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Un análisis de “Paradise Now”

Los condenados de Nablus

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

«Me sentía deprimido,» manifestó el cómico. «No tenía energías para suicidarme. Por eso, empecé a dejar transcurrir los días».

Como la mayoría de las bromas, ésta esconde una percepción trágica. ¡Ojalá Said y Jaled la hubieran captado! Las atrocidades sufridas nutrieron la depresión de estos palestinos, transformándola en justa destrucción, lo último en terapias, hablando en clave política.

Los ocupantes israelíes demuestran cada día a los habitantes de Cisjordania que están viviendo en las antípodas del Paraíso; ya lo creo que sí, incluso que están viviendo a muy larga distancia de la posibilidad de un estado palestino libre y con contigüidad en su territorio. El hermoso futuro sólo existe en la fantasía de los dos jóvenes varones protagonistas y, presumiblemente, en la de aquéllos que les han programado para tomar el camino violento hacia el Cielo.

Los dirigentes de la «Resistencia» tejen con religiosidad el hilo de la lucha mediante finas capas superficiales que a diario la mantienen y alimentan, el trabajo, la familia, la comida, los cigarrillos, los juegos… En el polvoriento campamento de refugiados de la zona urbana de Nablus, la «Resistencia» selecciona también a los mejores amigos, Jaled (Ali Suliman) y Said (Kais Nashef), cuyo futuro se vislumbra desolador, apto para ejercer el honorable papel de mártires.

Al presentar sus vidas dominadas por la ira y el pesimismo, el director Hany Abu-Asad («La boda de Rana») conduce a los espectadores a través de un discurso político y psicológico que va más allá del drama cinematográfico y confiere a «Paradise Now» una función educativa para los espectadores del mundo. Es verdad, son 90 minutos de imágenes y sonidos de una película de autor, bien hecha, que demuestra más intuición que los millones de palabras agotadas por los analistas sobre el imprevisible conflicto israelo-palestino.

Los protagonistas viven dentro de los límites impuestos por las políticas israelíes, con el devenir de sus vidas aprisionado por la historia de la ocupación, en un proceso pulverizador que va erosionando el optimismo y enmoheciendo de rencor sus psiques.

El informe anual de la Conferencia sobre Comercio y Desarrollo de Naciones Unidas afirmaba que la economía palestina «se redujo un 1% en 2004, uno de cada tres trabajadores palestinos estaba desempleado a finales del año pasado y un 61% de los hogares tenían ingresos muy por debajo de la línea de la pobreza de 350 dólares al mes» (Al Jazira, 25 de agosto de 2005).

Al mismo tiempo, «Entre septiembre de 2000 y a lo largo de septiembre de 2004, más de 24.000 palestinos que viven en la Franja de Gaza se quedaron sin hogar a causa de las demoliciones de sus casas llevadas a cabo por Israel», según el Informe de Desarrollo Humano Arabe de 2004. Desde el año 2000, unas «12.000 casas han sido o demolidas o han sufrido daños en Cisjordania» (pág. 31).

Normal Finkelstein cita a un operario israelí de bulldozer, quien declaró al periódico Yediot Ahronot (31 de mayo de 2002), tras la incursión de 2002 del ejército ocupante israelí en el campo de refugiados de Yenin: «Quería destruirlo todo. Rogué a los oficiales que me permitieran echarlo todo abajo: de arriba a abajo. Durante tres días, me dediqué sólo a destruir y destruir, disfrutando con cada casa que se derrumbaba. No lamento nada, tan sólo no haber podido derribar el campamento entero» (pág. 52, Beyond Chutzpah: On the Misuse of Anti-Semitism and the Abuse of History, University of California Press, 2005).

Los habitantes del campo de refugiados de Nablus comprenden al operario del bulldozer. Podría ser el soldado israelí que les mira fijamente apuñalándoles con la mirada en los puntos de control, el colono fanático que dispara al azar sobre cualquier palestino… Esos hechos hacen que los palestinos se vuelvan resentidos, se indignen o desfallezcan.

