El régimen egipcio se cae -al menos su presidente- y el tunecino ha perdido ya a su cabeza visible y lucha, como el de El Cairo, por reinventarse y seguir dirigiendo el país con otros medios pero con los mismos efectos. Y, al fondo, la revuelta del pan y la frustración que amenaza con extenderse […]
El régimen egipcio se cae -al menos su presidente- y el tunecino ha perdido ya a su cabeza visible y lucha, como el de El Cairo, por reinventarse y seguir dirigiendo el país con otros medios pero con los mismos efectos. Y, al fondo, la revuelta del pan y la frustración que amenaza con extenderse a otros países árabes. ¿Cuál de los regímenes árabes podridos y corruptos será el siguiente? Todos, desde Mauritania hasta Arabia Saudí entran en la lista de anfitriones potenciales del estallido de furia popular; todos menos dos, Líbano e Iraq, que ya están metidos de lleno en ella, pero con tintes mucho más trágicos y belicosos, más cerca de la guerra civil y el caos generalizado, con ocupación incluida en el caso del segundo, que de un enfrentamiento entre la población y sus dirigentes.
Muchos se están preguntando el porqué de estas intifadas populares que ya han cuajado en Túnez y Egipto o están en camino en otros países árabes, sorprendidos por su fuerza y poder de radiación. Es una pregunta lícita e incluso lógica para quienes desconocen la realidad del mundo árabe o tienen una visión sesgada de la misma. Pero para otros, en especial para quienes han seguido de cerca los procesos políticos y sociales registrados en estos países a lo largo de los últimos lustros,la cuestión es otra: ¿Cómo es que no se han alzado antes, por qué han soportado tanto tiempo? La corrupción que lo pudre todo, desde las altas instancias al más ínfimo de los departamentos ministeriales, el silenciamiento de los medios de comunicación, la censura que alcanza todos los órdenes de la expresión diaria del individuo, las humillaciones infligidas por los cuerpos de seguridad, en la calle, las comisarías y las cárceles, la represión del deseo sexual y el ansia de ver y sentir… todo eso resultaba perceptible en los países árabes, cada uno con sus mayores o menores medidas y sus peculiaridades. Y. también, el enriquecimiento obsceno de reyes, presidentes y entornos militares y civiles, el ancha es Castilla de las empresas occidentales y sus representantes, beneficiarias de un mercado y una mano de obra en saldo, conjugada, siempre, con la postergación sumisa de los poderes locales a la diplomacia occidental. Y, luego, los rostros exhaustos, las jornadas laborales eternas, los sueldos miserables, la falta de servicios básicos, los autobuses atestados y tardíos, el oficio constante de buscar apaños para llegar a fin de mes… el hastío, la angustia, el asco. Y la resignación.
Se dice que la degradación crónica de las condiciones de vida ha sido el detonante de las protestas, nacidas en un principio al calor de la supresión de las subvenciones a los productos básicos y el aumento del paro. Que si, encima de no poder hablar ni pensar ni reunirnos en la calle, no nos dejan comer ni vestir a nuestros hijos no hay nada que perder: hagamos frente pues a sus fuerzas de seguridad, sus odiosos servicios de inteligencia y, dado el caso, el grande y poderoso ejército. En todo eso ha tenido que ver sin duda, el hartazgo y la falta de alternativas, pero no podemos evitar admirarnos, como Abu Dharr (S.VII), uno de los compañeros del Profeta Mahoma, conocido por su austeridad y sus ideas «igualitarias», ante aquellas gentes que «viéndose sin nada que llevarse a la boca no salen a la calle blandiendo una espada». Más de un líder político de la oposición en Egipto ha llegado a decir, durante la intifada popular, que era la mayor revuelta contra el poder habida en toda la historia del país, «desde la época faraónica hasta hoy». De hacerle caso, estaríamos hablando de miles de años de historia de sumisión y sometimiento, primero bajo los faraones, luego el imperio romano, el bizantino, los califatos árabes y otomano, la monarquía y la república. Siglos de esclavitud y padecimiento que explican, en parte, la sorpresa del presidente Mubarak y la negativa de todo su entramado militar y civil a creer lo que está ocurriendo.
Los dirigentes árabes, con el egipcio a la cabeza, han tratado siempre a sus poblaciones con tal calibre de desprecio que jamás se han planteado la posibilidad de que la «chusma» pudiera decidir algo por sí misma. Cómo se han mofado y reído del «awbash» (la «gentuza» que decía el difunto rey de Marruecos Hasan II, en referencia a unos tumultos populares), cuántas veces no habrán comentado en privado o en público que sus súbditos son unos ignorantes, unos animales, seres sin educación (el coronel Gadafi se lamentaba no hace mucho de la «falta de cultura» de los libios, como si él no fuera un dictador criminal y omnímodo que decide qué, cómo y cuánto debe leerse en su feudo). O cómo no habrán justificado el uso del terror y la violencia para contener los impulsos de una población que de otro modo «estaría matándose entre sí», como apuntaba la propaganda oficiosa del Baaz en Iraq y su matarife Saddam Husen. Todos estos líderes han pensado que sus reinos y repúblicas son fincas particulares, propiedades de pleno derecho, arrendadas en algunos casos a inversores extranjeros; un vasto negocio que administrar a su antojo, amparados por lo general por la cobertura de las potencias occidentales e inversiones millonarias en armamento y servicios de seguridad. Uno puede ver en muchas ciudades y no digamos pueblos del mundo árabe calles sin asfaltar, cortes de agua y electricidad, carreteras horadadas y edificios ruinosos entre chabolas y vertederos indiscriminados; pero no le ha de sorprender descubrir en los cuarteles generales de la policía y la inteligencia militar y civil los más sofisticados sistemas de escucha, control informático y bases de datos. Y, en los arsenales, equipos de antidisturbios y armamento que despertarían la envidia de cualquier mente coercitiva.
