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Prólogo del ensayo de Eduard Rodríguez Farré y Salvador López Arnal, "Casi todo lo que usted desea saber sobre los efectos de la energía nuclear en la salud y el medio ambiente"

Léelo y pásalo

Fuentes: Rebelión

Casi todo lo que usted desea saber sobre los efectos de la energía nuclear en la salud y el medio ambiente. El Viejo Topo, Barcelona, 2008.

Cualquier persona razonable que intente formarse una opinión propia sobre el anunciado retorno de la energía nuclear tiene motivos sobrados para sentirse perpleja. Con una insistencia sospechosamente sincronizada se nos bombardea, un día sí y otro también, con declaraciones de gente que manda mucho defendiendo las bendiciones económicas -¡y hasta ecológicas!- de las centrales nucleares, o dando simplemente por hecho su inevitable incremento futuro. Tan estrepitoso ejército de convencidos pronucleares no parece que acabe de descender nunca, sin embargo, del reino de la retórica mediática a la dura y concreta realidad. ¿De qué estamos hablando? ¿Comienza de verdad un nuevo ciclo de construcción de centrales nucleares, o se trata sólo de la acción combinada de una serie de influyentes grupos «creadores de opinión» que proclaman a los cuatro vientos su caprichosa carta a los reyes magos?

Veamos, para hacernos una idea, qué nos decía la prensa tras la última epifanía. ¿Les habían traído los reyes magos su tan anhelado relanzamiento nuclear? El editorial de El País del pasado 8 de enero del 2007 afirmaba conocer por anticipado el contenido de una declaración que la Comisión Europea iba a presentar la «próxima semana» para «romper con un tabú en Europa en las últimas décadas (con la excepción de Francia y Finlandia) y plantear la necesidad de relanzar el sector nuclear como fuente de energía.» El editorial admitía, a continuación, que «hoy la energía nuclear representa el 6% de la energía primaria en el mundo [aunque otras fuentes le atribuyen el 2% de la energía útil final contando todas las fuentes] y el 10% en Europa, y no puede solucionar el problema del transporte que dependerá todavía durante mucho tiempo de combustibles líquidos como los derivados del petróleo.» Ante tan magro escenario, ¿qué permitía a aquellos editorialistas tan bien dotados de artes adivinatorias vaticinar un seguro retorno de la industria nuclear? He aquí su respuesta: «Pero en la producción de electricidad representa casi un 30% en Europa. La energía nuclear no genera gases de efecto invernadero. Sus problemas son otros que están en la raíz de su rechazo social: la seguridad, los residuos y la posible desviación de técnicas y materiales hacia fines militares. A pesar de todo es y será una opción que no se puede ya descartar

¿Y por qué «no se puede ya descartar», nos preguntamos sorprendidos? El argumento que seguía a continuación es muy ilustrativo del modo de operar de quien se sabe de antemano incapaz de generar convicción, y busca por ello suscitar resignación: «Los reactores del futuro (uno de diseño avanzado se está construyendo en Finlandia) mejorarán considerablemente su seguridad intrínseca y también el tratamiento de los residuos. Está prevista la construcción de unas 200 plantas nucleares en dos décadas, la inmensa mayoría fuera de Europa.» En fin, parecen decirnos, «más vale hacerse a la idea que tragarlas, habrá que tragarlas. Sólo cabe esperar que aquellos «diseños avanzados» de los «reactores del futuro» hagan la píldora algo menos amarga».

¿Pero se trata de verdad de una píldora amarga prescrita sin remedio para curar nuestros desarreglos energéticos con el cambio climático? ¿O es otra rueda de molino de lobby nuclear? Con esa duda resonando aún por sus lóbulos cerebrales el atento lector o la atenta lectora de aquella edición de El País llegaba, por fin, a las páginas de la sección de «sociedad». Y he aquí que se daba de bruces con una pequeña y esquinada columna titulada: «Ocho centrales nucleares europeas cerraron en 2006.» El breve texto que lo acompañaba atribuía a Greenpeace el origen de la noticia (aunque Greenpeace se limitaba a divulgar informaciones publicadas por analistas y expertos de la industria nuclear mundial, que a primeros de enero del 2007 contaban ya siete reactores cerrados en el último año, cuatro en Inglaterra, dos en Bulgaria y una en Eslovaquia), y añadía: «En cambio solo tres -todas en Asia- entraron en funcionamiento. […] El balance a final de año […] es que en la UE quedan 145 reactores nucleares. En todo el mundo ese número se eleva a 442, de los que 6 están en situación de parada. Para Greenpeace, los datos muestran el «declive en la que lleva instalada varias décadas [la energía nuclear] a causa de su fracaso económico y tecnológico, reduciéndose de nuevo este año el número de reactores en operación»

