«EE.UU. se ha convertido en un experimento social fallido, un imperio decadente incapaz de satisfacer las necesidades básicas de su gente», sostiene Cornel West.
La COVID-19 se está cobrando tantas vidas que está «llenando de muerte el estadio de los Yankees» en Nueva York. Lo dijo Donald Trump a principios de mayo, en una inusual demostración de empatía por parte del presidente de Estados Unidos durante la epidemia del coronavirus. Ahora que termina el mes, y con 100.000 fallecidos, el número de víctimas casi multiplica por dos la capacidad del campo de béisbol.
Para EEUU, que suele enorgullecerse por su excepcionalismo, la experiencia con el coronavirus lo ha hecho merecedor de ese título sin ninguna posibilidad de duda: el país lidera el ranking mundial en casos confirmados y número de muertes.
Habrá mucho que analizar en los próximos años sobre la forma en que Estados Unidos respondió a esta pandemia, incluido el número de vidas innecesariamente perdidas por la singularidad de la reacción de Trump.
La pandemia ya ha dejado una lección evidente: las brutales y profundas fracturas sociales de Estados Unidos en cuestiones de raza, divisiones políticas, género, pobreza y desinformación han sido determinantes en su incapacidad para enfrentar la enfermedad. Los estragos de la COVID-19 han dejado al descubierto las profundas grietas que hay tras la brillante fachada de la nación más rica y poderosa del planeta.
Racismo institucional
En teoría, la COVID-19 mataba a todos por igual, capaz de destruir los pulmones de los estadounidenses sin hacer distinciones por el color de la piel o los papeles de residencia. Pero ahora que Estados Unidos pasa el umbral de los 100.000 muertos, es evidente que la pandemia se está convirtiendo en un gigantesco desastre racial. Según las cifras recopiladas por el Laboratorio de Investigación APM en 40 estados, los afroamericanos están muriendo a un ritmo casi tres veces superior al de los blancos.
La probabilidad de morir por el coronavirus entre los residentes negros de Kansas es siete veces mayor que entre los blancos. En Missouri, Wisconsin y Washington DC, el ratio es seis veces más.
Esas distorsiones son especialmente visibles en Nueva York, convertida en una gigantesca prueba de laboratorio sobre la desigualdad racial frente al virus. En ocho de los diez códigos postales con mayores tasas de mortalidad publicados esta semana, la mayor parte de la población es negra o latina. Ninguno de esos diez códigos postales pertenece a Manhattan, rica y predominantemente blanca.
La Administración Trump dice que la alta mortalidad entre los negros estadounidenses se debe a que tenían peor salud. «Mayores perfiles de riesgo», como dijo el secretario de Sanidad, Alex Azar. Es cierto que la diabetes, la hipertensión, la obesidad y otros males crónicos prevalecen en muchas comunidades afroamericanas, pero centrarse en esas enfermedades equivale a culpar a las víctimas.
Es un año electoral y esa estrategia le vendría muy bien a Trump, ¿qué mejor manera de desviar la atención sobre la terrible gestión que su Gobierno ha hecho de la pandemia que centrando la atención en los propios muertos?
La Casa Blanca tiende a pasar por alto otros factores relevantes como la precariedad de las viviendas, el desempleo, el estrés, la insuficiencia de los hospitales, la falta de seguro médico, la brutalidad policial, las escuelas en decadencia y las décadas de segregación. Lo mismo con ladiscriminación en el acceso a las pruebas del coronavirus y a los tratamientos que ha aumentado la probabilidad de contagio entre las personas negras, en primer lugar; y la de morir por la enfermedad, en segundo.
Según el filósofo, activista y escritor de Harvard Cornel West, hay que cavar más profundo para encontrar la raíz de la enorme disparidad en el número de muertes. «El virus se topa con unas instituciones y estructuras profundamente racistas que ya existían, con el telón de fondo de la desigualdad de la riqueza», dice. «Un Estado militarizado y una cultura mercantilista en la que todo y todos están a la venta». En su opinión, la pandemia ha revelado nada menos que el fin del país. «Estados Unidos se ha convertido en un experimento social fallido, un imperio decadente incapaz de satisfacer las necesidades básicas de su gente».
Divisiones políticas
Ante grandes desastres y ataques contra el país, como el de Pearl Harbor o los del 11 de septiembre de 2001 la Casa Blanca ha tratado de unir a la nación en torno a la defensa común. No ha sido así en esta ocasión.
