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La violencia popular en la retaguardia sublevada

Fuentes: Ctxt

Una investigación, centrada en el pueblo de Laguardia, en Araba, reconstruye la represión en las zonas en las que el golpe de 1936 triunfó desde el principio, lugares en los que las cuadrillas de carlistas se erigieron como autoridad.

La violencia política desplegada a partir del golpe de Estado de 1936 fue inusitada. Mucho se ha escrito sobre las víctimas y también sobre los victimarios. Pero todavía queda un hueco en la historiografía que, poco a poco, se va ocupando con lo que ocurrió en la retaguardia de las zonas en las que los sublevados no tuvieron resistencia, aquellos lugares en los que la represión triunfó desde el primer momento. En No vuelvas si no vences. Perpetradores y víctimas en la España del odio (Tecnos, 2024), Javier Gómez pone el foco en un caso concreto para ayudar a desentrañar el marco.

Este doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco (UPV) se centra en lo ocurrido en Laguardia, un pequeño pueblo de La Rioja alavesa con un acervo conservador presente desde 1812 y donde el carlismo predominaba como posicionamiento político. Siendo el tercer municipio más importante de la provincia, su raigambre tradicionalista pronto haría correr la sangre. Gómez aborda esta violencia y el contexto que facilitó que, llegado el momento, los perpetradores encontraran unos brazos ávidos de ejecutar sus deseos.

El primer alcalde republicano, que llegó al poder en 1931, era moderado, integrante del Partido Republicano Radical. “Como en muchos otros lugares, se dio la paradoja de que, aunque la mayoría social era de signo carlista, el regidor no”, apunta Gómez. Pronto se empezó a crispar la realidad social y política del lugar: “Los carlistas nunca aceptaron que una minoría estuviera por encima de la hegemonía que ellos siempre habían ostentado”, comenta el experto.

Los perpetradores de lo que después vendría durante la guerra comenzaron su particular batalla local. Según Gómez, desde mayo de 1931 formaron cuadrillas “más o menos profesionalizadas” que se dedicaron a dar palizas, reventar actos republicanos y amedrentar a las gentes de izquierdas. En las elecciones de 1933, el bando tradicionalista volvería al gobierno local y mantendría el poder hasta después de la Guerra.

Ni siquiera con el ejecutivo local en manos de los carlistas se destensó el ambiente en Laguardia, que por aquel entonces contaba con unos 2.500 habitantes. “Hablamos de la localidad alavesa en la que más incidentes se pueden documentar a través de la prensa si excluimos a la capital”, apunta el historiador. Por entonces, todavía no había muertos, pero sí el clima necesario para que después la violencia desmedida se incrementara hasta los asesinatos. “Los altercados siempre siguen el mismo patrón. Los inician los carlistas en la práctica totalidad de los casos”, añade.

Laguardia, acérrima del carlismo en la Guerra

El 29 de marzo de 1936 no pasó desapercibido para nadie en Laguardia. Aquel día, una cuadrilla de trabajadores contratados por la Diputación de Araba, en manos republicanas, limpiaba las calles. Uno de ellos, “cansado de lo que llevaba sucediendo desde hacía cinco años, disparó contra un paisano al que confundió con el líder de la cuadrilla de matones carlistas, Salvador Briones”, relata Gómez. El aldabonazo estaba dado. Aquella noche se sucedieron las palizas y persecuciones por parte de los carlistas. Según el experto, se dio tal situación de no retorno que el Gobierno civil de Araba clausuró todos los locales de los carlistas, como su sede y el casino en el que se reunían.

El 18 de julio de aquel mismo año, en Laguardia ya estaban puestos los mimbres necesarios para que el alzamiento militar apenas encontrara oposición. El pueblo fue uno de los municipios alaveses con mayor porcentaje de hombres alistados voluntariamente en el bando sublevado a través de los requetés. Los matones carlistas se habían encargado durante años de que el miedo cundiera entre la población. Los tradicionalistas asesinaron a seis personas entre julio y octubre: el guardia civil Domingo Caballero, el jornalero Nicolás Santamaría, el maestro Julio Martín, el aguacil Luis Puelles, el boticario Sevillano Etcheverry, y Antonio Uribe, de oficio desconocido. La más cruenta de las muertes la sufrió Santamaría, quien fue arrastrado con vida por la carretera que unía Laguardia con Elciego hasta que se despellejó.

