Buena parte de la humanidad sigue con rabia lo que está sucediendo en Palestina. Múltiples y masivas protestas intentan frenar el genocidio que lo agudizan cada día que pasa. Casi al mismo tiempo, asistimos a un espectáculo miserable: numerosos gobernantes occidentales se han acercado a Israel ofreciéndole apoyo y armas. ¿Solidaridad altruista para con un pueblo que, según dicen, se defiende de quienes intentan destruirlo? Ni lo uno ni lo otro. El término “solidaridad” no cabe en el diccionario capitalista. Y respecto a Israel, nada más erróneo que presentarlo como un pueblo inocuo, aferrado a su tierra, y amable con su vecindad.
El sionismo nació en el corazón de una Europa expansionista y colonial. El capitalismo planeaba conquistar el mundo ocupando tierras ajenas y aplastando a los pobladores nativos. El sionismo, expresión del capital financiero judío, quiso participar en dicho expolio, aunque arrastraba un déficit sustancial. Sus colegas capitalistas (aunque no tienen más patria que los dividendos) se ubicaban en territorios concretos, alardeaban de historias nacionales y se cubrían con sus respectivas banderas. Los sionistas, por el contrario, carecían de todos aquellos atuendos y se afanaron en conseguirlos al precio que fuera. Tras barajar tierras diversas como posibles lugares de asentamiento, eligieron Palestina como su pretendida patria original; hicieron suya una historia que buena parte de los europeos sionistas ignoraban, se proclamaron creyentes de unas convicciones que les venían grandes y alardearon de una cultura que no les significaba nada. Intentando legitimar la usurpación de semejante bagaje airearon la patraña de que Palestina era una tierra sin gentes.
Sus compadres colonialistas aceptaron sin remilgos aquella disparatada engañifla, abrieron las puertas a los sionistas que llegaban de diferentes países y encomendaron a Gran Bretaña el Protectorado de semejante atropello. El imperialismo, aunque conocía la realidad de Palestina, la ignoró. La Declaración de Balfour, corta como su vergüenza, advirtió en 1917 que iba a proteger a los sionistas intrusos; los nativos, en contra de las pautas del Protectorado, fueron ignorados y reducidos a sujetos colonizados de ínfima categoría. La mayoritaria población palestina había vivido hasta entonces en armonía vecinal con los minoritarios judíos que también residían en la misma tierra; bastantes de estos, previendo lo que iba a suceder, se marcharon para nunca regresar. No se equivocaron.
La población palestina pronto se enfrentó al colonialismo sionista que actuaba como depredador de bienes, raptor de tierras y asesino de personas. El primer enfrentamiento tuvo lugar en 1890 y, en versiones diferentes, continúa hasta nuestros días. Los reiterados y ejemplares levantamientos han mantenido desde entonces hasta ahora dos constantes. La primera: el capitalismo imperialista siempre se puso del lado de los sionistas para ahogar los legítimos derechos de la población nativa. La segunda: Desde 1967 las organizaciones palestinas de resistencia formularon su pensamiento con asombrosa nitidez: “No somos enemigos del judaísmo como religión, ni de la raza judía. Nuestra lucha es contra la entidad sionista, colonialista e imperialista, que ha ocupado nuestra patria».
Las actuales movilizaciones del mundo contra el genocidio que practica Israel debieran de ser certeras: repudiar al sionismo como parte integrante del imperialismo colonial.
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