Tal como lo lee. El augusto Senado de los no menos augustos Estados Unidos de Norteamérica votó recientemente, por mayoría, en contra de una enmienda que pedía reconocer la existencia del cambio climático y que los seres humanos serían los mayores culpables de lo que sucediese. Si dejamos el análisis en el estrecho marco de […]
Tal como lo lee. El augusto Senado de los no menos augustos Estados Unidos de Norteamérica votó recientemente, por mayoría, en contra de una enmienda que pedía reconocer la existencia del cambio climático y que los seres humanos serían los mayores culpables de lo que sucediese.
Si dejamos el análisis en el estrecho marco de lo que Platón llamaba doxa -«sentido común», en actualización terminológica-, podríamos concluir que la medida responde a la inconsciencia, porque nadie en su sano juicio se condenaría a sí mismo, como parte de la especie. Pero si nos auxiliamos del episteme; del pensamiento estructurado, científico, ese que se resiste a las apariencias, lo fenoménico simple, y se adentra en la búsqueda de esencias, tendremos que convenir en la índole «inexorable» del pronunciamiento, dictado por la «lógica» de un sistema que, más que una crisis ecológica, ha causado la de una relación históricamente establecida entre la humanidad y el medioambiente, en el criterio de analistas como Daniel Tanuro (digital Viento Sur).
En algo sí habría que concordar con la letra del acuerdo legislativo: no todos los terrícolas arrostramos la misma culpabilidad. Porque claro que los grandes daños (cambio climático, contaminación química, declive acelerado de la biodiversidad, degradación de los suelos, destrucción de los bosques tropicales) no se deben a una supuesta condición antropológica, genérica, inmutable, sino al modo de producción que se impuso hace aproximadamente dos siglos y a su inherente manera de consumo, ambos en crisis sistémica.
Crisis generada en un ámbito per se incompatible con el respeto a las fronteras naturales, merced a la competencia, que urge a reemplazar el trabajo vivo por el trabajo muerto, a trocar mano de obra por máquinas más productivas, para maximizar las ganancias. La sempiterna búsqueda de valorización del capital lleva al «productivismo -producir por producir-«, que «implica necesariamente consumir por consumir» e integra, al igual que el fetichismo de la mercancía, el código genético del modo de producción capitalista».
Coincidamos asimismo con Tanuro en que la fórmula de Marx de que el capital no tiene otro límite que el propio capital significa que este no se detendrá más que cuando haya agotado sus dos únicas fuentes de riqueza: la tierra y el trabajador. Recordemos que el capitalismo se asienta en la ley del valor -el valor de la mercancía está determinado por el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción-, y como esta formación social exige los valores de cambio, y no de uso, el beneficio privado en detrimento de la satisfacción de las necesidades sociales, «no dispone de ningún mecanismo que le permita tomar en consideración, espontáneamente, el estado real de las riquezas que la naturaleza pone a disposición de la humanidad gratuitamente».
Ahora, ¿en el Capitolio nadie se ha percatado del sinsentido? Seguramente; pero quién se atreve a dar el primer paso cuando ello derivaría en la quiebra empresarial, dada la concurrencia de poseedores, con su «racionalidad» instrumental, de medio-fin, que no repara en costos siempre que enseñoree la eficiencia… en la búsqueda de plusvalía. Se trata de hacer más con menos, incluso al precio de la desaparición de la especie.
¿Se habrán vuelto locos los senadores gringos? Más bien, presas del «fetichismo del dinero», el cual, «tanto por su abstracción como por la inversión completa de perspectiva que engendra (parece que le otorga valor a las mercancías, cuando son estas quienes le confieren el valor a él)», crea la ilusión de que sería factible una acumulación ilimitada. Ojo: también estarán enajenados los asalariados que, por la competencia entre sí y el miedo al paro, tiendan «a desear la buena marcha de su empresa y a colaborar con el productivismo», como denuncia nuestro articulista, al que nos unimos en la reafirmación marxista de que todos estos mecanismos solo pueden ser contrarrestados con la más amplia solidaridad de la clase de los productores asociados, los únicos que podrían emprender la gestión racional del metabolismo humanidad-naturaleza. Con la praxis revolucionaria, el factor subjetivo, entre las herramientas inapelables.
Así que la especie se halla ante un dilema: permanecer en las redes de la acumulación capitalista, que entraña la desregulación climática; o salirse de ella, cambiando paradigmas como el control humano de la naturaleza, satisfaciendo las necesidades humanas reales (despojadas de la alienación mercantil), democráticamente decretadas por los interesados, a partir de los recursos limitados de que disponemos. Creo que la elección no se corresponderá con la votación de los augustos senadores de los Estados Unidos.
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