «reyezuelos», pero nadie en la administración está dispuesto a suspender la guerra.

Hace dos años entrevisté a un consultor americano enviado por la administración para analizar el «problema de la droga» en Afganistán. Su veredicto confidencial: «la única salida sensata es legalizar las drogas. Pero en la Casa Blanca nadie quiere oír esto». Admitió que esta sensata conclusión no apareciera en su informe.

Así, puede observarse a qué me refiero con las políticas extrañas que un gobierno como el nuestro puede desarrollar cuando no se puede hablar de los hechos reales. Cuando se acomoda a la gente que se expresa en contra. Cuando se ataca a gente cuyos corazones y mentes se espera ganar. Cuando se paga a expertos para que escriban informes con las conclusiones falsas que se quiere oír. Cuando se gastan miles de millones para derribar las viviendas de afganos pobres, incluso mientras nuestros aliados de la OTAN rezan por interrumpir la batalla con los talibanes para que -con tiempo para salir corriendo- puedan reconstruirlas.

Ann Jones ha pasado la mayor parte de los cuatro últimos años en Afganistán, como observadora y trabajando por la educación y los derechos de las mujeres. Ha escrito sobre lo que ha visto en Kabul en Winter: Life Without Peace in Afghanistan (Metropolitan Books, 2006).

Traducción para www.sinpermiso.info: Daniel Escribano