La violencia machista teje una compleja madeja que afecta a las mujeres rurales. Distintas formas de maltrato se acentúan y solapan en una cultura patriarcal que continúa sosteniendo la subordinación femenina. Más allá de las lesiones físicas, existe una falta de bienestar y estrés estrechamente relacionados con la cultura patriarcal y la violencia machista. Es […]
La violencia machista teje una compleja madeja que afecta a las mujeres rurales. Distintas formas de maltrato se acentúan y solapan en una cultura patriarcal que continúa sosteniendo la subordinación femenina. Más allá de las lesiones físicas, existe una falta de bienestar y estrés estrechamente relacionados con la cultura patriarcal y la violencia machista. Es por ello que la psicóloga Marien González Téllez, investigadora en la provincia Las Tunas, insiste en relacionar salud con contexto social y cultura patriarcal.
¿Cómo afecta la violencia de género a las mujeres rurales? ¿Qué consecuencias tiene para su bienestar?
A pesar de los disímiles esfuerzos que se realizan para cambiar la situación de la mujer en el sector rural, todavía persisten problemas; se establecen las relaciones de poder que sostienen la violencia de género.
Las distinciones desigualitarias sitúan a la mujer rural en una situación de subordinación materializada en costumbres, tradiciones y actitudes profundamente arraigadas en la sociedad, marcando un estilo de vida permeado por la priorización del espacio y necesidades masculinas.
En mayor medida existen situaciones de violencia psicológica, que en la mayoría de los casos no son perceptibles por las mujeres, debido a la educación patriarcal en que se nos enseña a pensar, actuar y hasta sentir; aunque estas formas de violencia pueden ser la base para llegar a la agresión física.
Existe una base patriarcal que sostiene estas relaciones y situaciones de maltrato. Los obstáculos fundamentales para el empoderamiento de la mujer rural están en la sobrecarga de responsabilidades domésticas; elementos que laceran la salud y el bienestar de ellas desde la presencia de desigualdades que conforman situaciones estresantes.
El maltrato genera estrés y existen diferentes vías mediante las cuales el estrés puede provocar diversas enfermedades. El efecto del estrés sobre el sistema nervioso, endocrino e inmunológico es directo. Por otra parte, pueden aparecer efectos indirectos, si se modifican las prácticas de salud que incrementan ciertos riesgos.
El estrés puede estar asociado al aumento de ingestión de sustancias alcohólicas, el tabaquismo, el uso de fármacos e incidencia de trastornos del sueño, los cuales incrementan el riesgo de contraer enfermedades o agravar las existentes. Por lo que el estrés tiene efectos directos e indirectos sobre las enfermedades.
¿Crees que el contexto rural marca particularidades en esta situación? ¿Por qué?
Sí, es evidente que cada espacio socializador caracteriza las relaciones que se establecen entre las personas que lo conforman. Incluye la influencia de la cultura, los medios de producción, las opciones de empleo y recreación en estas comunidades o contextos.
Todos ellos denotan formas de subjetivar la realidad y otorgan sentidos subjetivos a hombres y mujeres y las relaciones que «deben ser establecidas»; en esta dinámica se acentúan rasgos machistas y se invisibilizan las potencialidades femeninas.
Es necesario recordar que no solo el hecho de las dobles y triples jornadas laborales de las mujeres rurales constan como factores que afectan su salud, sino también las relaciones que se establecen en este ámbito. En la mujer rural, el estrés se intensifica, entre otras cosas, por la falta de oportunidades y las reglas de una sociedad que aún la mantiene sometida a la voluntad del hombre.
En la zona oriental de Cuba, pese a no tener el tono tan precario que presentan las mujeres del área de América Latina, existen desafíos. En trabajos de diagnósticos realizados por la Asociación Productora de Animales (ACPA), de conjunto con la Cátedra de la Mujer y proyectos de investigación pertenecientes a la Universidad de Las Tunas, se obtuvieron resultados alarmantes.
Las condiciones de vida de comunidades rurales se caracterizan por escasos medios de transporte para el acceder a ellas, sin existencia de electrificación; el agua que se consume es de pozos, lo que implica que deba ser cargada hasta el hogar, actividad que por lo general realizan las mujeres por «tener más tiempo disponible»; se utiliza la cocina de leña, es por ello que los beneficios de la revolución energética, ollas y hornillas no pueden ser utilizadas por las mujeres de estos lugares.
Su jornada de trabajo en el campo va acompañada de una sobrecarga de trabajo doméstico en pequeños sitios de tierras, enfrentándose a condiciones materiales mucho más precarias que en el medio urbano; cuentan con poca ayuda familiar y asumen hasta una triple jornada de trabajo, dado su rol de madre y esposa. Esta situación genera una desigualdad de oportunidades para la incorporación a los procesos productivos, organizativos y una valoración de sobrecarga física y psíquica para ellas.
Desde la perspectiva de género, estos indicadores desde el ámbito comunitario evidencian claras situaciones potenciadoras de estrés. La realidad de las mujeres rurales condiciona una vida marcada por el desgaste, debido a las desigualdades, la violencia, la carencia y la inaccesibilidad a recursos materiales y espirituales que le brindan el tan esgrimido bienestar. Es por ello que se necesita visualizar el brillo de cada mujer en el espacio en que se encuentre y crear para todas las posibilidades de crecer.
¿Qué acciones propondrías para una respuesta a la violencia de género en los contextos rurales?
Tratando esta violencia de género desde esta perspectiva salutogénica y en relación con elementos del estrés que favorecen y causan enfermedades y maneras de enfermar para hombres y mujeres, es pertinente la solución adaptada a las propias características de estos espacios rurales.
Desde mi visión personal, pese que la violencia física se trate de ocultarla en gran cantidad de casos, es mayormente visible, lo que favorece su tratamiento y atención por los diversos sistemas de salud o sistemas sociales dispuestos en nuestro país. Pero no sucede de igual manera con esa violencia que se invisibiliza por esos mismos aprendizajes en los espacios familiares, incluso educativos, que instituyen comportamientos y acciones basadas en estereotipos y normas apegadas a la configuración masculina de poder. Ese tipo de violencia es más solapada y en ocasiones no se descubre o «convenientemente» no se hace consiente.
Tiene que ver con los accesos a información, opciones de espacios recreativos, disponibilidad de tiempo, construcción de equidad familiar y reconfiguración de roles familiares, así como la distribución de tareas y límites, acceso a espacios de salud, educación sexual y reproductiva, pensada desde la diversidad e incluyendo personas con necesidades especiales, orientaciones e identidad de género diferentes, construcción de subjetividades grupales y sociales menos discriminatorias.
Las acciones más específicas irían encaminadas a desarrollar mayores intervenciones comunitarias desde la perspectiva de género, facilitar espacios de inclusión para la diversidad –ya sea culturales, recreativos, laborales o de salud–; crear talleres educativos y de aprendizajes, favorecer encuentros con especialistas, que la coeducación comience por personas decisoras; favorecer oportunidades de trabajo para mujeres pensadas desde sus características y del lugar donde viven, que permitan mayores ingresos personales; intencionar una inyección de capital en estas zonas para la construcción de infraestructura de desarrollo local.
Desde la perspectiva más global, las acciones para la disminución de estas formas de violencia irían encaminadas a la desconstrucción y desaprendizajes de cada manifestación de poder irracional masculino.