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La libertad del paseante

Fuentes:

A la gente que va levantando polvo en un rugiente automóvil les muestro siempre mi rostro malo y duro, y no merecen otro mejor. Piensan entonces que soy un vigilante y policía de paisano, encargado por elevadas autoridades y organismos de vigilar a los conductores, tomar el número de los vehículos y denunciarlos después. Siempre […]

A la gente que va levantando polvo en un rugiente automóvil les muestro siempre mi rostro malo y duro, y no merecen otro mejor. Piensan entonces que soy un vigilante y policía de paisano, encargado por elevadas autoridades y organismos de vigilar a los conductores, tomar el número de los vehículos y denunciarlos después. Siempre miro sombrío a las ruedas, al conjunto, y nunca a los ocupantes, a los que desprecio, en modo alguno de forma personal, sino por puro principio; porque no comprendo ni comprenderé nunca que pueda ser un placer pasar así corriendo ante todas las creaciones y objetos que muestra nuestra hermosa Tierra, como si uno se hubiera vuelto loco y tuviera que correr para no desesperarse miserablemente.

Robert Walser: El paseo[1]

Tengo algo que confesar. Hay un aspecto de mi vida que es de sobra conocido entre mis allegados, pero que cuando sale a relucir ante gente desconocida suele causar sorpresa. No tengo coche. Sí, he de confesarlo. Pero la cuestión no queda ahí. Tengo carnet de conducir[2], pero no tengo coche y, además, -y esto es lo que más suele chocar a la gente, provocando miradas interrogantes y algún sobresalto de sorpresa- no tengo la más mínima intención de tener uno. Lo cierto es que siento un profundo desprecio por esos engendros mecánicos.

No quiero poseer un automóvil. Aunque tuviese el dinero suficiente para poder comprarme uno, no lo haría. ¿Por qué? En primer lugar, por motivos de conciencia: los automóviles suponen uno de los despilfarros -tanto en energía como en materiales- más absurdos de la sociedad industrial; son altamente contaminantes; necesitan del petróleo, un combustible peligroso -recordemos el Prestige y el lema «si tienes coche, comerás fuel»- y escaso, lo que provoca guerras por su control; causan miles de muertos y heridos todos los años, siendo la mayor causa de muerte entre la juventud; transforma destructivamente el paisaje y la ciudad etc.[3] El automóvil resume en sí todas las características del capitalismo: el individualismo exacerbado, el desprecio de la vida -humana y no humana-, el despilfarro de los recursos, la imposición totalitaria al resto de la sociedad,… Pero hay otro motivo -si bien conectado con todos estos- que me lleva a no tener coche: el de conservar, hasta donde pued
a, mi libertad.

¿Qué tiene que ver tener coche con conservar la libertad? Es más, según los anuncios publicitarios -los Santos Evangelios de nuestra época-, el coche nos proporciona una mayor libertad. Libertad para circular, para desplazarnos donde queramos. Pero, ¿para qué queremos cambiar de aires si hoy todos los lugares son iguales, si todo ya se ha estandarizado y asimilado, si ya no hay dónde respirar pureza? La libertad, puta a su pesar, es utilizada por todos y echada a patadas de la cama al día siguiente. La utilizan, pero la desprecian profundamente, porque la temen. Por eso nos venden como libertad la mayor de las esclavitudes, la neolengua orwelliana en estado puro. Para mí, la libertad es algo tan sencillo como poder pasear por la ciudad, sin dirección, sin sentido, disfrutando simplemente de la calle, de las gentes, del paisaje: en una palabra, vagabundear. Esto es francamente difícil hoy día. La ciudad espectacular, con su monumentalización, especialización y enajenación de l
a dimensión humana -la ciudad se diseña para el coche, no para el ser humano-, impide que en ella se puede desarrollar lo que antes se llamaba vida. El acto sencillo de pasear, como antaño hiciera el flâneur por las calles de París[4], es algo que pertenece a la prehistoria, tan lejos del eterno presente que vivimos como las pinturas rupestres de Altamira. La vida en la calle es un infierno. Todo está colonizado por la mercancía, por la funcionalidad del sistema capitalista. A menudo, si te paras tranquilamente en mitad de una calle por el simple placer de observar lo que te rodea o para fumar relajadamente un cigarrillo, no tardará mucho en llegar alguien -normalmente vestido de azul y con placa y porra- para molestarte: <<¿Se ha perdido?>>. No pueden comprender que el mayor acto de libertad que puede quedarle al ser humano es sustraerse al dominio de la cosificación de la vida y que un modo maravilloso de hacerlo es negarse a participar de la locura del desplazamiento obli
gatorio, disfrutando del vagabundeo en la medida en la que es aún posible. ¡Me niego a perder mi libertad en la masa informe de amasijos metálicos que día a día avanzan retorciéndose por entre las ruinas de la ciudad! ¡Me niego a participar de la sinrazón! Quiero una ciudad humana, una ciudad basada en la Razón: «Hay que reconstruirlo todo: Ciudad y Razón, sobre el mismo terreno y con los materiales de derribo, escogidos, reordenados -igual que los habitantes de las chabolas, expulsados de las ciudades camelo y de los campos de mentira.»[5]