Cuando a los estadounidenses se les pregunta por políticas clave relacionadas con el coronavirus, como la fecha para relajar las medidas de confinamiento o para reabrir la economía, la respuesta está claramente determinada por sus preferencias políticas. Según una encuesta de la Universidad de Chicago, el 77% de los demócratas quiere que las medidas de confinamiento se mantengan todo lo que haga falta para proteger la salud. Entre los republicanos, sólo el 45% opina lo mismo. «La política, más que la economía, está dividiendo a los estadounidenses», concluyen los investigadores de Chicago.
Trump ha adoptado una postura similar. En lugar de actuar por el bien de toda la nación, ha hecho política con la provisión de suministros médicos de emergencia federales a los estados, asignándolos en función del partido gobernante. Estados con un Gobierno republicano como Florida han recibido todos los suministros médicos de emergencia solicitados, mientras los demócratas recibían menos de lo que pedían.
Trump admitió haber rechazado llamadas de gobernadores demócratas de los que «no te tratan bien» y amenazó con sanciones financieras a los estados demócratas que intentan facilitar la posibilidad de votar por correo durante la pandemia.
Según la excandidata a la nominación demócrata para la presidencia y senadora por California, Kamala Harris, el presidente está demostrando que le «preocupa el resultado de las próximas elecciones más que la seguridad de las personas».
Para muchos ciudadanos, las consecuencias de esa división entre partidos «son de vida o muerte», especialmente para los afroamericanos, declara Harris a The Guardian. «En cuestión de meses, 100.000 estadounidenses han muerto. Eso es más de 40 veces los que murieron en Pearl Harbor», añade.
Entre las 100.000 víctimas, también hay diferencias en función del signo político. No es ninguna sorpresa que las zonas demócratas del país hayan sufrido mucho porque incluyen grandes ciudades como Nueva York y Chicago, donde el virus se ha cebado especialmente. Según la agencia de noticias Reuters, los condados que votaron por Hillary Clinton en las elecciones presidenciales de 2016 han registrado 39 muertes de Covid-19 por cada 100.000 residentes, tres veces más que los condados que votaron por Trump.
Para Harris, el partido con el que simpatizan las víctimas no es algo importante. «Debemos recordar que cada muerte es una muerte de más. En este momento todos, más allá de nuestra posición o de nuestros títulos, debemos unirnos para levantar al pueblo estadounidense».
La brecha de género
Una de las paradojas del coronavirus en EEUU es que los hombres mueren en una proporción mayor y las mujeres son las que más sufren mientras viven con la pandemia.
En la ciudad de Nueva York, la tasa de muertes para los hombres es casi el doble que para las mujeres. Pero en el resto de aspectos, las mujeres son las que están soportando el peso mayor de este contagio histórico. La mayoría del personal sanitario de primera línea está formado por mujeres, en el centro de la tormenta, con nueve de cada diez enfermeras.
Luego está el auge del desempleo en EEUU: el 55% de los empleos perdidos el mes pasado estaban ocupados por mujeres. Dentro de casa, la carga también ha recaído sobre las mujeres. O bien porque están dentro del 80% de familias monoparentales encabezadas por una mujer o bien porque están en una relación heterosexual donde ellas asumen la mayor parte de la educación en el hogar. Por no hablar del típico desequilibrio en lo que se refiere al cuidado de los niños y a las tareas del hogar, que en estos días se ha intensificado.
«Todo lo que funcionaba mal en la vida en el hogar se volvió mucho peor», dice Rebecca Solnit, la influyente escritora cuyo libro ‘Los hombres me explican las cosas’ dio origen a la frase ‘mansplaining’. «El hecho de que haya aumentado la violencia doméstica y hayan desaparecido las formas de huir de esa violencia, la manera en que ha recaído principalmente sobre las mujeres el repentino requerimiento a los padres de todo EEUU de convertirse en educadores en casa y la circunstancia de que a los hombres heterosexuales que viven con mujeres les queda todavía mucho para asumir la parte que les toca de las labores domésticas».
Solnit subraya la contradicción de las mascarillas faciales: la mayoría son cosidas voluntariamente por mujeres, mientras que entre los hombres es mucho más común el rechazo a los elementos de protección porque son una muestra de «debilidad». Unas demostraciones de masculinidad temeraria que comienzan bien arriba: en su reciente visita a una fábrica de mascarillas en Arizona, Trump caminó sin ponerse una.
Solnit ofrece un par de consejos para la plaga de los hombres que no saben comportarse durante la pandemia: «El divorcio puede ser un tratamiento en algunos casos, la única cura conocida es una dosis de feminismo aplicado generosamente por todas partes».
