Hay tres cifras que han marcado el derrotero de Barack Obama en los últimos meses. A poco que se asuman criterios moderadamente serios, ninguna de ellas, como pronto se verá, invita a extraer conclusiones saludables en lo que se refiere a lo que está llamado a significar el nuevo presidente de Estados Unidos. La […]
Hay tres cifras que han marcado el derrotero de Barack Obama en los últimos meses. A poco que se asuman criterios moderadamente serios, ninguna de ellas, como pronto se verá, invita a extraer conclusiones saludables en lo que se refiere a lo que está llamado a significar el nuevo presidente de Estados Unidos.
La primera de esas cifras no es otra que la que nos recuerda la dimensión ingente de esos 700.000 millones de dólares inicialmente aplicados -luego se han hecho valer inyecciones adicionales- en el plan de rescate de un puñado de inmorales instituciones financieras.
No está de más recordar que años atrás el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo concluyó que la mitad de esa suma, desembolsada a lo largo de un decenio, bien podía ser suficiente para encarar los problemas más perentorios en materia de sanidad, educación, alimentación y agua en todo el planeta.
Qué llamativo resulta que, para este último menester, no hubiese sino migajas y que, en cambio, sumas formidables emerjan de la noche a la mañana -sin que se haya explicado convincentemente, por cierto, de dónde han salido- para acudir en socorro de quienes bien que se embolsaron suculentos beneficios en época de bonanza.
La segunda de las cifras de Obama ha pasado más inadvertida. En el programa electoral del entonces candidato se anunciaban reducciones fiscales para todos los ciudadanos norteamericanos que ingresasen al año menos de 250.000 dólares, esto es, menos de 183.000 euros. Ya podían estar satisfechos muchos de los integrantes de las clases pudientes estadounidenses cuando esa era la propuesta del candidato progresista, quien, a decir verdad, debía toparse con problemas sin cuento para explicar cómo, al amparo de semejantes regalos fiscales, se iba a financiar un programa de regeneración social que mereciese tal nombre. Y es que no conviene olvidar que el punto de partida lo aportaba un sistema impositivo -el labrado por George W. Bush-, que ya era de por sí generoso con las clases acaudaladas.
La última cifra de Obama nos ha llegado hace bien poco y anuncia que los ejecutivos de las empresas que se han visto beneficiadas de ayudas públicas no podrán recibir emolumentos superiores a los 500.000 dólares anuales (386.000 euros).
Qué curioso es que, en labios de los de siempre, semejante medida haya sido agriamente criticada por entender que limita, lamentablemente, las posibilidades de esas compañías y, cabe suponer, rebaja de forma injustificada las posibilidades al alcance de esos directivos. Esto es lo que se escucha en un país, Estados Unidos, en el que faltan las noticias que den cuenta de la apertura de causas legales contra quienes asumieron conductas que la percepción más relajada calificaría, sin dudarlo, de delictivas.
Obligado parece concluir que la lección moralizadora que emana de los nuevos poderes públicos en Estados Unidos no se halla, claro, a la altura de lo que cabe esperar o, lo que es lo mismo, que aquellos están transigiendo ante unas reglas del juego que deberían cuestionar con firmeza en un país en el que hay nada menos que 46 millones de indigentes. Ello es así, por mucho que alguno de los movimientos de Obama -así, el franco apoyo dispensado a una plena homologación salarial entre mujeres y varones- invite, bien que con cautelas, a la esperanza.
Carlos taibo es Profesor de Ciencia Política