Por si al lector o lectora del periódico se le ocurría malinterpretar esa noticia, relacionándola malévolamente con el editorial, el redactor añadía de su cosecha la siguiente apostilla (que ocupaba una cuarta parte de la arrinconada columna): «Para los defensores de esta energía, sin embargo, los años venideros verán una reactivación de la construcción de centrales. Los datos sobre el calentamiento global y el papel de las emisiones de las centrales térmicas harán que la opinión pública considere su rechazo a la energía atómica, afirman.» «Sonó de nuevo el oráculo», pensará el lector o la lectora atento de ese periódico tan dado a publicar noticias del futuro. Si después de cerrarlo reflexionamos un poco nos daremos cuenta que mientras Greenpeace nos dijo lo ocurrido en el año 2006, los editorialistas pronucleares de El País tan sólo anunciaban por anticipado lo que creían que ocurriría. («Curiosa inversión de papeles», se dirá nuestra lectora o nuestro lector, «cuando siempre nos presentaron a los ecologistas cual profetas predicando en el desierto»).

Hay un montón de buenas razones por las que «se puede ya descartar» que la energía nuclear pueda y deba ser una solución relevante al enorme desafío del cambio climático y el agotamiento de los combustibles fósiles. La más simple y directa es ésta: no hay uranio suficiente. La producción mundial de combustible nuclear ha descendido desde los años ochenta, y el suministro de unos cuatro centenares y medio de centrales operativas ya estaría padeciendo aprietos de no haber podido contar con el desguace de cabezas nucleares de los viejos arsenales de la guerra fría. El precio de la «tarta amarilla» de óxido de uranio se multiplicó por tres tan sólo entre 1994 y 1996 (un incremento relativo comparable a la crisis del petróleo de 1973, aunque su impacto real es todavía menor por el peso reducido del combustible en la estructura de costes de las centrales nucleares, dominada por la amortización del capital fijo privado invertido en su construcción y por el gasto público que exigirá su desmantelamiento).

Existen, ciertamente, inmensas cantidades de uranio y torio natural mezcladas a muy pequeñas dosis con arenas y granitos, pero concentrarlas a partir de unas leyes del 0,01-0,02% requeriría tanta o más energía que la que podría suministrar ese mismo uranio una vez concentrado. Las reservas de uranio disponible en la Tierra a concentraciones que proporcionen un balance energético positivo son más escasas que las de petróleo y gas natural. Una reciente estimación cifra en 45 años la capacidad de las reservas explotables conocidas para suministrar combustible a un parque nuclear como el actual. Si se pretendiera generar con nucleares toda la electricidad ahora consumida en la Tierra esas reservas se agotarían en tan sólo seis años. Si se pretendiera sustituir todo el petróleo ahora empleado para mover el transporte mundial con hidrógeno obtenido a partir de electricidad nuclear, dichas reservas durarían sólo tres años (véase David Fleming, «Why nuclear power cannot be a major energy source», The Foundation for the Economics of Sustainability, abril del 2006, www.feasta.org).

Los asesores de El País lo saben, claro está. Por eso añadían en su futurista editorial la siguiente cautela, que vale la pena leer con sumo cuidado: «Las existencias de combustible nuclear suponen también una limitación importante, pero sólo en el contexto de la tecnología actual, que utiliza el 0,7% del uranio natural, mientras que las tecnologías de reactores rápidos pueden usar todo el uranio, e incluso la mayor parte de los residuos de alta duración, como combustible.» Adviértase de qué modo salta ese texto de las tecnologías nucleares hoy operativas y disponibles comercialmente, a unos futuribles tecnológicos cuya factibilidad y rentabilidad está por demostrar. En cambio, todos los aprovechamientos solares directos e indirectos con los que se cuenta para iniciar una transición energética hacia las energías renovables ya han demostrado sobradamente que funcionan (aunque algunas, como la fotovoltaica conectada a la red deban pasar aún la prueba final de su rentabilidad económica frente a un marco institucional tan sesgado como el actual, plagado de ingentes subvenciones directas e indirectas a las fuentes fósiles o nucleares que se añaden al impago de sus impactos ecológicos externos). «Otra vez tenemos los papeles invertidos», pensará nuestro lector o nuestra lectora, «entre unos pragmáticos impulsores de las energías renovables y unos visionarios defensores de la energía nuclear contra viento y marea».