Gómez, por su parte, ha podido documentar que más de 70 personas sufrieron otros tipos de castigos, escarmientos y persecución por sus ideas de izquierda. “Consiguieron destruir la política cultural republicana en tres meses en los que gozaron de absoluta impunidad en el pueblo al no haber en él autoridad militar hasta finales de octubre”, agrega.

Violencia vecinal, chivatazos, persecución

Más allá de las balas, los gatillos disparados, los golpes dados, se generó una violencia que encontró su apogeo en los primeros momentos de la Guerra y que nunca se detuvo a lo largo del franquismo. Es aquí donde Gómez ahonda en el aparato de terror que se fraguó tras las muertes de estos seis hombres a través de un concienzudo análisis de las numerosas fuentes documentales que atesoran la memoria de Laguardia.

“Cuando cesa esa violencia del principio, de paisanos contra paisanos, algo espontánea, se formó la Junta de Investigación y Vigilancia, en la que estaban integrados el sacerdote, el jefe de las milicias carlistas, la jefa de Las Margaritas (la organización femenina carlista) y los pelayos (la rama juvenil)”, explica el historiador. En total, en torno a una docena de personas entre las que también se encontraban figuras del PNV.

Dicha junta se dedicó a emitir informes que luego elevaban a la autoridad militar de Gasteiz, quien asumió el mando de la represión en enero de 1937. El clima de terror apenas dejaba respirar a los perseguidos en Laguardia. “Los vecinos les avisaban del comportamiento privado de los vecinos de al lado, de sus actividades. A veces, los argumentos eran tan peregrinos como que a una persona la habían visto con otra cuyo primo era republicano”, ejemplifica el autor de la investigación.

Los chivatazos fueron tan descontrolados que la Junta de Investigación y Vigilancia incluyó en sus primeras listas unos 20 nombres propios. “En Vitoria solo decidieron actuar contra cuatro personas. Contra los demás no encontraron cargos significativos”, relata Gómez. Así demuestra cómo el aparato civil en la retaguardia sublevada fue crucial para desencadenar la feroz represión que seguiría al golpe.

El apoyo popular, esencial para el triunfo de la represión

A pesar de que los sublevados fueron generales, comandantes y coroneles, el alzamiento encontró un gran apoyo popular en diversas zonas del Estado. “Mientras unos dirigían la represión, otros la secundaban”, resume el docente de la UPV. Así, en los primeros momentos de la Guerra, ninguna autoridad militar regía en Laguardia. “Yo he documentado enfrentamientos incluso físicos entre la Guardia Civil, la autoridad militar en el momento, y la parte de la población afín a los golpistas porque estos últimos son los que imponían su terror en la zona”, subraya el autor de la obra.

El carlismo era tan importante en el lugar y disfrutaba de tal legitimación social que, incluso en marzo de 1938, entraron en un corral de un guardia civil y lo quemaron junto a todas las gallinas. “Y no pasaba nada, no se depuraban responsabilidades. La situación insostenible terminó con el teniente jefe del puesto de la Guardia Civil del pueblo pidiendo que se desterrara a Salvador Briones, que seguía liderando la banda de matones”, destaca Gómez.

El historiador concluye: “No siempre podemos recurrir a metaexplicaciones de militares sublevados, que también, sino que debemos hacer un esfuerzo y enfrentarnos al pasado de nuestros vecinos, que es el nuestro, en el que encontramos nombres y apellidos que todavía siguen levantando pasiones y ampollas en los nietos y bisnietos”.

Fuente: https://ctxt.es/es/20240701/Politica/46994/guillermo-martinez-memoria-historica-requete-guerra-laguardia-araba-18-de-julio.htm