El padre de Said creció desfalleciendo y la «Resistencia» le ejecutó por colaborador, un golpe traumático para un niño. Él explica que no se avergüenza de su padre. En vez de hacerlo, Said comprende que el hecho de vivir en Nablus, una «prisión» humana, minara las fuerzas de su padre.

Los medios de comunicación no muestran las condiciones de vida de los palestinos, por eso las vívidas escenas de «Paradise Now» pueden golpear a la audiencia estadounidense. Los soldados israelíes que están en los puntos de control apuntan con sus armas a cada palestino que entra o sale de su territorio. Le tratan con desprecio, sospecha y odio. La película confía en que esas claras escenas evoquen la «opresión», ya que no vemos otras imágenes sobre los tormentos diarios y las violaciones de los derechos humanos impuestas por los ocupantes. Por supuesto que el director asume que los espectadores ya conocen la humillación de los registros corporales, la destrucción de los hogares palestinos con bulldozer como castigo colectivo, los soldados israelíes disparando contra niños que lanzan piedras.

Asume que el público apreciará el significado simbólico y real del muro israelí (727,27 kms de largo cuando esté terminado) que va cortando toda la tierra palestina. El 9 de julio de 2004, mediante dictamen jurídico, el Tribunal Internacional de Justicia definió la construcción de ese muro como «contraria al derecho internacional».

Sin embargo, las humillaciones diarias impuestas por los ocupantes israelíes no explican el hecho de los kamikazes. La rabia palestina no tiene que significar martirio. Por supuesto que «Paradise Now» vibra con la posibilidad de encontrar otra alternativa, una que niegue el suicidio como viabilidad política. Sugiere que esta táctica se plantea como un elemento puntual de la lucha política, pero realmente no tiene ningún papel en una estrategia a largo plazo.

Suha (Lubna Azabal), la tercera protagonista principal de la película, hija de un mártir, de clase media y educada a la europea, capta la pasión de Said, los sentimientos contenidos en sus ojos llenos de tristeza. Pero no consigue razonar a nivel político con un hombre cuya desesperación le lleva a vengar la muerte de su padre, castigar a los israelíes y limpiar el nombre de su familia y su propia alma.

Sin embargo, más adelante en la película, ella convence a Jaled de que el suicidio no sólo privará a la resistencia de un actor valioso sino que su violencia contra un enemigo que dispone de un armamento muy superior representa el colmo del absurdo. En verdad, los atentados suicidas -en nombre de la lucha- ayudan para que un enemigo potencialmente dividido se una.

Suha quiebra asimismo el fervor religioso de Jaled, su repetición como un loro del dogma de la otra vida que le alimenta Yamal (Amer Hlehel), un miembro de un grupo palestino anónimo que guía a los amigos en su misión mortal. Dos ángeles les transportarán al Cielo y la «Resistencia» protegerá y cuidará de sus familias, les asegura Yamal. Pero no explica cómo el suceso fatal ayudará a la madre de Said a recuperarse de la pérdida de su hijo.

Observamos el elaborado ritual de la purificación de los posibles mártires, que culmina en su transformación física de melenudos y toscos mecánicos de coches en limpias bombas humanas que llevan idénticos «cinturones» bajo sus nuevos trajes negros.

Jaled, en principio más animoso acerca de su empeño, capta los primeros indicios de la fría realidad cuando la cámara de vídeo que graba su exaltada declaración antes de morir funciona defectuosamente. Como si de un actor se tratara, debe hacer otra toma ante un equipo más interesado en devorar sus bocadillos de pan de pita y en terminar que en la profundidad de sus comentarios finales.

Aprendemos que el video seguirá su camino hasta las estanterías de una pequeña versión cisjordana de una tienda de venta de vídeos de éxito. En esa tienda en la que se venden tanto confesiones de colaboradores como los alegatos últimos de los mártires, el dueño del almacén afirma que la gente paga más por las cintas con las confesiones de colaboradores, una declaración que subraya los crueles cimientos en que se ve obligada a asentarse la vida palestina, fruto tanto de la ocupación como de los hasta ahora frustrantes resultados obtenidos por la resistencia.