Desigualdad y pobreza
El Coronavirus en Estados Unidos es una enfermedad de pobres. Esa es la opinión del reverendo William Barber, copresidente de la ONG Poor People’s Campaign. «Están forzando a la gente a trabajar, con los beneficios por encima de la seguridad», sostiene. «Esta pandemia pondrá de relieve de qué manera la pobreza y nuestra voluntad de permitir que la gente siga viviendo en la pobreza, representa un peligro claro y real para todos nosotros».
Barber es uno de los principales luchadores contra el azote de la desigualdad de ingresos. Antes de la pandemia, 41 millones de personas vivían oficialmente en la pobreza en Estados Unidos. En su opinión, el coronavirus es una enfermedad que beneficia a los ricos. «Los multimillonarios han ganado casi 500 millones de dólares, mientras que los trabajadores esenciales ni siquiera tienen garantizada la asistencia sanitaria, un salario digno o un suministro de agua con la garantía de que no puede ser cortado».
Como con el racismo, la división de la desigualdad de ingresos se hace especialmente evidente en la ciudad de Nueva York, donde han muerto más de 21.000 personas del total de 100.000. Catalogados como «trabajadores esenciales», muchos de los neoyorquinos de bajos ingresos que viven en los barrios periféricos se han visto obligados a arriesgar la vida al presentarse a trabajar todos los días. Mientras tanto, los barrios ricos de Manhattan parecían pueblos fantasma después de que sus residentes huyeran a sus residencias de vacaciones.
Llevará un tiempo conocer el detalle de la mortalidad total entre los estadounidenses de bajos ingresos, pero ya está claro que los condados más pobres están siendo los más afectados. Es evidente en estados del sur, como Luisiana y Alabama, donde las personas de bajos ingresos han muerto en una mayor proporción debido a una combinación de factores: la falta de seguro médico, los cierres de hospitales y las políticas de los gobernadores del sur que exponen a los ciudadanos ante el peligro.
Nada nuevo para los relegados que ahora sienten la ira del virus con toda su fuerza. Como lo atestiguan las interminables colas en los bancos de alimentos, el coronavirus ha hecho visible una historia conocida.
Desinformación
La ‘infodemia’ de desinformación que ha azotado al país en los últimos cuatro meses comienza con el desinformador en jefe, Donald Trump. El presidente ha demostrado su desprecio por los hechos desde el comienzo de la crisis. El 27 de febrero, el día en que el país lloraba su primera muerte por COVID-19, predijo que el virus «desaparecerá» como un «milagro».
Desde entonces ha seguido con sus afirmaciones infundadas, como que el coronavirus comenzó en un laboratorio chino, o defendiendo tratamientos no probados y potencialmente peligrosos como un desinfectante y como un fármaco antipalúdico hidroxicloroquina.
La manera en que Trump hace suyas las falsedades ha envalentonado a los vendedores ambulantes de desinformación, entre los que figuran personas que venden la lejía como una cura milagrosa. Y ha puesto en peligro vidas: en Arizona murió un hombre y su esposa fue internada después deinjerir el fosfato de cloroquina que se usa para limpiar peceras.
Todo esto forma parte de una inédita ola de desinformación que ha barrido los EEUU. «Nunca he visto tanto de estas cosas», dijo Claire Wardle, directora de la ONG First Draft, que estudia la desinformación a nivel global.
Al principio de la crisis, comenzaron a circular rumores en SMS y aplicaciones de mensajería de que las medidas de confinamiento harían que el Gobierno impusiera la ley marcial. Las redes sociales han registrado en las últimas seis semanas una explosión de teorías de la conspiración, con el documental ‘Plandemic’ como máxima expresión: en él se afirma que una conspiración liderada por Bill Gates está explotando el virus para tomar el poder.
Wardle se ha sorprendido de lo rápido que las teorías de conspiración están llegando al consumidor medio. «Amigos de la secundaria y madres y tías que normalmente nunca compartirían este material, ahora están con eso».
En su opinión, la proliferación de información falsa tiene que ver con la profunda incertidumbre que hay sobre la pandemia y con la escasez de información de calidad tras el derrumbe de la industria de los medios en Estados Unidos, acelerado por el impacto económico del virus.
Tener mala información cuesta vidas. Puede hacer que los estados reabran sus economías demasiado rápido y que las personas bajen la guardia exponiéndose al virus. Como dijo Wardle, «cuando los historiadores miren atrás y vean todo esto tendrán una idea mucho más clara de cómo la desinformación provocó en el mundo real daño y muerte».
Traducido por Francisco de Zárate.
Fuente: https://www.eldiario.es/theguardian/Racializacion-polarizacion-evidencian-fracturas-EEUU_0_1032047864.html