El misterioso 0,7% citado por el editorial de El País se refiere a la proporción del isótopo fisible uranio-235 que contienen habitualmente las vetas de uranio natural de elevada concentración actualmente explotadas. El viejo sueño de los reactores «rápidos» o «reproductores» consiste en recuperar una parte del otro uranio-238 no fisible presente en las barras de combustible nuclear, una vez que el bombardeo con neutrones en el interior de un reactor lo haya convertido en plutonio-239 apto para generar una reacción nuclear en cadena. Pero hasta la fecha aquella posibilidad teórica ha resultado un completo fiasco. Recuperar plutonio-239 de la corrosiva y peligrosísima mezcla del combustible nuclear irradiado, que también contiene plutonio-241, americio, curio, rodio, tecnecio y un montón de cosas más, se ha revelado técnicamente muy difícil, políticamente muy sospechoso por los obvios vínculos con el armamento o el terrorismo nuclear, y económicamente impagable. Tras décadas de propaganda prometiendo la máquina nuclear perfecta, sólo se han construido tres reactores «reproductores» (Beloyarsk-3 en Rusia, Monju en Japón y Phénix en Francia) dos de los cuales están cerrados (el francés y el japonés) y el tercero jamás ha «reproducido» nada y funciona como un reactor nuclear convencional. Ninguna de las nuevas centrales en construcción, tan cacareadas, dispone de reactores «reproductores».

Llegamos entonces al núcleo de la cuestión: ¿quién es aquí el realista, o quién el utopista? Hace algunos años el filósofo Manuel Sacristán acuñó una paradójica expresión para referirse a esa chirriante combinación. Lo llamó «realismo fantasmagórico». Y añadía: «el viejo dicho de que Dios ciega a los que quiere perder debería modificarse: Dios ciega a los que quieren perdernos.» Me parece que esa caracterización viene como anillo al dedo para aquella forma tecnocrática de pensar que proclama el retorno de una energía nuclear en declive, incluso contra toda la evidencia empírica que desacredita su factibilidad. Sacristán acuñó la noción de «realismo fantasmagórico» para la otra cara de la moneda nuclear -la carrera de armamentos atómicos-, y terminaba su breve nota con el siguiente comentario: «El darse cuenta de que lo que fue […] realismo político, junto con su práctica, es hoy aceptación de una pesadilla que tiene por argumento la perspectiva de una catástrofe sin precedente proporcionado, ayuda a comprender las grandes dificultades con las que ha de trabajar inevitablemente la izquierda social para reconstruir su visión de la sociedad y aventurar un camino de cambio.» Hoy me parece eso tan válido como lo era en 1982 cuando lo escribió Sacristán, y nos lleva a formular otra pregunta: ¿por qué se aferran tantos tecnócratas, y tantos políticos «fantasmagóricamente realistas», a una energía nuclear en retroceso como si de ese taumatúrgico clavo ardiente dependiera su salvación?

Responder esa pregunta exige un debate a fondo entre la gran constelación de movimientos y personas que luchamos por hacer posible otro mundo, empezando por cambiar de base su mismo fundamento energético. Mis sospechas se dirigen hacia la incapacidad simbólica y política de los actuales mandamases del mundo para ni tan siquiera imaginar los cambios sociales que inevitablemente deberán acompañar a un uso equitativo y eficiente de las fuentes renovables de energía disponibles. Esa gente no es capaz de entender que tal cosa sea posible, simplemente; o si lo fueran, considerarían tales cambios sociales y políticos profundamente indeseables para ellos. Por eso entierran su tecnocrática cabeza en las arenas nucleares del realismo fantasmagórico, cual avestruces aterrorizadas (sin reparar en el silicio que también contienen, y con el que se puede fabricar una cantidad nada despreciable de obleas fotovoltaicas). La transición energética que se avecina está preñada de dilemas sociales y disyuntivas políticas de gran calado.

Sea como fuere, no debemos echar en saco roto los oráculos que vaticinan el retorno de la energía nuclear. Porque una cosa es que sus oficiantes incurran en un realismo cada vez más fantasmagórico, y otra muy distinta que los mandamases del mundo no sean muy capaces de hacer realidad a corto plazo sus pesadillas nucleares. Tiene mucha razón José Luis Sampedro cuando nos recuerda que vivimos unos tiempos de «tecno-barbarie», porque dominan el mundo un puñado de bárbaros armados de medios técnicos sofisticadísimos. José Vidal-Beneyto recordaba no hace mucho en las mismas páginas de El País el caso del politólogo Samuel Huntington, miembro entre otras de la Comisión Trilateral, la Rand Corporation, la Hoover Institution, el Institute for American Values o, más recientemente, el Project for the New American Century. Es verdad: cada vez que el señor Huntington se ha sacado de la manga académica una de sus nuevas «teorías» -desde el «exceso de democracia» en 1975, hasta el «conflicto de civilizaciones» de 1993- algo muy malo ha ocurrido después. No porque el señor Huntington posea auténticas dotes adivinatorias, claro está, sino porque dedicarse a poner por escrito el diagnóstico y las intenciones de los mandamases del mundo tiene una elevada probabilidad de convertirse en profecía autocumplida. Una de las pesadillas que planean sobre nuestro futuro en el siglo XXI, y amenazan con hacerse realidad, es el surgimiento de nuevos «fascismos energéticos» que pugnen por acaparar los recursos fósiles y nucleares menguantes, tal como alerta Michel Klare desde los Estados Unidos.

