El reparto territorial de lo que fuera Siria entre las grandes potencias globales y regionales (Israel y Türkiye, o Turquía) ha colocado al mundo frente a una realidad que desconoce todo respeto a la condición humana y al derecho internacional, enmarcado en los principios que guían, aparentemente, a la Organización de las Naciones Unidas como máxima tribuna donde se resolverían los conflictos existentes en cada región del planeta. El hecho que estas grandes potencias globales y regionales hayan logrado su propósito señala una renovada fórmula de intervención en los asuntos internos de los países que decidan controlar de acuerdo a sus intereses particulares. En ello no existe, aunque lo proclamen, ninguna acción libertadora ni siquiera un sincero deseo de establecer la democracia en los territorios intervenidos, como lo atestigua la situación actual de Afganistán, Iraq y Libia.
El mundo vive actualmente, sin mucha duda, un proceso aparentemente sin retroceso de deshumanización colectiva, que se halla enmarcado en lo que ya algunos teóricos identifican como «destrucción productiva», la cual comenzara a tomar forma a finales de la década de los 80 del siglo XX y se hiciera evidente con la guerra y limpieza étnica escenificadas en lo que fuera Yugoslavia. Así, todas las guerras desatadas desde entonces han sido guerras de saqueos y de disciplinamiento en favor de los intereses hegemónicos estadounidenses y, en un segundo plano, de Europa occidental, violando descaradamente sus propios postulados liberales, en lo que podría catalogarse como una fractura civilizatoria, ya que sus impactos se reflejan en la actitud asumida por sus habitantes al tener que renunciar a sus libertades ciudadanas en aras de la protección y la seguridad ofrecidas por sus gobernantes; sin llegar a sospechar el manejo de lo que muchos identifican como Estado profundo, en conexión con los grandes consorcios que controlan el mercado capitalista mundial.
Por eso, situaciones como la creada por la Organización para la Liberación de la Gran Siria o Hayat Tahrir al-Sham (HTS), la mafia salafista-yihadista financiada por la Organización Nacional de Inteligencia Turca (MIT) con armas pagadas por Qatar y totalmente apoyada por la OTAN y Tel Aviv, que ahora rige Siria de forma subordinada a sus mentores occidentales, debe producir alarmas compartidas en todos los continentes, sobre todo en aquellos que tienen una existencia comprobada de minerales raros y estratégicos, entre estos, coltán, litio y petróleo. En relación con ello, algunos especialistas en el tema, concluyen en que lo sucedido en Siria es un golpe de Estado controlado a distancia por la inteligencia occidental, en el cual convergieron los intereses de buena parte de los vecinos de este país (Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita, Egipto y Jordania), además de los ya mencionados Israel y Türkiye. A todo esto se agrega la presencia y actuación de Al Qaeda, el Isis (o Daesh) y la Hermandad Musulmana, lo que ha terminado por hacer de este país árabe un territorio desmembrado, dividido y balcanizado. El papel del gobierno de Recep Tayyip Erdoğan es algo que muchos han catalogado de traición y doble moral. Como lo resalta Pepe Escobar, periodista y analista geopolítico brasileño: «Turquía bajo Erdogan, como de costumbre, está jugando un doble juego. Retóricamente, Ankara defiende una Palestina libre de genocidio y soberana. En la práctica, Turquía apoya y financia a un variopinto grupo de yihadistas del Gran Idlibistán, entrenados por neonazis ucranianos en la guerra de drones y con armas financiadas por Qatar… Si este ejército de mercenarios fueran verdaderos seguidores del Islam, estarían marchando en defensa de Palestina»; pero, obviamente, su objetivo no es otro que obedecer los lineamientos de quienes los respaldaron en muchos sentidos.
Se podría confiar en que, como lo resalta la economista y experta en geopolítica Ana Esther Ceceña, de origen mexicano, en una de sus reflexiones sobre las guerras del siglo XXI, «el sistema-mundo moderno capitalista está tocando sus límites históricos. Las guerras, que deberían colaborar con un disciplinamiento general para mantener la estabilidad y las condiciones de su permanencia, están, al contrario, contribuyendo a un final catastrófico. Todos los sistemas, de acuerdo con sus características, su complejidad y su evolución, tienen límites históricos que ofrecen la posibilidad de abrir horizontes más luminosos. El previsible colapso de este sistema no anula la creatividad de la vida para recrearse, afirmarse o reinventarse, a pesar de todas las guerras por las que tenga que transitar». Lo que resta, puesto que no hay más opciones, es materializar en nuestras naciones una insurrección emancipatoria y constituyente que permita reconfigurar y revertir en su favor el orden internacional y, con éste, las relaciones de dominación neocolonialista a que aspira forzarnos el inquilino supremacista de la Casa Blanca.
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