Los mismos ocupantes, a los que sólo han visto en los puntos de control, toman una dimensión mucho mayor cuando los dos kamikazes inician su último paseo. Por primera vez, durante el tiempo de visión de la película, pueden comparar la prosperidad de Tel Aviv y los relucientes rascacielos que enmarcan la brillante línea del mar con la realidad de Nablus, filmada ésta con tonos fundamentalmente grises para evocar el sentimiento asfixiante de la desmoronada ciudad.

Los jóvenes con su carga de bombas, los únicos objetos que aparecen claramente en blanco y negro, se alzan como símbolos de los oprimidos con sus uniformes de muerte. La hábil dirección de Abu Asad no permite que la audiencia asuma un fácil argumento unidimensional postulando el bien en contra del mal y lo justo en contra de lo injusto. Al contrario, su relato sobre los suicidas dramatiza la complejidad de la respuesta humana ante la opresión del momento que se vive.

En lugar de poner en escena una serie de fuegos artificiales al estilo Hollywood espectacularmente coreografiados, «Paradise Now» confía en los momentos sutiles e irónicos para explorar una cuestión explosiva. Tras la primera misión abortada, los gritos de dolor de Said cuando sus entrenadores arrancan la cinta adhesiva que ajustaba el artefacto de la bomba a su cuerpo… Una reacción tan creíble en un hombre que momentos antes se habría entregado a la incineración plantea interrogantes sobre ambos personajes y presenta una realidad inmediata de la anatomía humana: duele arrancar la cinta adhesiva.

También plantea la cuestión de si Said quiere realmente continuar con la misión. En la mitad de la película, la presencia luminosa de Suha, su creciente cariño y compasión por Said, proporcionará al menos idealmente una salida atractiva a su misión de muerte. ¿Podría representar ella el medio por el cual Said pudiera trascender su deseo de vengar la muerte de su padre y ofrecerle un camino de amor para salir de su postración?

En la última escena en que están juntos, la cámara capta un intercambio de largas miradas con un desarrollo muy sensible y un ligero pero muy tierno beso: ¿una declaración de amor o una triste despedida?

Aunque fuera lo último que hicieran, antes de que los potenciales kamikazes se conviertan en mártires, deberían enfrentar los versos del poeta palestino Mahmud Darwish:

«Tenemos en esta tierra todo cuanto hace que la vida merezca la pena:

los balbuceos de abril, el aroma del pan al amanecer,

la opinión de las mujeres sobre los hombres,

las tragedias de Esquilo,

el comienzo del amor,

la hierba brotando de una piedra,

las madres viviendo sobre el suspiro de una flauta y el miedo a recordar de los invasores.

Tenemos en esta tierra a la Señora de la Tierra, la madre de todos los principios y finales

Se llamaba Palestina, su nombre volverá a ser Palestina.

Mi Señora, porque tu eres mi Señora, yo merezco vivir.»

(«On This Eartht», Unfortunately, It Was Paradise, University of California Press, 2003, pág. 6)

Saul Landau y Farrah Hassen son miembros del «Institute for Policy Studies» [en Washington].

N. de T.:

[*] Los autores del artículo analizan la película de Hany Abu-Asad «Paradise Now», presentada en la Berlinale 2005, donde consiguió el Premio del Público, el Premio a la Mejor Película Europea y el Premio Amnistía Internacional. La película relata como dos jóvenes palestinos, amigos desde la infancia, intentan llevar a cabo un atentado suicida en Tel Aviv. La película, rodada íntegramente en Nablus, propone una visión de la vida cotidiana de personas en circunstancias desesperadas. Explora las legítimas razones de la resistencia a la ocupación, las causas que llevan a la inmolación, sin justificar en ningún momento la pérdida de vidas humanas

Texto original en inglés:

http://www.counterpunch.org/landau12102005.html