Más vale, por tanto, reaccionar a tiempo cuando vemos a esa clase de gente pedir a los reyes magos un relanzamiento de la construcción de centrales nucleares. Hay que armarse de razones para vivir sin nucleares, y alentar el resurgimiento del movimiento antinuclear en todo el mundo. Sólo así podremos detener el coletazo postrero de una industria nuclear agonizante, y dar una oportunidad a las energías renovables antes que sea demasiado tarde. Sólo así serán posibles, como dice Barry Commoner, una sociedad y una economía capaces de hacer las paces con la naturaleza. Para esa tarea la larga conversación de Salvador López Arnal con Eduard Rodríguez Farré que tienes en tus manos, querida lectora o querido lector, constituye una magnífica herramienta.

Eduard Rodríguez Farré es, a la vez, un veterano luchador antinuclear y un científico de primera línea. Médico especializado en toxicología y farmacología en Barcelona, radiobiología en París, y neurobiología en Estocolmo, ha dirigido durante mucho años el Departamento de Farmacología y Toxicología del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en Barcelona. Como experto en toxicología ha asesorado al gobierno español y la Organización Mundial de la Salud en el Síndrome del Aceite Tóxico, al gobierno cubano en la epidemia de neuropatía óptica, y a la Unión Europea sobre la investigación en programas de salud pública y sobre la Encefalopatía Espongiforme Bovina. Ha sido miembro del comité científico de la Asociación Internacional de Toxicología, presidente del Comité Asesor sobre Toxicología de la European Science Foundation, y presidente del grupo de trabajo de la Comisión Europea sobre problemas de salud relacionados con el medio ambiente y las formas de vida. Dentro del CSIC es ahora subdirector del Instituto de Investigaciones Biomédicas August Pi i Sunyer de Barcelona, donde investiga desde el punto de vista de los riesgos ambientales sobre la salud los efectos neurotóxicos de sustancias xenobióticas como pesticidas y dioxinas, metales pesados o radiaciones ionizantes. También estudia nuevos tratamientos farmacológicos para las enfermedades del sistema nervioso, el desarrollo de pruebas in vitro para sustituir la experimentación animal, y otros aspectos de la biotecnología y las ciencias de la vida.

El «currículum oculto» de Eduard Rodríguez Farré como ciudadano comprometido con la lucha antinuclear y ecologista también es muy largo y extenso. Le conocí en 1977 cuando ya era una de las personas más relevantes entre las que habían fundado el Comitè Antinuclear de Catalunya. Desde entonces le he considerado uno de mis maestros, esas personas de las que además de informaciones muy útiles también aprendes cosas importantes acerca de cómo vivir. Coincidí de nuevo con él cuando se incorporó en 1980 a la revista roji-verde-violeta Mientras Tanto fundada por Manuel Sacristán (y un puñado de amigos y amigas entre los que Francisco Fernández Buey, Víctor Ríos y Antoni Farràs eran también miembros del CANC). He seguido aprendiendo de él durante mucho años, hasta encontrarle de nuevo como socio fundador de la asociación Científicos por el Medio Ambiente (CiMA).

El lector o la lectora habrán intuido rápidamente las afinidades cruzadas que nos unen también, a Eduard Rodríguez Farré y a mi, con Salvador López Arnal, quien en esta larga y provechosa conversación actúa de entrevistador, conductor y editor. Como filósofo, docente e incansable organizador cultural Salvador López Arnal se ha convertido en uno de los principales estudiosos de la obra de Manuel Sacristán. Prosiguiendo uno de los asuntos que más caracterizaron la obra de este silenciado marxista ecológico español, es también un apasionado defensor del valor de la ciencia para la transformación del mundo, y un impulsor de la ciencia autocrítica y comprometida a través de iniciativas como CiMA. Este libro es una magnífica prueba de todo ello. Para presentarlo como merece, y como prueba de su oportunidad y utilidad, basta terminar con un consejo muy propio de nuestro tiempo: léelo y pásalo.