No hace muchos años, cuando aún quedaban restos de algo llamado vida, no era extraño ver a niños jugando en la calle, a señoras que bajaban sillas a la calle y charlaban sentadas tranquilamente junto a sus portales. La ciudad conservaba algún rasgo humano. Quedaba todavía un ligero recuerdo de lo que era la vida en comunidad, el disfrute de la calle como espacio público, el mercado, la plaza, el ágora como centros de reunión de gentes que compartían un espacio común. Pensar en una ciudad distinta es ser un nostálgico. Hay que celebrar el triunfo de la ciudad moderna, con sus espacios separados[6], a imagen y semejanza de la separación a que está sometido el ser humano. La ciudad espectacular ha logrado acabar con cualquier rasgo comunitario y solidario, consagrándose a la dictadura de la funcionalidad, la mercantilización y la estandarización. No podemos movernos por la ciudad sin ir a algún sitio: a la oficina, al centro comercial, a la discoteca, al cine,… corriendo para no
llegar tarde y poder producir o consumir[7] más y más. La ciudad pertenece al automóvil, en tanto que motor y símbolo del sistema industrial, todo se organiza en función de sus necesidades -las necesidades humanas parecen no importar en absoluto-, transformando el paisaje, tanto urbano como rural, reduciéndolo a una sucesión de puntos intermedios entre una etapa y otra del desplazamiento automovilístico. Puntos de avituallamiento de consumo de sucedáneos de vida, mientras la realidad (por vivir) se nos escapa por entre los dedos artríticos de la estandarización.

Pero, a pesar de todo, entre coches aparcados en doble fila, atascos, anuncios luminosos, centros comerciales, policías de proximidad, suciedad, desesperación, a través de la ciudad claustrofóbica, fiel imagen de la sinrazón de la vida moderna, el nostálgico, el irreductible paseante bisnieto del flâneur, deambula sin rumbo fijo, sin ninguna ocupación, sin saber adónde va, dejándose llevar, parando aquí o allá para ver en una calle a unos niños jugando, interrumpiendo el tráfico y riéndose al contemplar a los enfurecidos automovilistas, histéricos mirando el reloj, gritando que llegan tarde… llegan tarde a dejarse consumir la vida…

NOTAS:

[1] Robert Walser: El paseo, Siruela, Madrid, 2005, p. 23

[2] Las razones por las que tengo carnet de conducir se pueden reducir a una: la imposición social y familiar. Pareciera que si con veinte años no tienes carnet de conducir no existes, no eres nadie, ahora, con el paso de los años, me alegro de ser un don Nadie, con carnet pero felizmente sin coche.

[3] Para un análisis profundo de estos aspectos del automóvil nada mejor que echar un vistazo a alguna de las publicaciones monográficas sobre el tema: Justo de la Cueva: Esos asesinos que impunemente matan cada día a miles de personas: Los automóviles, Hiru, Hondarribia, 1996; Colin Ward, Agustín García Calvo y Antonio Estevan: Contra el automóvil. Sobre la libertad de circular, Virus, Barcelona, 1996; y el especial doble de la revista Archipiélago: «Trenes, tranvías, bicicletas. Volver a andar», Archipiélago. Cuadernos de crítica de la cultura, 18-19, 1994.

[4] «El <> está en el umbral tanto de la gran ciudad como de la clase burguesa. Ninguna de los dos le ha dominado. En ninguna de las dos se encuentra como en su casa. busca asilo en la multitud.», Walter Benjamin: «París, capital del siglo XIX», Poesía y capitalismo. Iluminaciones II, Taurus, Madrid, 2001, p. 184

[5] Encyclopédie des Nuisances: La sinrazón en las ciencias, los oficios y las artes, Likiniano elkartea, Bilbao, 2000, p. 40.

[6] La ciudad moderna consagra la «separación radical entre lugar de trabajo y vivienda, entre centro administrativo-comercial y periferia habitada», Miguel Amorós: «Urbanismo y Orden», Las armas de la crítica, Likiniano elkartea, Bilbao, p.101.

[7] Tanto da una cosa como la otra, pues han llegado a ser tan parecidos que es ya imposible distinguir el ocio del trabajo, ambos compulsivos y vaciados de contenidos.