Esta inercia de inmovilidad que se ha hecho dueña de las poblaciones y los regímenes explica la turbación de estos últimos y su falta de imaginación para hacer frente a la gran novedad de la calle árabe, con su impulso y creatividad inabarcables. Ben Ali demostró que sistemas habituados a vivir en el ensimismamiento triunfal de sí mismos carecen de opciones y alternativas para sobrevivir cuando los sucesos escapan al guión previsto. Durante semanas utilizó la represión policial, las promesas hueras, los apósitos, las llamadas a la calma y las amenazas, un cóctel contradictorio y desconcertante a la vez. Y, a la postre, inefectivo. El régimen de Mubarak cayó semanas después en el mismo hoyo de previsible vulgaridad, más preocupado por la repercusión internacional que por la reacción de la opinión pública local -en realidad, nunca creyeron que existía tal cosa; sólo les importaba lo que pudieran decir sus «patrones» en Washington y occidente-. Como en una mala película de matones y revientafiestas, personajes clásicos del cine egipcio, el sistema trató de reducir las manifestaciones; pero, al mismo tiempo, exhibía el perfil «paternal» de un presidente y un gobierno que han «protegido» la nación y han consagrado la vida por ella. Se pensaban que los egipcios eran, además de sumisos, tontos. El contraste ha sido evidente: los ciudadanos se han reinventado a sí mismos pero sus regímenes han quedado anclados en el guión cansino de siempre. Por eso, algunos como el propio Mubarak al principio de la crisis o el rey de Jordania, Abdallah, comenzaron destituyendo los gobiernos, como si éstos, con sus ministros, tuvieran un incidencia real en el curso de la política interior; como si no supiéramos que el poder real se concentra en el gran líder y su entorno de oligarcas empresarios, militares y funcionarios. Otros, como el yemení, Abadallah Saleh, anunciaron que no pensaban presentarse a una nueva reelección (permanece desde 1978 en el Yemen del Norte; desde 1990 en el Yemen unido) o, como el sirio, Bachar al-Asad, dictador por herencia, propusieron una apertura informativa y la aparición de organizaciones no gubernamentales. No faltó quien prometió el fin del estado de excepción, como el presidente argelino, Butefliqa, ni, en general, medidas concretas para evitar el incremento de los productos básicos. Es decir, las medidas anecdóticas de tantas veces que, en cualquier caso, se incumplen con la misma facilidad con la que se prometen.
Pero no se les ocurre nada más. No saben ni pueden ni dan para gran cosa: precisamente, están ahí porque son débiles, necios y previsibles. Al de Sudán, Omar al-Bachir, después de perder el sur con la misma simpleza con la que azuzó una guerra de millones de muertos y una propaganda demencial sobre la «necesidad de la unidad territorial», no se le ocurre otra cosa que anunciar ¡un estado islámico en el norte! ¡Qué magnífica solución! ¡Cuánta obtusidad y retórica estúpida para no afrontar los verdaderos problemas! Además de lerdos y criminales son unos cobardes, como han demostrado Ben Ali y Mubarak. Bocados deliciosos para los cerebros grises de la política mundial; imprescindibles como fachada de las mafias aristocráticas que rigen el destino de estos países. Basta oír a Mohammed VI, Omal al-Bashir o el rey Abdallah de Arabia Saudí para percatarse de su escasa inteligencia. Más vulnerables cuanto más tienen que implorar el apoyo exterior para controlar las revueltas internas. Cómicos y patéticos cuando previenen con falso espanto del peligro inmenso de los islamistas radicales y al-Qaeda. Decía el poeta Adonis que la desgracia de los árabes es que «ni siquiera el camino se cree nuestros pasos». Por fin, la gente ha dejado de andar para convertirse en camino, ruta enorme que va hacia todas partes. Una rebelión dichosa, de goce, de libertad; una avenida de mil sentidos.
Sí, la rebelión de los elefantes del circo. Desde pequeños los atan con fuerza a la estaca del establo itinerante para que no se escapen. Con el paso del tiempo, su memoria, de elefantes, les dice que esa estaca y esa cuerda siempre han estado ahí y que nunca, cuando de niños, por travesura, lo intentaron, pudieron librarse; pero su imaginación no les cuenta que su cuerpo ahora es inmenso y que la estaca es la misma y la cuerda se ata con idéntica fuerza. Y, ya que no ven más allá de su experiencia, no piensan siquiera que basta tirar un poquito para desasirse de las ligaduras. Y con un simple impulso, arrasar las estructuras de un entramado de feria que no esconde más que pantomima y función viciosa de animales haciendo gracias y cabriolas. Puede ser que tunecinos y egipcios, y ojalá que los saudíes, los sirios, los marroquíes, los argelinos, los jordanos, los yemeníes… todos sin excepción, dejen a un lado la memoria de los elefantes y se sumen a la imaginación de las sabanas y las espesuras. Y ojalá que toda la vulgaridad y mediocre sumisión e indecencia de nuestros campos de girasol europeos, tan decadentes, cada vez más inferaces, reciba un nuevo impulso al ver el vendaval de aire libre y creatividad que viene, oh, quién lo iba a decir, del «oriente» zafio y atrasado. Girasoles que miren con deleite a la luna y no tengan por qué seguir la estela del sol. Pero me contemplo y miro alrededor y observo nuestras sociedades occidentales, tan satisfechas de sí mismas, tan convencidas de aportar un ejemplo a seguir, tan listas y civilizadas, y noto semblantes vulgares, hastiados y superficiales. Y, sí, cada vez más resignados.
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