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Las infancias después de Gaza

Fuentes: Rebelión

A diferencia de otras especies que nacen con habilidades para sobrevivir casi de inmediato, los humanos llegamos al mundo en un estado temprano de desarrollo, necesitando años para crecer y aprender. Esta dependencia permite que el cerebro se desarrolle plenamente, facilitando aprendizajes fundamentales como el lenguaje y las relaciones sociales. Así, el cuidado y el amor que reciben los niños son esenciales para su desarrollo físico, emocional y social. Pensamos a menudo (diría siempre) en esta condición; en esta necesidad inherente a la infancia de ser acompañados y protegidos ante cualquier circunstancia que ponga en peligro sus vidas.

Me cuesta mucho escribir esto, precisamente porque debo abordar un aspecto fundamental de la vida: la niñez. Al hablar de infancias, pienso en seres indefensos que están iniciando su tránsito por la vida, personas que necesitan nuestros cuidados.

Hace más de un año, escuché en una entrevista radial a un experto en infancias que hablaba sobre el genocidio en curso. Decía: «¿Qué ocurre cuando un niño pierde a sus padres y queda solo intentando comprender su entorno? Los niños necesitan a sus padres para dar sentido a lo que ven y sienten: las circunstancias, el refugio, la muerte… Durante los primeros años de vida, hasta aproximadamente los cinco, los niños preguntan constantemente porque buscan entender el mundo. Si un niño no tiene a quien le responda, a quien le dé un marco para procesar las imágenes y emociones angustiantes, su salud se ve profundamente afectada, tanto a nivel emocional como integral, pues carece de herramientas para enfrentar su realidad.» Era un doctor que trabajaba en Gaza, y que veía a diario a cientos de infancias llegar solas o con sus padres heridos al hospital Nasser, en el Sur de la franja de Gaza.

Recuerdo claramente la primera vez que vi a un niño morir; lo recuerdo muy a menudo y de manera vívida. Un niño con heridas de escombros sobre su cuerpo y quemaduras producidas por fósforo blanco yacía en el suelo de un hospital, tras el bombardeo de su hogar. Su respiración era acelerada, su pequeña barriguita se inflaba y soltaba el aire cada vez con más fuerza, hasta que esa pancita dejó de moverse. El niño había muerto de dolor, por las heridas y, ante todo, había muerto solo. No había nadie que le explicara los horrores del genocidio, nadie que le dijera al menos una mentira, como nos gustaría creer; no había nadie que llorara mientras él moría ni nadie que buscara reanimarlo. Murió solo en el suelo de un hospital. Tenía alrededor de cinco años. Recuerdo bien el shock al ver esas imágenes; recuerdo partirme en llanto, gritar de rabia, y días de depresión y ansiedad provocados por esa imagen.

Hasta hoy he visto al menos cien de estas escenas; he sido testigo de toda clase de atrocidades en vivo y en directo. He visto niños morir, recién nacidos abandonados en hospitales atacados y destruidos, he visto niños sin cabeza, cuyos cuerpos fueron devorados por perros. He visto manos, pies, espaldas, cabezas de niños asesinados; he visto a niños muertos abrazados a sus madres y a otros fallecidos por falta de alimentos. He sido testigo de niños asesinados por balas y drones mientras jugaban a la pelota o patinaban. He visto todo, y mientras pienso que no veré algo peor, me sorprende ver lo que sigue… He presenciado niños quemados vivos mientras dormían en refugios. Podría relatar cada una de estas muertes como la primera, pero no puedo. 

Hemos estado tan expuestos a la muerte de niños que he llegado a identificar claramente los últimos momentos de vida de un niño, sus últimos esfuerzos por seguir con vida antes de que su existencia se apague para siempre, aun peor, hemos naturalizado la muerte de niños. Ha pasado con tal frecuencia ante nuestros ojos que, cuando asesinaron a Hind Rajab, hubo protestas en todo el mundo; sin embargo, además de ella, miles y miles de infancias han sido asesinadas en situaciones similares, con la misma maldad. La hemos normalizado tanto que ya no nos escandaliza la muerte de un niño a menos que esta sea extremadamente trágica, a menos que sea algo que no hayamos visto hasta ahora.

Hannah Arendt nos habló de la banalidad del mal, no como la ridiculización de los actos de maldad, sino como la capacidad de convivir con esta hasta que se vuelve normal, algo que consideramos inevitable y con lo que aprendemos a lidiar. Cerramos los ojos ante esta realidad porque nos resulta cómodo; permitimos que la maldad se despliegue ante nosotros mientras preferimos engañarnos y refugiarnos en nuestra comodidad. Personalmente, he llegado a naturalizar tanto el asesinato de infancias en este último año que puedo identificar perfectamente los espasmos antes de morir; los he visto tantas veces que ya no me conmuevo como la primera vez. Simplemente los identifico y digo: «Ese niño se está muriendo».  Alejarme de lo abstracto de la muerte y poder reconocer ese momento es algo que nunca les perdonaré. Poder verlo y seguir haciéndome el desayuno me convierte a mí también en un ser despreciable; me convierte en alguien que observa y aprende de esto desde la comodidad y la seguridad que disfruta Europa a costa de la sangre de niños palestinos.

Ahora bien, me pregunto, les pregunto: ¿Qué pasará con las infancias en el mundo? Somos testigos de que las infancias no son protegidas. Somos testigos de que, de ahora en adelante, los niños son un objetivo de guerra. En Gaza no se aplica la carta de protección a la niñez; no existen los derechos humanos. Los niños son tratados como adultos, como militares. Un ejemplo de ello son los más de 17,000 niños registrados que han sido asesinados por las fuerzas de ocupación, y no se ha dicho nada al respecto. No ha habido una sola sanción ni un solo embargo por parte de países que, al contrario, están dotando de armas a Israel para que siga asesinando atrozmente a más infancias.

Después de Gaza, Las infancias no serán protegidas. No hay convención ni carta que evite su asesinato en masa; Gaza es prueba de ello. No se cumplirá ninguna ley y nadie denunciará a quien se atribuya el derecho de convertirlas en objetivos de guerra. La humanidad ha fallado, pero ¿qué humanidad? Niños, madres, jóvenes, adultos: todos son asesinados cada día y tampoco se hace nada. ¿Qué pasará cuando una potencia con capacidad militar y apoyo imperial decida invadir y asesinar en nuestros territorios? ¿Veremos a nuestros hijos ser asesinados? ¿Nos verán nuestros hijos ser asesinados en completo silencio también? ¿Quién nos protegerá cuando vengan a por nosotros?

Palestina es una muestra de que hemos fallado como humanidad, pero no solo eso; es un nuevo marco de guerra, un nuevo marco de derechos. Marca el inicio de un mundo donde las reglas se aplican selectivamente, donde se pueden asesinar a infancias con total impunidad. Es un mundo donde mandan las potencias coloniales, un mundo alimentado por la guerra, donde la comodidad de unos pocos se sostiene sobre la sangre y los miembros cercenados de niños asesinados.

¿Cómo les explicaré a mis hijos que todo esto es real? ¿Cómo les explico que nuestra tranquilidad se vive a costa de los horrores que se viven al otro lado del Mediterráneo? ¿Cómo les explico que esto puede suceder en nuestro territorio y que su vida también corre peligro? ¿Cómo les explico, mientras intento también explicarme a mí misma cómo podemos ser felices a pesar de tanto sufrimiento?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.